I
EL ORIGEN DE LA CRÓNICA DE RAZUMOV guarda relación con un hecho real característico de la Rusia moderna —el asesinato de un prominente estadista— y aún más característico de la corrupción moral de una sociedad oprimida, donde las más nobles aspiraciones humanas —el deseo de libertad, un ferviente patriotismo, el amor a la justicia, el sentido de la piedad y aun la fidelidad de las mentes sencillas— se ven prostituidas por las pasiones del odio y el miedo, compañeros inseparables de un despotismo precario.
El hecho real al que nos referimos es el atentado, culminado con éxito, contra la vida del señor de P…, presidente de la famosa Comisión Represiva de hace algunos años, ministro de la Gobernación investido con poderes extraordinarios. La prensa hizo bastante ruido al respecto de este personaje fanático, estrecho de tórax, con galones dorados en el uniforme, la piel como un pergamino arrugado, los ojos anodinos tras unos anteojos, y la cruz de la Orden de san Procopio colgada del cuello flaco. Tal vez se recuerde que, durante algún tiempo, no pasaba un mes sin que su retrato apareciera en alguna de las revistas ilustradas de Europa. Servía a la monarquía encarcelando, exiliando o enviando a galeras a hombres y mujeres, jóvenes y viejos, con infatigable e idéntica diligencia. En su mística asimilación del principio de la autocracia, se empeñaba en extirpar del país cualquier vestigio de algo que pudiera parecerse a la libertad en las instituciones públicas; y en su implacable persecución de las nuevas generaciones parecía dispuesto a destruir hasta la propia esperanza de libertad.
Se dice de este detestado personaje que no tenía imaginación suficiente para adivinar el odio que inspiraba. Esto es difícilmente creíble, pero lo cierto es que tomaba muy pocas precauciones para garantizar su propia seguridad. En el preámbulo de un famoso documento nacional había declarado en cierta oportunidad que «la idea de libertad nunca ha existido en la Obra del Creador. De la opinión de las masas no cabe esperar sino revolución y desorden; y la revolución y el desorden en un mundo creado para la obediencia y la estabilidad son pecado. No es Razón sino Autoridad lo que expresa la Intención Divina. Dios es el Autócrata del Universo…». Pudiera ser que el hombre que formuló esta declaración creyera que el propio cielo estaba obligado a protegerlo en su implacable defensa de la Autocracia en la Tierra.
La vigilancia policial lo salvó sin duda en más de una ocasión, pero lo cierto es que cuando le llegó la hora, las autoridades competentes nada pudieron hacer por advertirle. No tenían noticia de ninguna conspiración en contra de la vida del ministro, no hubo indicios de ningún complot a través de sus canales de información habituales, no se detectaron pistas, no había constancia de movimientos sospechosos o de individuos peligrosos.
El señor de P… se dirigía a la estación en un trineo descubierto tirado por dos caballos, con lacayo y cochero en el pescante. Había nevado sin parar toda la noche, de manera que la calzada estaba ya obstruida a esa hora tan temprana del día y el trineo avanzaba con dificultad. La nieve seguía cayendo copiosamente. Pero alguien debía de estar esperando la llegada del trineo para identificarlo. Al arrimarse a la izquierda antes de tomar una curva, el lacayo vio a un campesino que caminaba despacio bajo la nieve, muy cerca del bordillo de la acera, con las manos en los bolsillos de una pelliza de cordero y los hombros pegados a las orejas. Al ser adelantado por el vehículo, el campesino se volvió rápidamente y movió un brazo. Al instante se oyó una terrible sacudida, una detonación amortiguada por la multitud de los copos de nieve; los caballos se desplomaron, muertos y reventados, y el cochero lanzó un grito penetrante y cayó del asiento mortalmente herido. El lacayo (que sobrevivió) no tuvo tiempo de verle la cara al hombre de la pelliza. Éste huyó tras lanzar la bomba, pero se supone que al ver que un montón de gente empezaba a surgir de todas partes bajo la nieve, y que todo el mundo corría hacia la escena de la explosión, debió de parecerle más seguro mezclarse entre el gentío.
En poquísimo tiempo una excitada multitud se había congregado en torno al trineo. El ministro-presidente, que salió ileso del vehículo a la densa capa de nieve, se apostó junto al quejumbroso cochero y se dirigió insistentemente a la multitud con voz apagada y débil: «Les ruego que se aparten. Por el amor de Dios, les ruego buenas gentes que se aparten».
Fue entonces cuando un joven alto que había permanecido todo ese tiempo inmóvil tras la entrada de carruajes dos casas más abajo, salió a la calle y echó a andar rápidamente para lanzar otra bomba por encima de las cabezas de la multitud. La bomba alcanzó al ministro-presidente en el hombro cuando se inclinaba sobre su agonizante criado, cayó entre los pies del mandatario y explotó con terrible violencia concentrada, fulminando en el sitio al señor de P…, rematando al criado herido y destruyendo prácticamente el trineo vacío en un abrir y cerrar de ojos. La multitud lanzó un grito de terror y corrió en todas direcciones, salvo los que habían muerto o resultaron heridos por encontrarse más cerca del ministro-presidente, y uno o dos que no cayeron hasta después de haber dado unos pasos.
Mientras que la primera explosión había reunido como por ensalmo a una muchedumbre, la segunda dejó la calle desierta en muchos cientos de metros en ambos sentidos. La gente miraba desde lejos, entre los copos de nieve, el pequeño montón de c*******s junto a los cuerpos de los dos caballos. Nadie se atrevió a acercarse hasta que una patrulla de cosacos llegó al galope, descabalgó y se dispuso a dar la vuelta a los cuerpos sin vida. Entre las víctimas inocentes de la segunda explosión que yacían sobre los adoquines, había un hombre vestido con una pelliza de campesino; pero su rostro había quedado irreconocible y no llevaba nada en los bolsillos de su pobre indumentaria, de ahí que fuera el único cuya identidad nunca pudo establecerse.
Ese día Razumov se levantó a la hora de costumbre, pasó la mañana en la Universidad, asistió a sus clases y trabajó un rato en la biblioteca. El primer rumor sobre el lanzamiento de la bomba lo oyó en la mesa de la cantina de estudiantes, donde solía comer a las dos. Era un rumor tejido con simples habladurías, y aquello era Rusia, donde no siempre es prudente, sobre todo para un estudiante, mostrar demasiado interés por cierta clase de murmuraciones. Viviendo en una época de inquietud política y espiritual, Razumov se aferraba por instinto a la vida normal, práctica y cotidiana. Era un hombre consciente de las tensiones emocionales de su tiempo, incluso reaccionaba vagamente a ellas; pero su principal preocupación era su trabajo, sus estudios y su propio futuro.
Oficial y realmente sin familia (pues la hija del arzobispo había muerto hacía mucho tiempo), ninguna influencia pudo modelar sus opiniones o sus sentimientos. Se encontraba tan solo en el mundo como un náufrago en el mar profundo. Su apellido era en sí mismo etiqueta de individualidad solitaria. No había en ninguna parte Razumovs a los que estuviera ligado. Su único parentesco era su condición de ruso. Cualquier fortuna que pudiese esperar de la vida le sería dada o le sería sustraída únicamente por este vínculo. Esta inmensa familia se veía inmersa en agónicas luchas internas, y Razumov procuraba mantenerse al margen de la crispación todo cuanto a un hombre de natural bondadoso le es dado apartarse de una violenta disputa familiar sin tomar partido definitivamente por nadie.
De vuelta a casa, pensaba Razumov que, habiendo preparado ya todas las asignaturas de los próximos exámenes, en lo sucesivo podría concentrarse en el concurso de redacción. Codiciaba la medalla de plata. Concedía este premio el Ministerio de Educación, y los nombres de los participantes eran sometidos a la aprobación del propio ministro. El mero hecho de intentarlo sería tenido por meritorio en las altas esferas, y el ganador del certamen podría optar a un buen puesto en la administración una vez terminados sus estudios. En un rapto de euforia, el estudiante Razumov olvidó los peligros que amenazaban la estabilidad de las instituciones que otorgaban premios y puestos en la administración. Mas al recordar al ganador del año anterior, Razumov, el joven sin origen, recuperó la sobriedad. Sucedió que estaba reunido con el afortunado y otros compañeros cuando éste recibió la noticia oficial de su éxito. Era un joven tranquilo y sencillo: «Perdonadme», dijo, con una sonrisa que denotaba una leve disculpa, «voy por un poco de vino. Aunque primero tendré que enviar un telegrama a casa. ¡Os aseguro que darán una fiesta para todos los vecinos a veinte kilómetros a la redonda!».
Razumov pensó entonces que él no contaba con nada semejante en el mundo. Su éxito a nadie le importaría; no albergaba sin embargo ningún resentimiento hacia su protector, el aristócrata, que no era un magnate provinciano como generalmente se suponía. Era en verdad ni más ni menos que el príncipe K…, antaño un personaje grande y espléndido, y hoy, pasados sus días de gloria, un Senador aquejado de gota que seguía llevando una vida magnífica aunque más familiar. Tenía varios hijos y una esposa tan aristocráticos y orgullosos como él.
Sólo una vez en la vida había tenido Razumov oportunidad de relacionarse personalmente con el Príncipe.
La ocasión tuvo el aire de un encuentro fortuito en el pequeño despacho del abogado. Cierto día que Razumov fue llamado a presentarse allí, se encontró con un desconocido, un personaje alto, de aspecto aristocrático, que lucía un opulento bigote sedoso y gris. El abogado, un hombre calvo, ladino y de corta estatura, le dijo:
—Pase… pase, señor Razumov —con una efusividad no exenta de ironía. A continuación, volviéndose con deferencia hacia el desconocido de magnífico aspecto, anunció—: Uno de mis pupilos, Excelencia. Uno de los estudiantes más prometedores de su facultad en la Universidad de San Petersburgo.
Con enorme sorpresa, Razumov vio que una mano blanca y bien modelada se tendía hacia él. La estrechó, presa de una gran confusión (era blanda y pasiva), al tiempo que oía un murmullo condescendiente del que sólo logró captar las palabras «satisfactorio» y «perseverar». Lo más asombroso fue no obstante la inconfundible presión de la mano blanca y bien modelada justo antes de retirar la suya, una presión muy ligera, como una señal secreta. Contenía una emoción terrible. Razumov sintió que el corazón le subía a la garganta. Cuando levantó la vista, el aristocrático personaje, apartando al abogado de corta estatura, ya había abierto la puerta y se disponía a salir.
El abogado estuvo un rato rebuscando entre los papeles de su escritorio.
—¿Sabes quién era? —le preguntó de repente.
Razumov, a quien aún le latía con fuerza el corazón, negó con la cabeza en silencio.
—Era el príncipe K… Te preguntarás qué podía estar haciendo en el cuchitril de un pobre picapleitos como yo, ¿verdad? Esta gente tan importante tiene sus curiosidades sentimentales, como cualquier pecador. Pero yo de ti, Kirylo Sidorovitch —continuó, esbozando una sonrisa lasciva y poniendo un énfasis peculiar en el patronímico—, no iría alardeando por ahí de esta presentación. No sería prudente, Kirylo Sidorovitch. ¡No lo sería! Lo cierto es que sería peligroso para tu futuro.
Las orejas de Razumov se encendieron como una llama; se le nubló la vista. «¡Ése hombre!», se dijo para sus adentros. «¡Él!».
Fue con este monosílabo como en lo sucesivo se acostumbró a referirse mentalmente al desconocido del bigote sedoso y gris. Y también a partir de ese día, cuando paseaba por los barrios más elegantes, reparaba con interés en los magníficos caballos y en los carruajes conducidos por los cocheros de librea del príncipe K… Una vez vio salir a la princesa —iba de compras— seguida de dos niñas, una de las cuales le sacaba una cabeza a la otra. El pelo rubio le caía suelto sobre los hombros, según el estilo inglés; tenían unos ojos muy vivarachos y llevaban abrigos, manguitos y gorritos de piel exactamente iguales; el frío les teñía las mejillas y la nariz de un rosa muy alegre. Cruzaron la calle por delante de él, y Razumov siguió su propio camino, sonriendo tímidamente para sí. «Sus» hijas. Se parecían a «Él». Sintió una cálida simpatía por aquellas niñas que jamás sabrían de su existencia. A su debido tiempo se casarían con generales o con kammerherrs y tendrían sus propios hijos e hijas, quienes tal vez llegaran a conocerlo como un viejo y celebrado profesor, condecorado, posiblemente consejero del Zar, una de las glorias de Rusia… ¡nada más!