TRES

1399 Words
Esa misma noche, Beatrice tuvo uno de los sueños más extraños de toda su vida. Siempre, tal vez por la ingente cantidad de novelas románticas y de aventuras que leía, sus sueños habían estado plagados de sucesos extraños, abruptos y hasta un poco ridículos con los que, sin embargo, ya estaba acostumbrada a lidiar. Ya fuera un caballero que acudía a salvarla de las garras de su madre, o un cuantioso tesoro que le daba la independencia con la que solo podía soñar en la quietud y privacidad de su propia cabeza, sus sueños habían tenido siempre un toque extraordinario que los hacía de lo más interesantes...pero aquel fue por completo diferente. Lo primero, y tal vez lo más raro de todo el asunto, era que estaba demasiado consciente de que aquello era un sueño, de que solo estaba pasando dentro de los límites de su cabeza, de su imaginación. Cuando despertó, tendida en su cama de dosel, que ahora se hallaba plantada en medio de un extraño bosque por completo desconocido, ni siquiera se planteó qué hacía ahí, dónde quedaba exactamente aquel lugar o cómo había llegado hasta ahí. No se hizo ninguna de aquellas preguntas porque, de nuevo, sabía que todo aquello era un sueño, y que preguntarse cualquier cosa en medio de uno no haría sino retorcer todavía más la situación. —Beatrice...Beatrice... Cuando la helada brisa de la noche comenzó a soplar, y llevó hasta sus odios aquella extraña, baja y susurrante voz que parecía llamarla con tanta urgencia, se sobresaltó. No la conocía de nada, pero al mismo tiempo era como si algo muy dentro de ella le indicara que era importante, que el llamado era urgente y debía responder a él cuánto antes. Temerosa, y con el corazón abruptamente acelerado, se levantó de la cama de un salto, y en cuanto el frío del suelo penetró con fuerza en sus pies descalzos, no pudo hacer nada para contener un grito involuntario de dolor. —Beatrice...Beatrice... La voz sonaba ya muy urgida, aunque al mismo tiempo era como si se alejara irremediablemente. Desesperada por ir a su encuentro, Beatrice echó a correr sin saber exactamente hacia donde iba. Vestida únicamente con su camisón blanco, con el cabello de seda bailando libremente detrás de ella, parecía un espectro salido directamente de una pesadilla; la muchacha, sin embargo, no le prestó atención a nada de ello. Siguió corriendo tan rápido como podía hacerlo durante un par de minutos hasta que, llegado el momento, dejó de escuchar la voz y perdió el ritmo y la dirección que esta le había venido marcando. —¿Hola?—llamó Beatrice, un tanto dubitativa, pues no sabía exactamente con qué o quién estaba tratando de comunicarse—¿Quién es? ¿Quien me llama? —Beatrice...Beatrice... —¿Dónde estás? ¡Muéstrate! En esta ocasión no recibió como respuesta la voz de antes, sino el estruendoso chillido de un bebé, un bebé pequeño que parecía estar sufriendo algún tipo de dolencia. Algo en ella se despertó, y aunque quiso moverse para ayudar al pequeño, le fue imposible. Sus pies parecían haberse quedado adheridos al suelo, manteniéndola anclada a su lugar por más que tiró y peleó. Y vaya que lo hizo, pero fue inútil. Cuando finalmente se rindió, divisó a lo lejos una figura que se acercaba rápidamente hacia ella, sosteniendo con bastante cuidado algo entre sus brazos. —¿Quién eres?—le preguntó Beatrice, temerosa—¿Que quieres de mí? La figura, impertérrita, siguió avanzando hacia ella hasta que finalmente la tuvo de frente. Fue entonces cuando, por primera vez desde que aquel extraño sueño había comenzado, Beatrice sintió el verdadero terror. La figura no era...nada. A duras penas y se distinguía que era una mujer, pero más allá de eso no tenía ningún otro rasgo. No había ropa, ni rostro, ni cabello...nada más una impenetrable oscuridad que se arremolinaba constantemente de un lado a otro, como si alguien, por alguna extraña razón, hubiera decidido cubrirse con una sábana negra antes de salir. —¿Quien eres?—preguntó Beatrice por tercera vez—¿Qué haces aquí? ¿Qué es lo que quieres de mí? Incapaz de hablar, la figura se quedó inmóvil, frente a Beatrice y muy cerca de ella, sosteniendo entre sus brazos el bulto que no paraba de removerse. Al final, después de lo que a la pobre muchacha se le antojó una eternidad, la extraña figura dió media vuelta y comenzó a alejarse lenta pero constantemente, sin dejar de llamarla ni por un segundo. —Beatrice...Beatrice... —¡Espera, vuelve! No me has dicho quién eres, ni tampoco lo que quieres de mí. —Beatrice...ven a buscarlo, Beatrice... —¿Buscarlo? ¿Buscar qué? —Él te necesita, Beatrice... Antes de que pudiera preguntar alguna otra cosa, la figura ya había desaparecido, y poco después Beatrice estaba despertando de su pesadilla, tendida en su cama, con el camisón pegado al pecho por el sudor y un grito de terror puro y duro atorado en su garganta. De hecho, solo se dió cuenta de que sí había gritado después de todo, cuando sintió las manos de su madre sobre ella, zarandeándola con fuerza para tratar de hacerla reaccionar. —¡Despierta! ¿Qué pasa Beatrice, que tienes? Cuando por fin pudo dejar de gritar, Beatrice miró a su madre y sintió un alivio tremendo, pues acababa de asimilar por fin la verdad: todo no había sido sino un mal sueño como pocos, algo que le había dejado un terrible sabor de boca pero que, por fortuna, ya se había acabado. —Madre yo...lo siento, ¿te he despertado? La pregunta, por supuesto, no habría podido ser más obvia. Sin embargo, por una vez, su madre decidió actuar con un poco de delicadeza, y en lugar de reprocharle el escándalo que seguramente había armado gracias a su pesadilla, le dijo: —No, no, para nada. Tenía ya rato tratando de conciliar el sueño cuando te escuché gritar—hizo una pausa, la miró de arriba abajo, y luego preguntó—:¿Te encuentras bien? —Sí, sí, por suerte solo fue una pesadilla. —¿Sobre qué? En esta ocasión, fue el turno de Beatrice para mentir, pues si bien es cierto que recordaba a la perfección cada detalle de la pesadilla que acababa de tener, no quería compartirlos con nadie, mucho menos con su madre. Ella misma no entendía nada de lo que había pasado dentro de su sueño, pero aún y con todo eso era capaz de ver que su madre seguramente alcanzaría a encontrarle alguna pega por la que reñirla, así que decidió arrebatarle ese gusto. —No recuerdo, no sé de qué iba. Por suerte para Beatrice, su madre no insistió demasiado, y luego de asegurarse de que estaba bien, se retiró para seguir durmiendo. La chica intentó hacer lo mismo, pero al darse cuenta de que el sueño le rehuía como un animal a su depredador, encendió una vela y se levantó para buscar en la cocina un vaso de agua o tal vez algo de leche, lo que consiguiera primero. Fuera, había bastante claridad gracias a la luna llena que entraba a raudales por cada rendija, hueco o hendidura, más sin embargo el brillo anaranjado e irregular de la llama que Beatrice portaba se hizo notar con bastante fuerza en cada una de las esquinas. Hacía un frío terrible. Poco antes de llegar a su destino, una fuerza invisible y poderosa arrastró a la chica en sentido contrario, y sin pretenderlo, pronto se halló saliendo al balcón de antes, el mismo desde el que había visto al esclavo cuyos ojos la habían hipnotizado. A esas horas, con el cielo tachonado de estrellas y la luna en su máximo esplendor, el paisaje era aún más hermoso que antes. El campo de caña lucía como algo hermoso y terrorífico a la vez, un lugar del que pronto, y como por cosas del destino, se asomaron los mismos ojos en los que Beatrice había estado pensando. Unos ojos azules, o tal vez morados, que parecían refulgir en medio de la semi oscuridad que los envolvían. Unos ojos que, durante lo que bien pudieron ser horas enteras, no se despegaron ni por un solo segundo de Beatrice, quien, encantada, los miró también. A ellos, y al joven esclavo que los portaba.
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