Pero un celebrado profesor era alguien. Esta distinción transformaría la etiqueta Razumov en un apellido venerado. No había nada de extraño en el deseo de distinción del joven estudiante. La verdadera vida de un hombre es la que otros le asignan en sus pensamientos, por respeto o por amor. Mientras volvía a casa el día del asesinato del señor de P…, Razumov tomó la decisión de emplearse a fondo para obtener esa medalla de plata.
Cuando subía despacio los cuatro tramos de oscuridad por la sucia escalera del edificio donde se alojaba, se sintió confiado en su éxito. El nombre del ganador se publicaría en los periódicos el día de Año Nuevo, y la idea de que «Él» muy probablemente lo leería, hizo que Razumov se parase en seco un instante antes de continuar, sonriéndose ante su propia emoción. «No es más que una sombra», se dijo. «Pero la medalla es un sólido comienzo».
Con estos diligentes propósitos en mente, la habitación templada le resultó alentadora y grata. «Echaré cuatro horas de buen trabajo», pensó. Pero apenas había cerrado la puerta cuando se llevó un susto de muerte. Contra los clásicos azulejos blancos de la estufa, que brillaban en la oscuridad, se perfilaba, muy negra, una silueta desconocida que llevaba un abrigo de paño marrón ceñido en la cintura, botas altas y un gorro de astracán. Se erguía imponente y marcial. Razumov estaba profundamente desconcertado. Sólo cuando la figura avanzó dos pasos y preguntó con voz serena y grave si la puerta exterior estaba cerrada recobró Razumov el habla.
—¡Haldin!… ¡Victor Victorovitch!… ¿Eres tú?… Sí. La puerta exterior está cerrada. Pero esto es completamente inesperado.
Victor Haldin, un estudiante de más edad que la mayoría de sus compañeros, no figuraba entre los aplicados. Apenas se le veía en clase, y los profesores lo habían tildado de «impaciente» e «insensato», calificaciones sin duda muy malas. Gozaba, sin embargo, de un gran prestigio entre sus compañeros, a quienes influía con sus ideas. Razumov nunca había tenido una relación estrecha con él. Habían coincidido a veces en reuniones en casa de otros estudiantes. Incluso habían tenido unas palabras, una de esas discusiones por principios fundamentales tan propias de la pasión juvenil.
Razumov lamentó que Haldin eligiera precisamente este momento para charlar. Se sentía en buena forma para abordar su redacción, pero como no podía despachar groseramente al compañero, adoptó un tono hospitalario y lo invitó a sentarse y a fumar.
—Kirylo Sidorovitch —dijo el otro, descubriéndose la cabeza—, es posible que no estemos exactamente en el mismo bando. Tus ideas son más filosóficas. Eres hombre de pocas palabras, pero nunca he conocido a nadie que dude de la generosidad de tus sentimientos. Hay en tu carácter una integridad que no puede existir sin valentía.
Razumov se sintió halagado, y había empezado a formular tímidamente la satisfacción que esta buena opinión le causaba, cuando Haldin levantó una mano.
—Esto me decía —continuó— mientras estaba escondido en la leñera, junto al río. «Este muchacho es íntegro», me dije. «No arroja su alma a los vientos». Tu discreción siempre me ha fascinado, Kirylo Sidorovitch. De modo que intenté recordar dónde vivías. Y mira por dónde, tuve un golpe de suerte. Tu dvornik estaba a unos metros de la puerta, charlando con el conductor de un trineo al otro lado de la calle. En las escaleras no encontré ni un alma. Mientras subía vi salir del cuarto a tu patrona, pero ella no me vio. Cruzó el pasillo, se metió en su casa, y entonces me colé. Llevo dos horas esperándote.
Razumov lo escuchó con asombro pero, antes de que pudiese abrir la boca, Haldin añadió en tono resuelto:
—Fui yo quien eliminó a P… esta mañana.
Razumov contuvo un grito de horror. La sensación de que su vida se arruinaba por completo al verse relacionado con este crimen se expresó de una manera extraña, acompañada de una exclamación mental casi burlesca: «¡Ahí va mi medalla de plata!».
Haldin prosiguió transcurridos unos instantes:
—¡No dices nada, Kirylo Sidorovitch! Comprendo tu silencio. A decir verdad, no espero que me abraces con tus gélidos modales ingleses. Pero tus modales no importan. Tienes corazón suficiente para haber oído los llantos y el rechinar de dientes que este hombre provocaba en el país. Eso debiera estar por encima de cualquier esperanza filosófica. Ese hombre arrancaba los brotes más jóvenes. Había que detenerlo. Era un hombre peligroso… un hombre fanático. Tres años más y nos habría devuelto a la esclavitud de hace medio siglo… y recuerda cuántas vidas se destruyeron, cuántas almas se perdieron entonces.
La voz seca y segura de Haldin perdió de pronto fuerza y, en tono apagado, añadió:
—Sí, hermano. Lo he matado. Una tarea ingrata.
Razumov se había dejado caer en una silla. Esperaba la irrupción de la policía en cualquier momento. Debía de haber miles de agentes por ahí buscando a aquel hombre que daba vueltas por su habitación. Haldin continuaba hablando, con voz contenida y firme. De cuando en cuando gesticulaba con un brazo, despacio, sin excitación.
Le contó a Razumov cómo se había pasado un año cavilando; llevaba semanas sin dormir como es debido. La noche anterior Haldin y «Otro» recibieron de «cierta persona» información sobre los movimientos del ministro. Prepararon sus «artefactos» y resolvieron que no dormirían hasta haber realizado «la hazaña». Recorrieron las calles bajo la nieve con los «artefactos» encima, sin cruzar una sola palabra en toda la noche. Cuando se topaban con una patrulla de la policía, se cogían del brazo y se hacían pasar por una pareja de campesinos que andaban de parranda. Se tambaleaban y hablaban con voces ebrias y roncas. Salvo por estos momentos de extraño alboroto, guardaban silencio y recorrían sin tregua la ciudad. Lo tenían todo planeado. Al despuntar el día se encaminaron al lugar por el que debía pasar el trineo. Tras verlo aparecer, se despidieron escuetamente y se separaron. El «Otro» se quedó en la esquina, mientras Haldin tomaba posiciones un poco más arriba…
Cuando hubo lanzado su «artefacto» echó a correr, y enseguida fue alcanzado por la gente que huía aterrada del lugar tras la segunda explosión. El terror los había vuelto locos. Lo empujaron en más de una ocasión. Aminoró el paso para dejar que la turba se alejara y torció a la izquierda en un callejón. Allí se encontró solo.
Le asombró su rápida fuga. Había cumplido su cometido. Apenas podía creerlo. Tuvo que combatir una urgencia casi irresistible de echarse al suelo y dormir. Pero el desfallecimiento —el instante de somnolencia— pasó rápidamente. Apretó el paso en dirección a uno de los barrios más pobres de la ciudad para ver a Ziemianitch.
El tal Ziemianitch, según comprendió Razumov, era una especie de campesino urbano que había medrado; poseía un puñado de trineos y de caballos de tiro. Haldin hizo un alto en su relato para exclamar:
—¡Un alma luminosa! ¡Un alma recia! El mejor conductor de San Petersburgo. Tiene una reata de tres caballos… ¡Ah! ¡Qué gran hombre!
El hombre en cuestión se había mostrado dispuesto a llevar en cualquier momento a una o dos personas hasta la segunda o la tercera estación de ferrocarril de alguna de las líneas del sur. Pero no habían tenido tiempo de avisarle la noche anterior. Paraba habitualmente, al parecer, en una modesta casa de comidas de la periferia. Cuando Haldin llegó, el cochero no estaba allí. No se le esperaba hasta esa noche. Haldin vagó por la ciudad sin saber qué hacer.
Vio la puerta abierta de una leñera y se cobijó en ella para guarecerse del viento que azotaba la avenida amplia y desierta. Los grandes montones de leña rectangulares parecían las chozas de una aldea. El vigilante que lo descubrió agazapado entre los troncos le habló en un primer momento cordialmente. Era un viejo reseco, que llevaba dos abrigos andrajosos, uno encima del otro; el rostro flaco y marchito, cubierto por un sucio pañuelo rojo por debajo de la mandíbula y por encima de las orejas, resultaba cómico. De buenas a primeras se volvió huraño y se puso a gritar violentamente sin ton ni son.
—¿Es que no piensas marcharte nunca de aquí, vagabundo? Todo el mundo conoce a los obreros de tu calaña. ¡Un hombre joven y fuerte! Y ni siquiera estás borracho. ¿Qué haces aquí? No nos das miedo. Sal de aquí y llévate esos ojos tan feos.
Haldin se detuvo frente a la silla de Razumov. Su esbelta figura, con la frente blanca y el pelo rubio peinado a cepillo, tenía un aspecto de osada altivez.
—No le gustaban mis ojos —dijo—. Por eso… estoy aquí.
Razumov se esforzó por hablar con serenidad.
—Perdóname, Victor Victorovitch, pero nos conocemos muy poco… No comprendo por qué…
—Confianza —dijo Haldin.
La palabra selló los labios de Razumov como si una mano le amordazase la boca. Miles de pensamientos se agolpaban en su cerebro.
—Por eso… estás aquí —musitó entre dientes.
El otro no detectó el tono de rabia. No lo sospechó en ningún momento.
—Sí. Y nadie lo sabe. Tú eres el último de quien se sospecharía… en caso de que me descubrieran. Eso supone una ventaja. Además… ante una inteligencia superior como la tuya puedo decir toda la verdad. Se me ocurrió que tú… no tienes familia… no tienes lazos, nadie a quien hacer sufrir si esto llegara a saberse. Ya se han destrozado demasiados hogares en Rusia. En todo caso, no creo que mi presencia en tu cuarto pueda detectarse jamás. Si llegaran a detenerme, sé guardar silencio… da igual lo que quieran hacerme —añadió en tono grave.
Volvió a dar vueltas, mientras Razumov seguía sentado, consternado.
—Creíste que… —balbució, casi asqueado de indignación.
—Sí, Razumov. Sí, hermano. Algún día tú ayudarás a construir. Imaginas que soy un terrorista, un… destructor de lo que existe. Pero piensa que los verdaderos destructores son quienes destruyen el espíritu del progreso y de la verdad, no los vengadores que se limitan a dar muerte a los cuerpos de los perseguidores de la dignidad humana. Los hombres como yo son necesarios para que puedan existir hombres prudentes y pensantes como tú. Además, esto es todavía peor para los opresores cuando el perpetrador se esfuma sin dejar rastro. Se sientan en sus despachos y en sus palacios y tiemblan. Sólo te pido que me ayudes a desaparecer. Nada más. Sólo que vayas a ver a Ziemianitch en mi nombre al mismo lugar donde fui yo esta mañana. Sólo que le digas: «Quién tú sabes necesita un trineo bien equipado para que lo recoja media hora después de la medianoche en la séptima farola de la izquierda, contando desde la punta de arriba de Karabelnaya. Si nadie interfiere, el trineo debe dar un par de vueltas a la manzana y pasar de nuevo por el mismo lugar al cabo de diez minutos».
Razumov no entendía por qué no había cortado ya la conversación y le había pedido hacía un buen rato a aquel hombre que se largara. ¿Era por debilidad?
Concluyó que lo hacía por instinto de seguridad. Alguien tenía que haber visto a Haldin. Era imposible que nadie hubiese reparado en el rostro y en el aspecto del individuo que lanzó la segunda bomba. Haldin no era un hombre que pasara inadvertido. Miles de policías habrían conseguido su descripción en menos de una hora. El peligro crecía por momentos. Si lo echaba a la calle, no tardarían en encontrarlo.
La policía pronto lo sabría todo sobre Haldin. Se descubriría la conspiración. Todo aquel que hubiera conocido a Haldin corría un grave peligro. Comentarios distraídos, pequeños detalles completamente inocentes pasarían a convertirse en delitos. Razumov recordó cosas que él mismo había dicho, discursos que había escuchado, las reuniones inofensivas a las que había asistido, pues era casi imposible para un estudiante mantenerse al margen de estas cosas sin despertar las sospechas de sus compañeros.