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Mi papi, mi amante

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Esta historia toca de manera explicita la relación tabú con diferencia de edad y roles padre hija, con escenas eróticas y picantes de sexo grafico prohibido.

Abandonada por su madre, Ely es acogida por su antiguo padrastro, la única figura paternal que a tenido en su vida.

Pero su padrastro tendrá que lidiar con las tentaciones con vivir con su nueva hija adolescente, que podría llevarlos a tener una relación tabú.

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Capitulo 1
ESTA HISTORIA TOCA DE MANERA EXPLICITA LA RELACION TABU CON FIFERENCIA DE EDAD Y ROLES PADRE HIJA, CON ESCENAS EROTICAS Y PICANTES DE SEXO EXPLICITO, GRAFICO Y PROHIBIDO. *** Ely —El ya está aquí—, me dice la trabajadora social con la misma sonrisita de compasión que lleva dedicándome todo el día. Probablemente piensa que así es más simpática. A mí me parece falsa. Es la misma sonrisa que todo el mundo me ha dedicado: gente desconocida que intenta parecer compasiva, pero que en realidad sólo hacen su trabajo. Supongo que ya lo han visto todo antes. Se escabulle por la puerta, dejándola abierta, y me vuelvo hacia la policía que está a mi lado. Me dedica la misma sonrisa que la trabajadora social e inclina la cabeza. —Estoy segura de que te alegrarás mucho de ver a tu papá. Gracias por tu ayuda, cariño. Camino por el pasillo de mala calidad, con las zapatillas de correr pisando la moqueta manchada y demasiado blanda, y entro en el salón, donde me espera la asistente social. Una figura grande y oscura llena la puerta. Jayden. Ha pasado un año desde que vi a mi padrastro -un año jodidamente largo y difícil- y el calor me sube a la cara cuando me acerco a él, amenazante de lágrimas. No me mira como la trabajadora social o el policía. Tiene la mandíbula apretada, la mirada fija, pero hay una intensidad en sus ojos que me dice exactamente cómo se siente: aliviado, preocupado, emocionado. Hemos mantenido el contacto desde que él y mi madre se separaron. Jayden nunca dejó de preguntarme, siempre preocupado por cómo iban las cosas con Molly. Pero él no sabía ni la mitad. Y ahora está a punto de embarcarse en una rápida curva de aprendizaje. Me lanzo a abrazarle sin decir nada y él me rodea con sus enormes y fuertes brazos, atrayéndome con fuerza. Necesito todo lo que hay en mí para no echarme a llorar. Su chaqueta de traje bien hecha está pulida y rígida contra mi mejilla, tan distinta de todo lo que hay en este lugar, donde hasta las paredes parecen caerse y combarse. El sólido plano de su pecho es inimaginablemente tranquilizador. ¡Y su olor! Había olvidado lo cálido, limpio y reconfortante que es. Respiro hondo y dejo que mi cuerpo se funda con el suyo, disfrutando de la sensación de seguridad y protección entre sus brazos. Es el primer respiro de la ansiedad constante que he tenido en meses. —Hola, cariño—, murmura en mi pelo. —Hola, Jayden—. No me importa que la trabajadora social nos esté mirando. No me atrevo a soltarle. Jayden se ríe y todo su cuerpo vibra contra el mío. —Solías llamarme papá—, me dice cariñosamente. Suspiro y lo rodeo con más fuerza. Es verdad, solía llamarle papá. Molly había insistido en ello, hasta que rompieron y de repente tuve que llamarle Jayden. Al principio me costaba tanto llamarle por su nombre que me sorprende darme cuenta ahora de que por fin he perdido la costumbre. Sorprendida y decepcionada. Jayden es mi padre en casi todos los sentidos imaginables. Siento como una traición que haya dejado de llamarle así. Nos separamos y él estrecha la mano de la asistente social y firma un formulario de autorización. Por la forma en que ella lo mira, me doy cuenta de que está desconcertada por su aspecto, quizá por su altura y su anchura, o por la hendidura de su barbilla; sé que las mujeres se vuelven locas por todas esas cosas. Tiene los ojos muy abiertos y se sonroja cuando repite lo que le ha dicho por teléfono, parpadeando mientras intenta mantener la concentración: Mi profesor vino a verme porque hacía varias semanas que no iba a la escuela y luego hizo unas llamadas; no tengo ni idea de dónde está mi madre; Jayden tendrá que llevarme a su casa; ella vendrá a verme mañana. Asiente gravemente con la cabeza, con la mandíbula tensa y expresión seria. No parece darse cuenta del modo en que ella traga saliva cuando dice que se pasará por casa, ni del modo en que se pasa el pelo por detrás de la oreja. Entonces la policía sale de la habitación de mi madre y le da su tarjeta, pidiéndole que le llame si se entera de algo y prometiéndole que se pondrá en contacto con él. Cuando ambos se marchan, Jayden toma mis pequeños hombros entre sus grandes manos y me mira con el ceño fruncido. —¿Estás bien?—, me pregunta. Claro. Estoy bien. Mi madre se fue hace cinco semanas y acaban de cortar la luz. No podría estar mejor. Asiento sin decir nada y me sigue a mi habitación para que haga la maleta. Cuando entramos en la sucia habitación que hay junto a la cocina, me doy cuenta de lo que debe de parecerle este piso. Lo veo a través de sus ojos. Las paredes rosas desgastadas, la puerta del armario colgando de sus goznes, la cama individual desgastada. No dice nada, pero veo que sus ojos lo escrutan todo. Esto es una mierda. No es el tipo de alojamiento al que Jayden está acostumbrado. Se apoya en el marco de la puerta mientras cojo puñados de ropa de la cómoda de segunda mano. —¿Por qué vives aquí?—, me pregunta con su voz grave. Meto lo que me queda de ropa en la bolsa y la cierro. Es la pregunta que desearía no responder, la razón por la que no le llamé cuando empecé a preguntarme cuánto tiempo podría hacer durar la comida enlatada. Me avergonzaba que se enterara de que estábamos aquí, me avergonzaba el comportamiento de mi madre, sus trucos. Cojo el osito blanco de peluche que tengo en la cama, Teddy, y Jayden sonríe suavemente. Me regaló a Teddy cuando empezó a salir con mi madre, y desde entonces duermo con él. —Molly alquiló el lugar—, admito. —¿Qué?— Frunce el ceño. —¿Cómo que lo ha alquilado? —Lo ha alquilado—, repito, e intento levantar la bolsa del suelo. Es demasiado pesada para mí y la dejo caer con un ruido sordo. —¿Podemos... podemos hablar de esto más tarde? Parpadea, volviendo al tema que nos ocupa, y se retira de la pared. —Por supuesto, cariño. Se agacha y agarra las asas de mi bolso, balanceándolo sobre un poderoso hombro con facilidad. —Lo siento. Vamos a llevarte a casa. A casa. Nunca he estado en la nueva casa de Jayden, la que compró después de que mi madre y él rompieran, porque Molly no quería que siguiéramos en contacto. —¡Déjalo en el pasado, que es donde debe estar!—, me dijo con despreocupación, como si yo pudiera olvidarme de la única persona que había sido un verdadero padre para mí. Jayden, que había sido mi padre desde que tenía siete años. La antigua casa, la que nos había dejado a Molly y a mí tras la ruptura, y que ella había alquilado, era una preciosa casa de tres plantas con piscina. Esta nueva casa, más alejada del centro, en su barrio más caro, es aún más impresionante. Elegante, moderna e imponente, es exactamente el estilo adecuado para mi padrastro arquitecto, con su gusto caro y su exigente atención al detalle. Mis zapatillas chirrían en el reluciente suelo n***o mientras le sigo a través de la enorme puerta doble de entrada, recorro el vestíbulo y entro en el cavernoso espacio abierto de la zona principal, todavía con Teddy en la mano como si tuviera siete años. La pared del fondo es totalmente de cristal, ocupa toda la altura de la casa y da a un barranco de altos pinos. La luz natural ilumina el mobiliario austero y moderno y la cocina de aspecto futurista. Está magníficamente decorado, impecablemente diseñado y perfectamente "Jayden". Jayden siempre ha tenido dinero. Sin duda, eso es lo que atrajo a Molly de él en primer lugar, tanto como su impresionante atractivo. Alto y poderoso, con el pelo espeso y ondulado, ojos castaños oscuros y esa hendidura justo en el centro de la barbilla, sé que mi madre estuvo orgullosa de ir de su brazo en algún momento. Mirándole ahora, sigo sin imaginarme por qué ella quiso estar con esos otros hombres. A sus cuarenta años, Jayden es excepcionalmente guapo, incluso para mis ojos de diecisiete. Las mujeres siempre se volvieron locas por él, pienso al recordar hoy a la trabajadora social, y durante un extraño y jodido segundo, mi mente lo imagina brevemente en un abrazo desnudo: cómo sería mirando profundamente a los ojos de una mujer. Cuánto más suave e intensa sería su mirada. Qué poderosos serían sus hombros y sus brazos. Me invade la vergüenza y miro al suelo pulido, ahuyentando el pensamiento. ¿Qué me pasa? —Te acompaño a tu habitación—, me dice Jayden, que sigue llevando mi bolso al hombro sin esfuerzo, y le sigo por una escalera circular de metal que conduce a un altillo del segundo piso desde el que se ve el salón y las vistas a través de las ventanas. Sólo se ven las copas de enormes pinos centenarios y, más allá, el océano. Tres grandes puertas de madera dan a la barandilla y, en el otro extremo, hay una zona abierta con un escritorio. Jayden indica cada una de ellas. —Habitación de invitados, tu habitación, mi habitación, despacho. Me encanta que ya la llame mi habitación. Todas las puertas tienen al menos dos metros y medio de altura. Abre la segunda y me hace señas para que entre en una habitación espaciosa, de aspecto industrial, casi del tamaño de todo el apartamento en el que he estado viviendo con Molly. Tiene el suelo de cemento pulido, una claraboya y un pequeño aseo con lavabo e inodoro. En un rincón hay varios árboles en macetas, absorbiendo la luz de arriba. Hay una gran cama vestida con sábanas blancas contra la pared y un banco de lectura acolchado bajo la ventana. Es una habitación increíble, mejor incluso que la de mi antigua casa, y resplandezco de felicidad cuando deja mi bolsa en el suelo y me pasa una mano por el pelo. —Acomódate—, me dice, con sus ojos oscuros arrugados de calidez. —Y yo empezaré la cena. Cuando cierra la puerta tras de mí, inhalo profundamente, aspirando la energía apacible de la casa de mi padrastro. No huele a nada parecido al apartamento, con sus olores a moho húmedo y el olor constante de la cocina del vecino. Huele fresco y limpio, como el propio Jayden, y ligeramente a salvia. Es el lugar más bonito en el que he estado desde la última vez que vi a Jayden. Desde la última vez que estuve en casa. Me siento en la cama y aprieto a Teddy contra mí, acercando la nariz a la cabeza del osito e inhalando su familiar aroma. Molly intentó por todos los medios que me desprendiera del peluche, llegando incluso a tirarlo una vez a la basura de la cocina. Pero yo siempre lo encontraba y lo recuperaba. Me niego a renunciar a él, por muy infantil que sea. Teddy fue la primera pieza de Jayden que pude agarrar y a la que me aferré, e incluso ahora me recuerda tan reconfortantemente a cuando era una niñita al cuidado de Jayden. Siempre me hizo sentir segura, siempre estuvo ahí para mí. Incluso ahora, después de que mi madre nos dejara a los dos. Irónicamente, el único progenitor con el que no estoy emparentado biológicamente es con el que tengo un vínculo más profundo. Debería haberle llamado hace mucho tiempo, creo. Podría haber estado en casa todo este tiempo. *** Jayden Uno por uno, dejo caer los camarones en la sartén, cada uno de los cuales hace que la mantequilla caliente escupa y silbe. Entonces levanto mi copa fría y bebo un sorbo, observando cómo se chamuscan las camarones con satisfacción. El drama caliente y cinético de la sartén refleja el tumulto de mis sentimientos. Sentimientos que necesito mantener cuidadosamente controlados cerca de Ely. Es la vieja canción y el baile de la paternidad. Me acostumbré demasiado a esto en mis siete años con Molly. Hacía una locura, algo impulsivo y egoísta, y yo reprimía todos mis sentimientos y actuaba como si todo fuera bien por el bien de Ely, para protegerla del caos de su madre. Para protegerla de la aterradora intensidad de las emociones adultas: el miedo, el dolor y la ira. Me enfurezco por dentro ante la negligencia de Molly, me quemo como los camarones a la sartén, pero por fuera estoy tan fresco como mi copa de vino. Levanto la botella y lleno la copa. Cuando la cena está lista, llamo a Ely por las escaleras y me pongo a emplatar. Me reconforta oír el sonido de sus pies bajando las escaleras, su forma de andar aún me resulta familiar. Pero cuando llevo los platos a la mesa, casi tropiezo con mis propios pies al ver su espalda. Por medio segundo, creo que es Molly. Tiene exactamente el pelo de Molly. El orgullo y la alegría de Molly era su pelo grueso, rizado y rojo brillante que siempre llevaba largo. Ely ha crecido en el año que ha pasado desde que la vi. Tiene los hombros rectos y delgados de su madre, y sus brazos delgados. Me sobresalta brevemente la imagen de Molly en la mesa, y casi puedo imaginarme, por un segundo, que mi mujer ha vuelto conmigo. Sirvo la pasta, me sirvo otra copa, sonrío a mi hijastra y le digo que coma. Es tan parecida a Molly, es asombroso. Molly es una belleza excepcional, y en el último año, Ely se ha convertido en su viva imagen. Su rostro es más anguloso y está demasiado delgada, pero su cuerpo se ha rellenado. Cintura diminuta, brazos delgados, pechos turgentes: está claro que ha heredado las proporciones impías de su madre. Pero... levantando los ojos hacia su cara, no puedo negar que es aún más guapa de lo que nunca fue Molly. Su boca está más rellena. Sus ojos, del mismo tono claro hielo, son más anchos e inocentes. Es joven, impoluta... mi pequeña, mi dulce niña, aunque esté en la cúspide de la feminidad. Bebo un sorbo de vino y giro el reloj de mi muñeca mientras Ely se sirve la comida. Estoy demasiado nervioso para comer y la observo con amarga preocupación. Está claramente hambrienta. Me pregunto cuánto hace que no come en condiciones, cuál fue su última comida. Y con no menos conmoción y horror que el que sentí esta mañana cuando me enteré, me pregunto una vez más cómo pudo Molly abandonar a su propia hija. —¿Qué dijo tu madre antes de irse?— Pregunto finalmente, sin sentido. Sea cual sea el motivo, ya sé que no será bueno. Pero no puedo dejar de preguntar, de preguntarme qué excusa habrá puesto Molly. —Dijo que se iba a Europa a pasar el fin de semana con su nuevo novio. Me ha mandado un par de mensajes, pero no contesta a mis llamadas. Hace un par de semanas me dijo que iba a quedarse un tiempo más. Inhalo y levanto mi copa de vino. —¿Y el dinero? ¿Te dejó algo? Se ríe un poco amargamente, creo. —No. Y no contestó a ningún mensaje sobre eso. Así que sí... no. Mi mano se tensa alrededor de la copa, blanqueándome los nudillos, e inhalo de nuevo: una respiración profunda y tranquila para relajar los dedos y no romper el delicado cristal. —Deberías haberme llamado. Sabes que siempre puedes llamarme. —Lo sé. Se queda mirando su plato. —No quería tener que decirte que había alquilado la casa. No dejaba de pensar que si podía aguantar un día más... —Volvería a casa—. Asiento con la cabeza. Sé exactamente lo que se siente. —Espero que sepas que nunca tienes que ocultarme nada. Siempre acudiré en tu ayuda, pase lo que pase. Levanta entonces unos ojos azules brillantes hacia mí, con una expresión esperanzada y despreocupada en el rostro. Es tan fácil de complacer. Tan rápida para ser tranquilizada. —Sí, papá. Debería haber llamado. Fue una tontería no hacerlo. No paraba de decirme... que se había acabado, ¿sabes? Que tenía que olvidarme de ti. Y que no podías enterarte de lo de la casa, pasara lo que pasara. La casa. Hago una adición mental a la lista de cosas de las que tengo que ocuparme mañana: averiguar quién vive en mi puta casa. También tengo que cancelar las transferencias electrónicas mensuales que hice para ayudar a Molly con los cuidados de Ely. Está claro que ese dinero no se está utilizando como estaba previsto. Pero hay mucho tiempo para preocuparse por los detalles horripilantes mañana. Esta noche se trata de ayudar a Ely a establecerse aquí, y hacerla sentir segura de nuevo. Cinco semanas sola, cuando todavía es básicamente una menor de edad. Me hierve la sangre. Tomo un sorbo de vino y le acaricio la mano. —Me alegro mucho de que estés aquí, cariño. Y me voy a encargar de absolutamente todo. No hay nada de lo que tengas que preocuparte. Por la mañana, entro en la habitación de Ely y me siento en el borde de su cama, como solía despertarla en los viejos tiempos. Le quito los rizos rojos de la frente y contemplo con ternura su rostro suave y perfecto, inmóvil en el reposo. Al tocarla, sus párpados se agitan ligeramente y luego se quedan quietos, con sus largas y espesas pestañas descansando sobre sus mejillas. Casi no puedo creer que sea Ely, esta pequeña criatura que se parece tanto a mi mujer y tanto a mi hija y, sin embargo, no es ninguna de las dos. Ha cambiado tanto en el último año. Tiene las mismas cejas, los mismos pómulos y la misma boca, pero su cara parece más definida, como si el último año hubiera cincelado parte de la redondez rellenita que tenía de niña. Levanto una mano hacia su cara, le acaricio la línea de la mandíbula y le paso el pulgar por la barbilla, rozando apenas la hinchazón del labio inferior. Ahora es una auténtica adolescente, incluso más que la última vez que la vi, cuando tenía dieciséis años. Por aquel entonces, era madrugadora y compartíamos un desayuno tranquilo mientras Molly dormía toda la mañana. —Despierta, cariño—, murmuro. Me gustaría poder darle el día libre para que se adapte, pero ya ha faltado tres semanas a clase y anoche pasé una hora al teléfono con su asistente social y el director del escuela. Tenían muy claro que la prioridad número uno de Ely es volver a la escuela. —¿Qué hora es?—, gime. Me inclino hacia delante para besarla en la frente, antes de levantarme y correr las cortinas, dejando entrar la brillante luz de la mañana en la habitación. —Hora de levantarse. Voy a empezar el desayuno. Una hora más tarde, Ely está sentada en la isla de la cocina, devorando un segundo panecillo, con el pelo largo y espeso recogido en una coleta. Lleva el uniforme del escuela-blusa blanca y falda de cuadros verdes con calcetines blancos- y el efecto es tan inocente que me duele el corazón. Sigue siendo mi niña. —Puedo ir en el autobús—, dice amablemente cuando le digo que la llevaré al escuela. —Yo te llevo—, repito, negando con la cabeza. Mi nueva casa está mucho más lejos, pero mi oficina está prácticamente a la vuelta de la esquina de su instituto. —No tiene sentido coger el autobús—. Recojo su mochila y la llevo al coche para esperarla. Cuando por fin sale de casa, tengo los ojos clavados en ella. Es tan guapa, con el increíble pelo de su madre y su tez clara y sonrosada. Pero también hay algo más. Algo diferente. Es la torneada definición de su muslo desnudo, el balanceo de sus caderas al caminar y el rebote de sus pechos bajo la blusa. La cintura de la falda está tan doblada que apenas le cubre las nalgas, y se ha atado la camisa a la cintura de modo que, si levanta los brazos, la piel queda al descubierto. Por un momento, me quedo paralizado mirando su cuerpo. Pero cuando siento que, literalmente, mi pene empieza a ponérseme duro dentro de los pantalones, vuelvo a la realidad con una punzante sensación de vergüenza. Agarro el volante de cuero mientras Ely sube al coche. Estoy enfadado conmigo mismo, por la forma en que la miré, por lo que sentí al mirarla, pero dirijo mi enfado hacia ella mientras le digo con educación: —Ely, no hay manera de que esa sea una forma apropiada de llevar tu uniforme. Me mira con ojos como el hielo, la línea de su boca se endurece por un instante antes de ceder. Conozco bien esa mirada, es la viva imagen de Molly con esa expresión. Hay un susurro de exasperación en su tono cuando murmura: —Es lo que hacen todas las chicas, así andan todas. Se desata la camisa y se baja la falda, alisando modestamente el áspero tejido de lana sobre las rodillas mientras arranco el coche. Conducimos en silencio mientras mis pensamientos se agitan. Ha cambiado tanto. La Ely que conocí, de la que me despedí hace casi exactamente un año, seguía siendo una niña: su cuerpo delgado, recto y anguloso, y aquel osito de peluche todavía agarrado con fuerza a su mano la mayoría de las veces. ¿Qué más ha cambiado en el último año? Con la única supervisión de Molly, quién sabe en qué líos se ha metido Ely. Molly es un modelo peligroso en el mejor de los casos. Siempre fui el padre estricto. El que tenía que actuar con dureza cuando era necesario; el poli malo. Molly era la divertida y vivaz, feliz de dejar que Ely viera una película no necesariamente infantil o comiera comida basura en lugar de cenar. En sus mejores momentos, aportaba color, entusiasmo y alegría a la vida de Ely. En el peor, fomentaba en ella el mal humor, la imprudencia y la desobediencia. Cuando Ely era una niñita, la imprudencia significaba ir en bicicleta por la carretera cuando se le había dicho específicamente que no lo hiciera, o quedarse fuera cuando ya era de noche. Pero ahora que es una hermosa joven, ¿cómo es la imprudencia? Me viene a la mente una imagen de su dormitorio en aquel apartamento destartalado, con su cómoda torcida y la alfombra sucia. ¿Es posible que se haya llevado a algún chico a esa cama barata? La miro de perfil mientras conduzco. Mi preciosa niña. Al menos está aquí conmigo, donde está a salvo. Me sorprende mirándola y me dedica una pequeña sonrisa inquisitiva. —Me alegro de verte, Ely. Te he echado de menos—. Me da un vuelco el corazón al pronunciar esas palabras, dándome cuenta de lo ciertas que son. Cada día que hemos estado separados, me he preocupado por ella. Y con razón, obviamente. Molly ha demostrado sin lugar a dudas lo incompetente madre que es. —Yo también te he echado de menos—, dice, y el final de la frase tropieza torpemente. Creo que ha evitado decir mi nombre, lo cual está bien. Pero me gustaría que me llamara —papá. Me detengo frente a su instituto, agradecido, al menos, de que Molly no la haya sacado de este escuela por algún capricho, como suele hacer en el pasado. Es un escuela privado cara, y la única razón por la que Ely asiste es porque yo pago. Molly usaría el dinero para cualquier otra cosa. —Estaré aquí a las tres y media para recogerte, ¿vale? Asiente, con cara de satisfacción, y me alegro de que no sugiera coger el autobús otra vez. Miro por la ventanilla del coche a la masa de adolescentes uniformados que se arremolinan alrededor del extenso césped del escuela. Odio pensar en ella entrando sola en esa vieja mansión cubierta de hiedra, enfrentándose a preguntas sobre su prolongada ausencia. Anoche tuve una conferencia telefónica con la trabajadora social y el director del escuela, y sé que sus profesores han sido informados de su situación, pero me gustaría poder acompañarla y protegerla de la curiosidad de sus compañeros. Se inclina y me besa en la mejilla antes de coger su mochila. —Gracias por traerme, Jayden. No puedo contenerme. —Gracias por traerme, ¿quién?— pregunto, esbozando una sonrisa. Es tan raro oírla dirigirse a mí por mi nombre. Raro... y triste. Me había acostumbrado a desempeñar un cierto papel en su vida. Pone los ojos en blanco. —Gracias por traerme en coche, papi—, me dice con ternura, metiendo los dedos bajo la barbilla y haciéndome soltar una risita. —Buena chica. Que tengas un buen día. Me lanza un beso y sale del coche. Frunzo el ceño mientras me alejo del bordillo, con el corazón lleno de amor y preocupación. Casi había olvidado lo mucho que puede dolerte el corazón; lo tierno que puede ser este tipo de amor. Ya no es una niñita, me recuerdo. Ha pasado cinco semanas valiéndose por sí misma y pronto cumplirá dieciocho años. Pero es difícil pensar en ella como una mujer adulta... aunque mi cuerpo se haya dado cuenta innegablemente.

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