Ely
Literalmente a segundos de ser las tres y media, el coche color champán de Jayden se detiene frente a la escuela, como era de esperar, Jayden nunca llega tarde.
—Dame un segundo—, le digo a Kevin.
—Claro—. El campeón de nuestro instituto y el chico más codiciado me dedica una sonrisa lenta y demasiado confiada mientras me levanto de la escalera, como si no tuviera ninguna duda de que volveré corriendo hacia él.
Abro la puerta del coche y me inclino hacia dentro. —Hola, Jayd... Papá—, me corrijo rápidamente. —Si te parece bien, mi amigo Kevin me va a llevar a casa.
Conozco a Jayden desde hace tanto tiempo que a veces olvido que a la gente le parece intimidante. Al verlo ahora, con su traje perfectamente entallado, recostado en el interior de cuero color crema de su coche y mirándome con el ceño fruncido, me acuerdo de repente. Levanta una ceja oscura y pesada, sin un atisbo de sonrisa en la cara, y se le tensa un músculo de la mandíbula. —No me parece bien.
—¿Qué? ¿Por qué no?
—Por varias razones, Ely. Porque he venido a recogerte, porque no tengo ni idea de quién es Kevin y porque tenemos que volver a casa. La trabajadora social estará allí en una hora.
De repente, realmente lo siento como mi padre otra vez. Volvemos a los viejos tiempos. Aprieto los dientes mientras intento tragarme mi exasperación.
Amo a mi padre, me recuerdo a mí misma. Vino a buscarme después de que mi madre me abandonara. Me cuida y me quiere. Quiere lo mejor para mí.
—Solo es un viaje a casa—, resoplo, intentando no poner los ojos en blanco. No veo qué diferencia hay entre que me lleve él o Kevin. De cualquier manera, es la misma distancia, y Jayden trabaja cerca de aquí de todos modos. No es como si hubiera salido de su camino.
Exhala un suspiro, frunciendo el ceño. —Salí temprano de la oficina para venir a buscarte, Ely. Dile a tu... amigo que lo verás en clase.
Está molesto, y me doy cuenta de que no voy a ganar esta discusión. No quiero pelear. Sigo estando muy agradecida a Jayden por haber estado a mi lado. Pero no puedo ocultar la irritación en mi voz.
—Ok—, refunfuño, girando sobre mis talones y dejando la puerta del coche abierta de par en par sólo porque sé que eso le irritará. Me acerco a las escaleras del instituto y recojo mi mochila.
Intento serenarme antes de hablar con Kevin, avergonzada de que pueda estar presenciando cómo me tratan como a una niña pequeña.
—Lo siento, Kevin—, digo despreocupadamente, mis mejillas se sonrojan. —Olvidé que tengo una cita a la que mi padre tiene que llevarme.
—No hay problema. Se encoge de hombros, dejando que sus ojos recorran mi cuerpo antes de volver a subirlos hasta los míos. —Nos vemos mañana.
Aprieto los labios mientras me vuelvo hacia el coche.
Kevin. Es el chico más guapo de mi instituto. Justo antes de que mi madre se marchara, Kevin y yo nos besamos en una fiesta y nos enviamos mensajes de texto durante un tiempo. No puedo culparlo por dejar que las charlas fueran menos frecuentes; me volví indisponible rápidamente en cuanto empecé a lidiar con el hecho de que básicamente no tenía comida ni dinero. Pero esperaba que pudiéramos reconectar. Su oferta de llevarme a casa hoy era mi oportunidad. Ahora que lo he rechazado, estoy segura de que renunciará a mí.
Me meto en el coche y cierro la puerta de un fuerte portazo. Sé que debería moderar mi dramatismo, pero no puedo evitar sentir que mi padrastro me ha bloqueado mi romance adolescente.
Se aparta del bordillo y sale del recinto escolar sin decir nada durante unos minutos.
—¿Quién es Kevin?—, pregunta por fin, girando a la izquierda con un suave movimiento de su cuidada mano alrededor del volante. Es raro fijarse en él, pero creo que tiene unas manos bonitas. Bien proporcionadas y de aspecto fuerte, con las uñas limpias y recortadas, y el reloj de plata gigante que siempre lleva en la muñeca.
No sé qué contestar y siento que me sube un rubor por las mejillas que espero que él no note. —Solo un amigo—, le digo en voz baja y poco convincente. Me mira y levanta una ceja, como si no se lo creyera. —Sólo alguien que yo...— Titubeo y sacudo la cabeza. —No lo sé, papá. Sólo un chico.
—Sólo un chico, ¿eh?— Fija sus ojos en la carretera. —¿Y cuánto tiempo ha sido Kevin... sólo un chico en tu vida?
Sí, ok. Ahora estoy oficialmente avergonzada.
—No es nada, de verdad—, digo rápidamente. Mi pie empieza a dar golpecitos nerviosos por sí solo. —Sólo... sólo nos besamos una vez, y ahora somos amigos.
Vuelvo la cara hacia la ventana, el calor se extiende por mis mejillas. ¿Por qué le estoy contando esto? ¿Que estuve besando a alguien? ¿Dónde están mis límites?
—¿Te besaste?— Parece sorprendido. Por un momento ninguno de los dos dice nada, y la incomodidad en el coche se calienta y se hace palpable. —Eso no es nada, cariño—, continúa finalmente. —Besar es, bueno, significa... algo.
—Dios mío, para, por favor—. Me encojo y me giro más hacia la ventana. Esto es demasiado incómodo. No puedo tener esta conversación con mi padre.
Por suerte para mí, no me presiona. Se ríe, probablemente porque tampoco quiere tener esta conversación, y dice: —Vale, de acuerdo.
Enciendo la radio y me pregunta por mi día, y cuando llegamos a casa y salimos del coche, me mira con curiosidad y dice: —Kevin, ¿eh?
Pongo los ojos en blanco. —Dios, para.
Pero él se ríe cariñosamente, me quita la mochila de la mano y me rodea con un brazo mientras me conduce hasta la puerta principal. Me reclino en su cuerpo y, de repente, me siento agradecida por haber pasado tiempo con él de camino a casa y no con Kevin. Puede que Kevin sea el chico más guapo, pero hay algo en Jayden que me hace tan feliz. Es tan cálido, fuerte y seguro. ¿Es raro que prefiera pasar tiempo con él que con chicos de mi edad? me pregunto distraídamente. Me abre la puerta y me guiña un ojo al entrar y me doy cuenta de que no me importa que sea "raro". Prefiero estar con Jayden que con cualquiera.
***
Jayden
—¿Diría usted que esto es característico de su mujer?—, me pregunta la trabajadora social, Ana, con el bolígrafo garabateando sobre la página mientras toma notas. Me mira. —¿Irse por capricho, quiero decir? ¿Es impulsiva?
Me muerdo la sonrisa ante su pregunta. ¿Molly es impulsiva? ¿Es verde la hierba? ¿Es caliente el fuego? Llamar impulsiva a esa mujer es un decir. Molly es egoísta, caótica y destructiva en la búsqueda inmediata de lo que se le antoja. Cierro los ojos un segundo, armándome de paciencia, y respondo: —Sí. Ya me ha pasado antes.
Ely, sentada a mi lado en el sofá, desliza su pequeña manita en la mía y yo la aprieto, pero la suelto. No creo que debamos sentarnos delante de una trabajadora social cogidos de la mano, pero sé que Ely intenta consolarme, como si fuera tarea de una niña consolar a su padre.
Ely tenía doce años la primera vez que ocurrió. Molly había ido a la fiesta de presentación de la película en la que se había estado besando y metido en drogas con el actor principal. Acabaron de viaje durante una semana, dándose un atracón de coca y sexo, hasta que su agente de relaciones públicas acabó con la fiesta y Molly volvió a casa con el rabo entre las piernas, suplicándome perdón.
Fue la misma historia cuando Ely tenía quince años.
A los dieciséis años, Molly no iba a ninguna parte, pero había decidido dejar de ocultar que la engañaba. Teníamos una relación abierta, me dijo. Me gustara o no.
Fue entonces cuando supe que no podía quedarme más, ni siquiera para proteger a Ely. Molly había cruzado demasiadas líneas como para que yo pretendiera que las cosas volvieran a ser como antes. Dejé que Molly se quedara con la casa para que Ely no tuviera que mudarse, y compré la nueva. No quería dejar a Ely con su madre, pero no había forma de ganarle la custodia a su progenitora biológica.
Pero ahora, sentado aquí con la trabajadora social, no puedo evitar culparme por no haberlo intentado con más ahínco. Nunca debería haber llegado a esto. Tener miedo de sobrepasar mis límites con Ely es lo que la llevó a ser abandonada. Vuelvo a encontrar la mano de Ely y la aprieto.
—Tú y tu padrastro están muy unidos—, dice Ana, dirigiéndose directamente a Ely. Ella baja los ojos hasta nuestras manos, y yo relajo mi agarre, aunque ella está sonriendo.
—Sí—, responde Ely. —Me siento muy segura con él.
El comentario me toma por sorpresa, pero me alegra. Sé que nunca podré ser realmente el padre de Ely, pero lo único que siempre he querido es hacerla sentir segura.
—Vale, bien—. Ana cierra su cuaderno y lo mete en el gran bolso, poniéndose de pie. —Tienes mi número—. Me mira. —Si tiene noticias de la Sra. Molly en los próximos días, por favor llámeme. De lo contrario, estoy feliz de saber que Ely tiene un lugar seguro donde estar, y esta es nuestra despedida, ya que alguien va a cumplir dieciocho años pronto.— Le sonríe a Ely, que le devuelve la sonrisa.
Dieciocho años. Técnicamente una adulta. Tal vez eso es lo que Molly estaba pensando cuando se fue. Que Ely era lo suficientemente mayor. Que se habían acercado lo suficiente a la línea de meta como para que Ely pudiera arreglárselas sola a partir de ahí.
Le doy la mano a la trabajadora social y la acompaño hasta la puerta, sintiendo una oleada de protección hacia mi hijastra. Quiero que Ana se vaya para poder estar a solas con Ely, para poder estrecharla entre mis brazos y no soltarla nunca.
Dieciocho no es edad suficiente. Pero, de nuevo, nunca abandonaría a Ely a ninguna edad.
***
Al día siguiente, paso la mañana ocupándome de asuntos personales. Llamo a mi abogado, Philip, y le digo que quiero poner en venta la antigua casa y desahuciar a los inquilinos. Le pido que llame a mi gestor de patrimonio para que suspenda los pagos mensuales a Molly. Para cuando Ely tiene que levantarse para ir a clases, ya he cortado los generosos ingresos que Molly ha estado disfrutando a mi costa.
Lleva más de cinco semanas desaparecida, pero ahora espero tener noticias suyas pronto.
Ayer vino la asistenta, la mucama, así que bajo a la lavandería, donde suele dejar colgadas mis camisas después de plancharlas. Encima de la secadora, encuentro una pila doblada de ropa de Ely, con la que Grace no debe haber sabido qué hacer. Ni siquiera sabe que tengo una hija, y echando un vistazo a la ropa del montón estoy segura de que se está preguntando quién es la nueva "mujer de mi vida"
En lo alto de la pequeña pila de camisas y pantalones doblados hay una pila ordenada de pequeños triángulos de seda. Al levantar uno, me sorprendo al darme cuenta de que tengo en la mano las bragas de Molly, una tanga roja de encaje de la que tengo suficientes recuerdos. Levanto otros dos pares, ambos de Molly, ambos finos e inapropiados para una adolescente, y antes de darme cuenta estoy revolviendo el montón de ropa doblada en busca de alguna prueba de que Ely tenga sus propias bragas.
Esto es un error, pienso finalmente, cuando no encuentro nada. Ha cogido la ropa de su madre en vez de la suya. Pero incluso mientras lo pienso, sé que no puede ser verdad. Yo mismo la vi hacer la maleta.
Me meto las bragas en el bolsillo, cojo una camisa planchada y vuelvo arriba. No quiero que Ely lleve la lencería indecente de su madre. Es inapropiada... pero, lo peor de todo, es que me provoca un pequeño dolor en la entrepierna al imaginarme sus jóvenes y firmes nalgas con las mismas bragas que una vez aparté y con las que me follé a su madre.
Primero voy a mi dormitorio y guardo las bragas en un rincón del cajón de los calcetines, para ocuparme de ellas más tarde, y luego me dirijo a la habitación de Ely para despertarla, intentando despejar mi cabeza de pensamientos inapropiados.
Llamo a la puerta antes de empujarla para abrirla, pero sé que el sonido quedará amortiguado por la pesada madera de las puertas, diseñadas a medida por el arquitecto original de la casa. Cuando entro en la oscura habitación, Ely está profundamente dormida. Abro las gruesas cortinas y ella protesta adorablemente cuando la luz del sol entra a raudales en la habitación, metiéndose bajo las sábanas.
Me acerco a su cómoda, abro el primer cajón y rebusco en él. A un lado hay varios pares de calcetines hechos bolas. Al otro, varios pares más de bragas de Molly.
¿Pero que...?
—Cariño, ¿dónde están tu ropa interior?
—¿Qué?—, gime quejumbrosa.
—Tu ropa interior. ¿Llevas los de tu madre?
Se pone las sábanas hasta la barbilla y me mira entrecerrando los ojos. —¿Por qué miras mi ropa interior?
—Los vi en el lavadero. ¿Dónde está la tuya?
Se encoge de hombros. —Esos son míos. Molly tiró los viejos y me dio estos—. Parpadeo. No tiene ningún sentido, pero es perfectamente algo de Molly.
—Dijo que eran más grandes y que de todos modos se iba a comprar unos nuevos.
La tensión me tira de los hombros y la mandíbula. Todo esto es una mierda, pero si hablo temo decir algo de lo que me arrepienta. Cierro el cajón sin más comentarios y consigo decir: —Levántate y vístete, y luego baja a desayunar.
Luego aprieto los dientes y salgo de la habitación, conteniendo la confusa oleada de ira y repentina excitación que me invade.
***
Esa misma semana, decido trabajar desde casa para ocuparme de algunas cosas. Desde que llegó Ely trabajo más desde el hogar: todos los días salgo de la oficina poco después de las tres para recogerla y luego trabajo en mi despacho hasta las nueve o las diez de la noche, después de cenar. Pero hoy quiero reservar algo de tiempo para asegurarme de que Ely tiene todo lo que necesita para sentirse a gusto.
Llevo a Ely a la escuela y luego vuelvo a casa, comprando más comida por el camino. Cuando vuelvo, respondo a unos cuantos correos electrónicos y luego subo a la habitación de Ely, reviso sus armarios y cajones y hago una lista de las cosas que necesita. Por lo que parece, Molly no le ha comprado nada a Ely en un año y lo necesita todo nuevo.
Abro el cajón de la ropa interior y miro con desdén los tres o cuatro pares de tangas de Molly que Ely aún tiene ahí. Sólo Molly daría prioridad a comprar bragas nuevas para ella antes que a lo que su hija necesitara, por no decir que le parecería normal regalar bragas usadas a su hija adolescente. Levanto un par con el dedo índice, una seda de color morado intenso, en realidad solo un retazo de tela, con un anhelo prohibido.
No debería excitarme recordar el culo de mi mujer con este trozo de seda. Tampoco debería excitarme pensar en su hija usándolo. Pero lo hago, me excita.
Permanezco allí un rato, lidiando con mis complejos sentimientos y mirando, hipnotizado, la suave tela. La seda en sí es erótica. Imagino que acaricia la piel de Molly y Ely, que se desliza suavemente entre las piernas, con un rose que va y viene con cada paso y cada acción, un rose delicado que acaricia la v****a de la madre o de la hija cuando fueron usados.
Se me ocurre una idea prohibida, una idea terrible, e intento disuadirme sin éxito. Una vez que se apodera de mí, no puedo soltarla.
Al final, con culpa y expectación a partes iguales, me bajo la cremallera y los calzoncillos, y me tumbo de espaldas en la cama de Ely. Estoy empalmado -con el pene tan obscenamente duro y parado- y rodeo la suave seda de las bragas moradas alrededor de mi pene y luego uso la mano para acariciar hacia arriba y hacia abajo, la tela tan lisa y suave que es casi como una boca.
No debería estar haciendo esto. No en la habitación de Ely. Pero se siente tan bien acariciarme la polla con las bragas de su madre, moviendo la seda sobre la cabeza, apretando mi pene más fuerte y moviéndome más rápido hasta que estoy gimiendo de placer.
Cuando eyaculo, me pongo las bragas alrededor de la cabeza de la polla y me corro en ellas como si fuera una boca sumisa y dispuesta, jadeando en la cama de mi pequeña.
Cuando se me pasa el éxtasis, me da vergüenza.
La compra de nueva ropa interior para Ely es una prioridad.
***
—¿Tiene ropa interior de algodón liso?
La cajera, excesivamente maquillada, con el pelo largo y liso y las uñas igual de largas, me mira sin comprender. —¿Cómo, para mujeres?
—Sí, para mujeres—. Es una tienda de lencería femenina, pero de repente me doy cuenta de que cree que estoy comprando para mí. —Son para mi hija—, añado.
Me arrepiento de las palabras en cuanto salen de mi boca. La cajera me mira con curiosidad, pero yo arqueo una ceja de una forma que he aprendido que suele salirme bien.
—Tal vez en la parte de atrás. Con los albornoces y los pijamas—. Pasa de mí y mira a la siguiente clienta, pero capto otra mirada furtiva en mi dirección cuando me vuelvo hacia el fondo de la tienda.
Tengo que vigilar el lenguaje que utilizo con Ely. ¿Qué clase de hombre compra bragas en una tienda como esta para su hija?
Pero, ¿es mi hija? Así lo sentí durante años cuando estaba con su madre. Pero ahora Ely me parece una persona diferente.
...Una a la que no puedo quitarle los ojos de encima.
Encuentro una pequeña sección de ropa interior delicada y me fijo en una fila de modestas bragas de algodón blanco, cogiendo un par para examinarlas.
...Y una cuyas bragas parecen preocuparme.
Son perfectas. Cojo varios pares y los llevo a la caja, donde la mujer los pasa sin hacer comentarios, y cuando vuelvo a casa cambio todas las bragas del cajón de Ely por las nuevas.
Me decepciona llegar a la escuela esa tarde y ver a Kevin y Ely de pie, uno junto al otro, en el césped, cerca de la acera. Kevin está inclinado hacia ella, hablando intensamente, con una mano en su hombro. Toco el claxon, haciendo que Ely dé un respingo de sorpresa, y ella me mira a mí y luego a él, diciendo algo que le hace soltar la mano.
Sube al coche, deja la mochila en el suelo entre los pies y lo primero que veo son sus jóvenes muslos largos y tersos, desnudos porque lleva la falda demasiado alta. Si se hubiera agachado así en la escuela, cualquiera habría podido ver las bragas de encaje que sé que lleva debajo.
—Hola, papá—, me saluda.
—Hola, cariño—, le digo con firmeza, tratando de ocultar la tensión que siento al ver sus piernas. Me froto una ceja con el dedo mientras debato si debo decir algo. Puedo ver la carne suave y tierna de la parte interior de sus muslos encharcándose en el asiento; cómo la piel allí es ligeramente más pálida que en la parte delantera de sus muslos. —¿Le ha pasado algo hoy a tu falda?—. pregunto finalmente.
—¿Qué? Ella mira su regazo y rápidamente se da cuenta de lo que estoy hablando. —Oh—. Exhala una risa culpable mientras se baja la falda de cuadros hasta que le llega a las rodillas.
Arranco el coche, negándome a igualar la sonrisa de Ely. No quiero discutir, pero me molesta que Ely sea tan ingenua sobre su propio poder s****l y sobre el efecto que puede tener en los chicos de la escuela (y en los profesores) con sus muslos y su abdomen al descubierto.
Los chicos crecen, lo sé. Yo mismo tuve dieciocho años una vez, pero eso es parte de lo que me preocupa. Yo era como Kevin: el chico más alto de mi clase, atlético y considerado guapo, y utilizaba mis dones inmerecidos para conseguir lo único que quería de las chicas que se me echaban encima. Follaba sin conciencia, presumía de mis conquistas y me negaba a "atarme" a una sola persona. No sabía nada del amor más allá del sexo. No conocía el placer de cuidar a alguien, de nutrir, lo mucho que cambia todo aportar ese elemento de reverencia a una relación. Yo sólo estaba caliente todo el tiempo.
No quiero que Ely termine involucrándose con alguien así, alguien como yo. Es demasiado pura, demasiado inocente, y quiero que siga siéndolo. Mi niña pequeña para siempre.
Cuando llegamos a casa, insisto en que Ely se siente en la mesa del comedor y empiece a hacer los deberes, un hábito que estoy intentando reinstaurar. En muchos sentidos, el año que pasó fuera de casa con Molly la ha rusticado; es como un animal que se ha escapado y se ha vuelto salvaje. Tengo que volver a enseñarle sus viejos buenos hábitos.
Me siento frente a ella, donde mi portátil ya está abierto sobre la mesa, y me tomo un momento para observarla. Está completamente despreocupada, con la cabeza inclinada sobre su trabajo mientras garabatea notas en una página. Se muerde el labio inferior, con dos dientes blancos clavados en la carne hinchada del labio, y el pelo -recogido pero suelto- le cae a los lados de la cara. El pelo rojo brillante de su madre. Una pequeña Molly, pero que es dulce, y no está hastiada.
Cuando termina su trabajo, cierro también mi portátil. —¿Espaguetis para cenar?— le pregunto, y ella asiente feliz. Casi había olvidado el placer que es cocinar para ella, que prepararle la cena noche tras noche siempre ha sido una de mis mayores alegrías. Sube las escaleras hasta su dormitorio para cambiarse y me gustaría poder pedirle que no lo haga. Su uniforme escolar me recuerda tanto a la niña que sigue siendo por dentro. En particular, no puedo apartar la vista de sus calcetines blancos mientras sube las escaleras. Son tan perfectamente inocentes, ocultando virtuosamente sus piernas hasta la rodilla, sus muslos desnudos sólo insinuados bajo la áspera falda de cuadros.
Después de cenar, me apunto en la cabeza visitar la página web de uniformes escolares y comprar uno o dos nuevos.
Estoy en la cocina poniendo la salsa a hervir cuando Ely baja con cara de perplejidad.
—¿Te has deshecho de mi ropa interior?—, pregunta.
Tapo la sartén, dejo la cuchara de madera en un plato y me vuelvo hacia ella. Se ha puesto una camiseta y unos leggings, el pelo peinado y suelto por detrás, y parece más una adolescente típica y menos una niña que con su coleta y sus calcetines hasta la rodilla.
—Sí. Necesitas muchas cosas nuevas, Ely. Esta noche también voy a pedirte un uniforme nuevo.
No me está acusando de nada, sólo confundida. —¿Pero dónde está la ropa interior vieja?
—Los he guardado—, respondo, sin decir dónde. —No quiero que lleves vieja ropa interior de tu madre de tu madre, y además son demasiado... sexys para una chica de tu edad. Necesitas ropa interior nueva y limpia que te pertenezca sólo a ti.
—¡Papá!—, se ríe. —¡Tengo dieciocho años! ¿No crees que estas son un poco, no se, como de niña?—. Me enseña un par, colgado del dedo índice. Son de algodón blanco salpicado de diminutas flores de colores y un lazo rosa en miniatura en la parte delantera de la cintura.
—Tienes diecisiete años—, respondo enfáticamente. —Y no—. Frunzo el ceño, pero sé que puede ver la diversión en mis ojos. —Es ropa interior de verdad. De todos modos, ¿hay alguien mirando tu ropa interior como para que importe tanto?
Mi comentario da en el blanco, haciendo que se sonroje. —¡No!—, protesta. —Claro que no. No es eso. Es que las chicas de mi edad llevan, ya sabes, Victoria's Secret y esas cosas.
—Bueno, tú no. No soy tu madre, no seré tan permisivo contigo y no quiero que lleves bragas sexys a clases. Ahora ve a guardar eso y lávate las manos. La cena estará lista en un minuto.
Sale de la cocina con un resoplido exagerado y yo cuelo los espaguetis, consciente de un ligero calor arremolinándose en mi entrepierna por la imágenes mentales de la conversación.
Que Ely quiera parecer sexy no es nuevo. Se subía la falda del colegio antes de que Molly y yo nos separáramos, y ha tenido un interés precoz por los chicos desde que tengo uso de razón. Pero no creo que Ely se da cuenta de que las cosas son diferentes ahora. Ya no es una niña torpe tratando de parecer adulta, ha crecido.
Tiene un atractivo s****l innegable, es puro pecado con piernas. El tipo de tentación andante por la que los hombres harían cosas peligrosas. Labios carnosos y besables, pechos turgentes, cada centímetro de su cuerpo es una promesa erótica. No puedo desactivar los genes que la convirtieron en una adolescente sexy. Todo lo que puedo hacer es intentar mantenerla a salvo y proteger su inocencia infantil.
Incluso si, por alguna razón, eso es lo que encuentro más peligrosamente tentador y deseable de todo de todo.