Recorrió inconscientemente unos cincuenta metros bajo la ventisca, y se detuvo al notar que la nieve le llegaba a las rodillas.
Esto le hizo volver en sí, y al mirar alrededor comprendió que estaba caminando en dirección contraria. Volvió sobre sus pasos, esta vez a un ritmo más sosegado. Al pasar por delante de la casa que acababa de abandonar, lanzó un puño al lóbrego refugio de miseria y crimen, que alzaba su siniestra masa sobre el suelo blanco. Su aspecto era perturbador. Dejó caer el brazo, desalentado.
La apasionada rendición de Ziemianitch a la pena y su manera de consolarla le habían dejado atónito. Así era la gente. ¡Un ruso auténtico! Razumov se alegraba de haber apaleado a esa bestia, al «alma luminosa» del otro. Ahí estaban: el pueblo y el entusiasta.
Entre los dos habían acabado con Razumov. Entre la embriaguez del campesino incapaz de actuar y la intoxicación del idealista incapaz de percibir la razón de las cosas y la verdadera naturaleza de los hombres. Era una especie de niñería atroz. Pero los niños tenían maestros. «¡Ah!, el palo, el palo y la mano dura», se dijo Razumov, anhelando poder para hacer daño y destruir.
Se alegraba de haber vapuleado a ese animal. El esfuerzo físico le había dejado una sensación placentera en el cuerpo. También su agitación mental se había apaciguado, su excitación febril se había esfumado con aquel arrebato violento. A la persistente sensación de terrible peligro se sumaba ahora un odio insaciable y sereno.
Andaba cada vez más despacio, y no era extraño ciertamente que se demorara en el camino, habida cuenta del invitado que lo esperaba en su cuarto. Sentía como si se estuviera gestando en su cuerpo una enfermedad pestilente que tal vez no terminaría con su vida, pero sin duda le privaría de todo aquello por lo que merece la pena vivir; una peste sutil que transformaría la tierra en un infierno.
¿Qué hacía el otro en ese momento? ¿Seguía tumbado en la cama, como un c*****r, cubriéndose los ojos con el dorso de las manos? Razumov tuvo una nítida y morbosa visión de Haldin en su cama, la almohada blanca hundida bajo la cabeza, las piernas enfundadas en las botas altas, los pies vueltos hacia arriba. Y presa de repugnancia se dijo: «Lo mataré cuando vuelva a casa». Pero sabía muy bien que esto de nada serviría. El c*****r colgado del cuello sería casi tan fatal como el hombre vivo. Sólo la aniquilación total serviría. Y eso era imposible. ¿Qué hacer entonces? ¿Acabar con su propia vida para librarse de aquella aparición?
Su desesperación estaba demasiado teñida de odio para aceptar esta salida.
Y era sin embargo desesperación, nada menos, lo que sentía ante la idea de tener que vivir con Haldin un número indefinido de días, presa de un miedo mortal al menor ruido. Aunque al saber que el «alma luminosa» de Ziemianitch sufría de un eclipse etílico total, el otro tal vez optara por llevarse su resignación infernal a otra parte. No parecía sin embargo probable, a la vista de la situación.
Razumov pensó: «Me están aplastando… y ni siquiera puedo huir». Otros hombres poseían un lugar en algún rincón del mundo, una casita en provincias donde asimilar sus dificultades. Un refugio material. Él no tenía nada. Ni siquiera un refugio moral: el refugio de la confianza. ¿A quién, en aquel gigantesco país, podía acudir con ese cuento?
Dio un fuerte pisotón, y bajo la blanda alfombra de nieve sintió la dureza del suelo ruso, inanimado, frío, inerte, como una madre resentida y trágica que ocultara su rostro bajo una mortaja; ¡su propia tierra natal, sin un hogar junto al que calentarse, sin un corazón!
Dirigió la mirada al cielo y se quedó pasmado. Había dejado de nevar y, de pronto, como un milagro, veía sobre su cabeza el cielo n***o y claro del invierno nórdico, suntuosamente decorado por las hogueras de las estrellas. Era el dosel perfecto para la pureza resplandeciente de las nieves.
Experimentó una impresión casi física de espacio infinito y de magnitudes incontables.
Respondió a ella con la presteza de un ruso nacido en una herencia de espacio y de números. Bajo la opulenta inmensidad del cielo, la nieve cubría los bosques interminables, los ríos helados, las llanuras de un país inmenso, borrando todas las marcas del paisaje, los accidentes del terreno, nivelándolo todo en una blancura uniforme como una monstruosa página en blanco a la espera de la narración de una historia inconcebible. El manto blanco cubría la tierra pasiva con innumerables vidas similares a la de Ziemianitch y aquel puñado de agitadores como Haldin, que asesinaban sin ton ni son.
Era una especie de inercia sagrada, y Razumov sentía respeto por ella. Una voz parecía gritar en su interior: «No la toques». Era una garantía de duración, de seguridad en tanto prosiguiese la tarea de madurar el destino, una tarea no de las revoluciones, con su apasionada levedad de acción y sus impulsos cambiantes, sino de la paz. No eran las conflictivas aspiraciones de un pueblo lo que esta tarea requería, sino una voluntad firme y única; no precisaba del balbuceo de muchas voces, ¡sino de un único hombre fuerte!
Razumov se hallaba al borde de la conversión. Se sentía fascinado por su propia reflexión, por su lógica aplastante, porque el hilo del pensamiento nunca es falso. La falsedad yace en las necesidades profundas de la existencia, en los miedos secretos y en las ambiciones a medio formar, en la íntima confianza combinada con una íntima desconfianza en nosotros mismos, en el amor a la esperanza y en el temor de días inciertos.
En Rusia, la tierra de las ideas espectrales y de las aspiraciones incorpóreas, muchos espíritus valientes se han apartado al fin del vano e interminable conflicto para encarar la única gran verdad histórica de este país. Se han entregado a la autocracia a cambio de la paz de su conciencia patriótica, tal como un creyente cansado, tocado por la gracia, abraza la fe de sus padres a cambio de la bendición del descanso espiritual. Como otros rusos antes que él, Razumov, en conflicto consigo mismo, sintió en su frente el roce de la gracia.
«Haldin representa el desorden», reflexionó, reanudando su camino. «¿A qué viene tanta indignación, tanto hablar de los orígenes, tanto hablar de la justicia de Dios? Todo eso representa el desorden. Mejor que sufran miles a que un pueblo entero se convierta en una masa desintegrada e indefensa como polvo al viento. Mejor el oscurantismo que la luz de las antorchas incendiarias. En la noche germina la semilla. De la tierra oscura nace la planta perfecta. Pero una erupción volcánica es estéril, es la ruina del suelo fértil. Y yo, que amo mi país, que no tengo nada más que amar ni en lo que depositar mi fe, ¿voy a permitir que mi futuro, acaso mi utilidad, se vean arruinados por este fanático sanguinario?»
Entró la gracia en Razumov. Creyó entonces en el hombre que llegaría a la hora designada.
¿Qué es un trono? Un puñado de piezas de madera forradas de terciopelo. Pero un trono es también un asiento de poder. La forma de gobierno es una herramienta, un instrumento, mientras que veinte mil vejigas infladas por los más nobles sentimientos, que pelean en el aire las unas con las otras, son un miserable estorbo en el espacio que no ostenta ningún poder, que no posee ninguna voluntad, que no tiene nada que ofrecer.
Así continuó, ajeno al camino, elaborando un discurso mental con extraordinaria abundancia y facilidad. Por lo general, las frases acudían a él despacio, tras un cortejo arduo y doloroso. Alguna fuerza superior lo había inspirado con un flujo de argumentos magistrales, tal como ciertos pecadores arrepentidos adquieren una locuacidad abrumadora.
Experimentaba una austera exultación.
«¿En qué quedan las morbosas y oscuras lucubraciones de ese individuo ante la clara comprensión de mi intelecto? ¿No es éste mi país? ¿No tengo cuarenta millones de hermanos?», se interrogó, incontestablemente victorioso en el silencio de su pecho. Y la terrible paliza que le había propinado al desmayado Ziemianitch se le reveló como un signo de íntima unión, como una necesidad patéticamente severa de amor fraterno. «¡No! Si he de sufrir, que al menos se me permita sufrir por mis convicciones, no por un asesinato que mi razón… mi fría razón superior… rechaza».
Dejó de pensar por un momento. El silencio en su pecho era completo. Sin embargo, experimentaba una sospechosa inquietud, semejante a la que sentimos cuando entramos en un lugar desconocido y oscuro: la sensación irracional de que algo puede atacarnos en la oscuridad, el absurdo temor de lo invisible.
Razumov distaba mucho de ser un reaccionario trasnochado. No todo era para bien. Una burocracia despótica… abusos… corrupción… y tantas otras cosas. Hacían falta hombres capaces. Inteligencias ilustradas. Corazones devotos. Pero el poder absoluto debía ser preservado —la herramienta al servicio del hombre— para el gran autócrata del futuro. Razumov creía en él. La lógica de la historia lo hacía inevitable. La situación del pueblo lo reclamaba. «¿Qué otra cosa podía mover a toda aquella masa en una misma dirección?», se preguntó con ardor. «Nada. Nada sino una voluntad única».
Se hallaba persuadido de estar sacrificando su personal anhelo de liberalismo, rechazando el atractivo error en favor de la severa verdad rusa. «Eso es patriotismo», observó mentalmente; y añadió: «No hay parada intermedia en ese camino». Y acto seguido se señaló: «Yo no soy un cobarde».
Y una vez más se hizo un silencio mortal en el pecho de Razumov. Caminaba con la cabeza gacha, sin sitio para nadie. Caminaba despacio, y sus pensamientos regresaron, hablando en su interior con solemne lentitud.
«¿Qué es Haldin? ¿Y qué soy yo? Tan sólo dos granos de arena. Pero una gran montaña se compone de granos así de insignificantes. Y la muerte de muchos hombres es un asunto insignificante. Nos enfrentamos, sin embargo, a una pestilencia contagiosa. ¿Deseo yo su muerte? ¡No! Lo salvaría si pudiera, pero nadie puede salvarlo: es el m*****o gangrenado que es preciso amputar. Si he de perecer por su causa, que al menos me sea concedido no perecer con él y verme así asociado en contra de mi voluntad a su siniestra locura, que nada entiende de los hombres o de las cosas. ¿Por qué habría de dejar un falso recuerdo?».
Se le pasó por la cabeza que a nadie en el mundo le importaría qué recuerdo pudiese dejar. Y al instante exclamó mentalmente: «¡Perecer en vano por una falsedad! ¡Qué miserable destino!».
Había llegado a una parte más animada de la ciudad. No reparó en el choque de dos trineos cerca del bordillo. El conductor de uno de ellos le gritaba entre lágrimas a su compañero:
—¡Maldito infeliz!
La fuerza del grito, lanzado muy cerca de su oído, despertó a Razumov. Sacudió la cabeza con impaciencia y continuó con la vista al frente. De repente vio a Haldin en la nieve, tendido de espaldas, atravesado en el camino, sólido, inconfundible, real, con las manos invertidas sobre los ojos, enfundado en un ceñido abrigo marrón y con botas altas. Yacía ligeramente a un lado de la calle, como si hubiera seleccionado el lugar a propósito. No había pisadas en la nieve alrededor.
Tan convincente fue esta alucinación que el primer impulso de Razumov fue llevarse una mano al bolsillo para comprobar que la llave de su cuarto seguía allí, pero contuvo este arranque con un mohín de desdén. Comprendió. Sus pensamientos, plenamente concentrados en la figura que había dejado yaciendo en la cama, habían culminado en aquella extraordinaria ilusión óptica. Razumov abordó el fenómeno serenamente. Continuó andando con rostro grave, sin detenerse a verificar nada, con la mirada puesta más allá de la visión, sintiendo tan sólo una ligera tensión en el pecho. Una vez hubo pasado, volvió la cabeza para echar un vistazo y no vio más que la huella intacta de sus pisadas sobre el lugar donde yacía el fantasma.