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2040 Words
II LO QUE ESA NOCHE OCURRIÓ Y SE DIJO debió de quedar grabado como con un cincel de acero en la memoria de Razumov, pues fue capaz de escribir su relato con asombrosa plenitud y precisión muchos meses más tarde. La crónica de los pensamientos que lo asaltaron en la calle es todavía más minuciosa y rica. Debieron de desbordarse éstos con mayor libertad al verse liberado de la presencia de Haldin: de la demoledora presencia de un delito grave y de la fuerza sensacional de su fanatismo. Hojeando las páginas del diario de Razumov considero que «un torrente de pensamientos» no es una imagen adecuada. Más exacto sería describirlo como un tumulto de pensamientos: un reflejo fiel de su situación anímica. Los pensamientos no eran muchos —eran, como en la mayoría de los seres humanos, pocos y simples—, si bien no pueden reproducirse aquí en sus múltiples y vehementes repeticiones, en su interminable y agotadora confusión, pues el paseo fue largo. Si el lector occidental los encontrara chocantes, improcedentes, incluso indignos, debe recordarse que esto es ante todo consecuencia de mi burda exposición. Por lo demás, me limitaré a señalar que no es ésta una historia propia del Occidente europeo. Puede que las naciones hayan creado a sus gobiernos, pero los gobiernos les han retribuido con la misma moneda. Es impensable que un joven inglés pudiera hallarse en la situación de Razumov. Y aun cuando así fuera, sería vano imaginar qué pensaría. Sólo cabe conjeturar que en ningún caso pensaría como lo hizo él en esta crisis de su destino. Carecería de un conocimiento heredado y personal de los medios que emplea una autocracia histórica para reprimir las ideas, preservar su poder y defender su existencia. Acaso un acto de extravagancia mental lo llevara a imaginarse arbitrariamente encerrado en prisión, pero jamás se le ocurriría, a menos que fuera presa de un delirio (y puede que ni siquiera en tal caso) que pudiera ser torturado como medida práctica de investigación o de castigo. He aquí una muestra, cruda pero evidente, de las distintas condiciones del pensamiento occidental. Desconozco si Razumov llegó a pensar en este peligro. Sin duda existía de manera inconsciente en el temor general y en el horror general de esta crisis. Razumov, como ya se ha dicho, sabía que un gobierno despótico disponía de procedimientos más sutiles para destrozar a un individuo. Una simple expulsión de la Universidad (lo mínimo que a él podía sucederle), con la consiguiente imposibilidad de continuar sus estudios en ninguna parte, bastaba para aniquilar por completo a un joven que dependía enteramente de sus capacidades naturales para hacerse un lugar en el mundo. Razumov era ruso, y para él verse implicado significaba sencillamente hundirse en los abismos sociales, entre los destituidos y los desahuciados, entre los noctámbulos de la ciudad. Las peculiares circunstancias de su origen, o mejor dicho, su falta de origen, han de tenerse en cuenta para comprender sus pensamientos. Y él así lo hacía. De un modo curiosamente atroz acababa de recordárselas este funesto Haldin. «¿Porque carezco de orígenes debo verme privado de todo lo demás?», se preguntó. Se armó de valor para continuar. Los trineos se deslizaban por las calles como fantasmas, cascabeleando en una blancura temblorosa sobre el rostro n***o de la noche. «Es un asesinato», se decía. «Un asesinato es un asesinato. Aunque ciertas instituciones liberales…». Sintió unas terribles náuseas. «Debo tener valor», se exhortó mentalmente. Toda su fuerza se esfumó pronto, como si una mano se la arrebatara. La recobró poco después, merced a un poderoso esfuerzo de voluntad, pues temía desmayarse en plena calle y ser recogido por la policía con la llave de su cuarto en el bolsillo. Allí encontrarían a Haldin, y Razumov estaría entonces definitivamente acabado. Fue curiosamente este temor lo que al parecer lo mantuvo firme hasta el final. Apenas había transeúntes en las calles. Se topaba con ellos de improviso: surgían de pronto muy cerca de él, entre los copos de nieve, y con la misma rapidez desaparecían… sin dejar huellas sus pisadas. Se encontraba en el barrio de los más pobres. Le llamó la atención una anciana envuelta en andrajos. A la luz de un farol, la mujer parecía una mendiga que terminaba su turno de trabajo. Caminaba sin premura bajo la ventisca, como si no tuviera un hogar al que regresar cuanto antes; protegía con un brazo una hogaza de pan n***o, como si de un botín incalculable se tratara, y, apartando de ella su mirada, Razumov envidió su paz de espíritu y la serenidad de su destino. Sorprende a quien lea el relato de Razumov cómo logró culminar su interminable recorrido por las calles progresivamente bloqueadas por la nieve. Era la imagen de Haldin encerrado en su cuarto y el deseo desesperado por librarse de su presencia lo que lo impulsaba a seguir adelante. Sus movimientos no respondían a ninguna decisión racional. Así, cuando al llegar a la ínfima casa de comidas supo que el cochero, Ziemianitch, no se encontraba allí, Razumov no pudo sino poner cara de idiota. El camarero, un joven con el pelo alborotado, botas alquitranadas y una camisa rosa, exclamó, revelando unas encías pálidas al esbozar una mueca absurda, que Ziemianitch estaba como una cuba desde primera hora de la tarde y que se había marchado con una botella bajo el brazo para seguir su juerga entre los caballos… o eso se figuraba. El propietario del tugurio, un hombre bajito y huesudo, con un sucio caftán que le llegaba hasta los pies, estaba apostado junto al camarero, las manos enganchadas en el cinto, y confirmó la información con un asentimiento. El hedor a alcohol y a guiso grasiento y rancio hizo que a Razumov le dieran arcadas. Asestó un puñetazo en una mesa y gritó con violencia: —Mentís. Varios rostros adormilados y sucios se volvieron hacia él. Un vagabundo harapiento y de ojos afables que bebía té en la mesa contigua se alejó un poco. Se elevó un murmullo de asombro e inquietud. Se oyó también una risotada, seguida de una exclamación, «¡Vaya, vaya!», burlesca y tranquilizadora. El camarero miró en torno y anunció a la concurrencia: —El caballero no se cree que Ziemianitch está borracho. Desde un rincón llegó la voz ronca de un ser horrible, indescriptible, greñudo, con la cara negra como el hocico de un oso, que gruñó enfurecidamente: —El maldito conductor de ladrones. ¿Qué queremos nosotros con este caballero? Aquí somos todos gente honrada. Mordiéndose el labio hasta que la sangre le impidió estallar en imprecaciones, Razumov siguió al propietario del tugurio, quien, susurrándole «Venga por aquí, padrecito», lo condujo a un minúsculo agujero tras la barra de madera, de donde llegaba ruido de salpicaduras. Un ser desgreñado y empapado, una especie de espantapájaros tembloroso y asexuado, lavaba allí los vasos, doblado sobre un pilón de madera a la luz de una vela de sebo. —Sí, padrecito —decía el hombre del caftán en tono plañidero. Tenía la piel morena, el rostro pequeño y astuto, y una barba entrecana y fina. Intentaba encender un candil de hojalata, que abrazó contra su pecho mientras parloteaba sin cesar. Le enseñaría al caballero dónde estaba Ziemianitch, para demostrar que allí no se decían mentiras. Y se lo mostraría borracho. Al parecer, su mujer lo había abandonado la noche anterior. —Una arpía de cuidado. ¡Flaca! ¡Puaj! —espetó el propietario. Todas abandonaban a ese cochero del diablo… y eso que tenía sesenta años; pero no se acostumbraba. Claro que cada corazón vive su pena a su manera, y Ziemianitch era tonto desde el día de su nacimiento. Además se refugiaba en la botella—. ¿Quién puede soportar la vida en este país sin la botella? Un ruso auténtico, el pobre cochino… Tenga la bondad de seguirme. Razumov cruzó un rectángulo de nieve profunda encerrado entre altos muros con innumerables ventanas. Aquí y allá una pálida luz amarilla colgaba de la masa de oscuridad rectangular. El edificio era una enorme pocilga, una colmena de insectos humanos, una monumental construcción de miseria alzada como una torre al borde del hambre y la desesperación. El terreno descendía bruscamente en una esquina, y Razumov siguió la luz del candil a través de una puerta pequeña hasta adentrarse en un espacio cavernoso y largo, como un establo subterráneo y abandonado. Al fondo, tres caballos lanudos atados con cuerdas apiñaban las cabezas, inmóviles y sombríos, a la pálida luz del candil. Debía de ser la famosa reata para la fuga de Haldin. Razumov ojeó temerosamente en la penumbra. Su guía removió la paja con un pie. —¡Aquí está! ¡Ay, el pobre pichón! Un ruso auténtico. ¡Y dice que a él no le pesa el corazón! «Saca la botella y aparta de mi vista esa taza sucia. ¡Ja, ja, ja!». Así es él. Sostuvo el candil sobre un hombre tendido boca abajo y aparentemente vestido para salir a la calle. La cabeza se perdía en una picuda capucha de paño. Por el otro extremo del montón de paja asomaban unos pies calzados con unas botas monstruosamente gruesas. —Siempre listo para conducir —señaló el propietario de la casa de comidas—. Un auténtico cochero ruso. Santo o diablo, de noche o de día, todo le da lo mismo a Ziemianitch cuando está su corazón libre de penas. «Yo no pregunto quién eres sino a dónde quieres ir», dice siempre. Incluso al propio Satanás llevaría hasta su morada, y volvería luego azuzando a sus caballos. Ha llevado a más de uno que ahora está entrechocando sus cadenas en las minas de Nertchinsk. Razumov se estremeció. —Avíselo, despiértelo —dijo, con voz entrecortada. El otro dejó el candil en el suelo, retrocedió un paso y lanzó un puntapié al hombre dormido. Éste tembló al recibir el golpe, pero no se movió. Al tercer puntapié profirió un gruñido, aunque seguía tan inerte como antes. El propietario de la casa de comidas desistió y exhaló un hondo suspiro. —Ya lo ha visto con sus propios ojos. Hemos hecho todo lo que podíamos hacer por usted. Recogió el candil. Los haces de sombra, de un n***o intenso, bailaban alrededor del círculo de luz. Una ira feroz —la rabia ciega de la supervivencia— se apoderó de Razumov. —¡Ah! ¡Bestia inmunda! —aulló con una voz ultraterrena que hizo saltar y temblar el candil—. Yo te despertaré. Déme… Déme… Miró desesperadamente en torno, echó mano de una horqueta rota y la emprendió con el cuerpo postrado, profiriendo gritos inarticulados. Los gritos cesaron al cabo de un rato, mientras una lluvia de golpes caía en la quietud y las sombras de aquel establo que era como un sótano. Con una furia insaciable fustigó Razumov a Ziemianitch, entre enormes descargas de sonoros porrazos. Nada se movía, aparte de las violentas embestidas del estudiante; ni el hombre apaleado ni los haces de sombras en las paredes. Sólo se oía el ruido de los golpes. Era una escena extraña. Sonó de pronto un fuerte crujido. El palo de la horqueta se había partido, y una mitad salió volando para perderse en la penumbra. Ziemianitch se sentó al mismo tiempo, y Razumov quedó tan inmóvil como el hombre del candil; sólo su pecho buscaba temblorosamente el aire, como si estuviese a punto de estallar. Una vaga sensación de dolor debió de penetrar al fin en la reconfortante noche de ebriedad que envolvía a la «luminosa alma rusa» alabada por Haldin con tanto entusiasmo. Mas era evidente que Ziemianitch no veía nada. Sus ojos, puestos en blanco, parpadearon un par de veces a la luz, antes de apagarse su brillo. Se quedó un rato sentado entre la paja con los ojos cerrados y un aire de meditación cansado y extraño; luego, se deslizó despacio sobre un costado sin hacer el menor ruido. Sólo la paja crepitó levemente. Razumov lo miraba con los ojos desorbitados, respirando con mucha dificultad. Pasados unos segundos, oyó un ronquido suave. Soltó la mitad del palo que aún tenía en la mano y se marchó a grandes zancadas, sin mirar atrás una sola vez.
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