—Deberíamos poner algo de música —dice Alexander, esbozando una sonrisa tan amplia que lo fulmino con la mirada a través del espejo retrovisor.
—Si es por mí, no se preocupen —responde Sophía sin apartar la vista de la ventana—. Esta noche tendré suficiente con soportar ruido y gente sudorosa a mi alrededor. No necesito más.
Frunzo el ceño, sorprendido. Normalmente, yo tampoco soy fan de esos ambientes. Siempre necesito una excusa laboral o una motivación muy específica para ir a lugares concurridos. La miro de reojo, intrigado por su desgana. Ella está absorta mirando por la ventana, como si la ciudad fuera realmente algo interesante de mirar. Me pregunto si tal vez yo debería acompañarla esta noche. No es que disfrute de esos eventos, pero… Muero por verla arreglada.
He estado trabajando tan duro que me merezco un premio, aunque sea uno visual.
Dejamos a Alexander en casa del abuelo y seguimos rumbo al edificio de Sophía. El silencio en el auto me pesa, así que intento romperlo con algo de conversación.
—¿Y cuál es el motivo de la reunión? —pregunto con fingida indiferencia.
—Un colega va a cambiar de puesto —responde sin entusiasmo—. Dejará urgencias para pasarse al área administrativa.
—No suenas muy emocionada por la salida ni por el ascenso de tu compañero —comento, tanteando el terreno.
—Es complicado, pero tengo que ir —dice, encogiéndose de hombros.
Complicado. Esa palabra se queda flotando en el aire. ¿Desde cuándo una fiesta de trabajo es "complicada"? Puedo entender que sea aburrida, pero complicada... a menos que haya alguien o algo que quiera evitar. Mi curiosidad se intensifica. Ahora, más que nunca, quiero estar ahí.
El tráfico fluye mejor de lo esperado y en poco tiempo ya estamos llegando a su edificio. Todo parece tranquilo hasta que escucho su voz en un susurro irritado:
—Oh, no...
Sigo la dirección de su mirada y veo a dos mujeres de su edad, paradas en la puerta del edificio, junto a una bolsa grande en la acera.
—¿Quiénes son? —pregunto, estacionando el auto y observándolas con curiosidad.
—El inicio de un gran dolor de cabeza... Son las "celestinas" —murmura con un suspiro exasperado.
Conozco el concepto, y de repente, las dos mujeres ya no me parecen tan inofensivas. Me resulta imposible ignorar el toque irónico en su apodo.
—Están empeñadas en arreglarme esta noche, y no pude detenerlas —continúa, soltando el cinturón de seguridad con evidente resignación, mientras toma sus cosas del auto.
Una parte de mí disfruta la idea de que la "pongan bonita", pero la otra parte, la de las "celestinas", no me hace tanta gracia.
—Se les metió en la cabeza que las tres debemos salir juntas desde mi apartamento —dice, sin mucho ánimo—. Y no hubo forma de hacerlas cambiar de opinión.
—Aún no me has dicho a dónde van —le recuerdo, intentando esconder mi creciente interés.
—No estoy segura… —me lanza una mirada cansada—. Gracias por traerme, Sebastián. Si ellas no estuvieran ahí, te habría invitado a pasar y te habría preparado algo.
La calidez en su voz me desconcierta, como si realmente lo lamentara. Se inclina hacia mí para despedirse, y yo hago lo mismo. El gesto es natural, pero no por eso me afecta menos. Siento la tentación en su cercanía, en su fragancia, en el roce casi imperceptible de su piel, el cual creo que duró un poco más de lo normal.
—Descansa —me susurra al oído, su voz acaricia cada sílaba.
Un escalofrío me recorre la espalda y los pelos de mi nuca se erizan al sentir el aliento cálido que apenas roza mi piel. Se baja del auto y me quedo inmóvil, congelado por lo que acaba de suceder. Mis ojos la siguen mientras ella sube las escaleras con sus amigas, quienes nos observaron con atención desde el momento en que estacioné.
¿Qué fue eso? No reacciono hasta que ya están cruzando la puerta del edificio.
Arranco el vehículo, sacudido aún por la extraña mezcla de deseo y desconcierto, y contacto al hombre que tengo pediente de su seguridad. No quiero perderla de vista esta noche. Necesito saber adónde va y, si alguien viene por ella.
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Me he dado un baño rápido y estoy prácticamente listo para salir. Mis fuentes me informan que las tres mujeres tomaron un taxi y llegaron al Crompton Ale House, un conocido pub en el corazón de Chelsea, sobre la 7ª Avenida. El lugar no es excesivamente bullicioso, especialmente entre semana, lo que me indica que el sujeto hizo su tarea y eso me obliga a ingeniármelas para llegar al segundo piso sin llamar la atención. Desde aquí, puedo observarla sin ser visto, en la penumbra de un rincón reservado.
Nunca había visto a Sophía tan... deslumbrante. Lleva un vestido verde oscuro, casi n***o, que se ciñe a su figura con una elegancia natural, zapatos altos que estilizan su postura, y por primera vez, el cabello suelto, cayendo en suaves ondas alrededor de su rostro. El maquillaje acentúa la intensidad de sus ojos, dándole un aire misterioso, casi hipnótico. La comparación es inevitable: Sophía no tiene nada que envidiarle a Ekaterina. Su presencia es magnética, y no solo lo digo por mí, sino que es evidente que los hombres en la mesa están hechizados. Las otras mujeres, aunque atractivas, no pueden competir con la gracia natural que Sophía emana esta noche.
No logro escuchar la conversación desde donde estoy, pero a juzgar por sus sonrisas y los gestos relajados, parece una velada amena para todos. Todo marcha con normalidad, hasta que, de repente, noto que Sophía queda sola hablando con un hombre. Él debe tener más o menos mi edad, pero su porte es arrogante, como si todo en la sala le perteneciera. Lo observo con más detenimiento. Lleva toda la noche intentando tocarla, rozar su cintura de manera insistente, como si eso le diera algún tipo de control.
Trato de relajarme, pero es imposible. Cada movimiento de Sophía, cada giro hábil para esquivar las manos del tipo, me atrapa más. Me sorprende su destreza para mantenerlo a raya sin hacer una escena, pero, al mismo tiempo, me carcome ver cómo sigue jugando ese juego. Usa excusas ingeniosas, movimientos sutiles, como si fuera una danza calculada. Es evidente que no siente atracción por él, pero el idiota no se da cuenta o no quiere darse cuenta.
Justo cuando empiezo a pensar que la situación no es tan mala y hasta me permito disfrutar de las miradas que algunas mujeres en el bar me lanzan, algo cambia. El tipo le hace una señal a sus compañeros, y uno por uno, abandonan la mesa, dejándola sola con él.
La tranquilidad que sentía se evapora en un instante. Mi mandíbula se tensa mientras observo la escena que se desarrolla frente a mí. Sophía baja la cabeza, juguetea con su copa, y luego, inesperadamente, sonríe. Es una sonrisa tímida, casi incómoda, pero una sonrisa al fin. Él, aprovechándose del momento, toma su mano, y veo cómo sus dedos se entrelazan.
El aire parece volverse pesado a mi alrededor. Cada segundo se alarga, como si el tiempo se moviera en cámara lenta. Él se acerca más, y entonces lo veo: la curva satisfecha de su sonrisa mientras se inclina hacia ella. Antes de que pueda procesarlo, sus labios rozan los de Sophía.
El golpe de realidad me atraviesa. Todo mi cuerpo se tensa y la adrenalina me golpea como una ola furiosa. ¿Qué demonios está haciendo? Sophía no lo rechaza. No... no puede ser.
Mi mente se acelera, buscando excusas, intentando racionalizar lo que acabo de ver, pero el hecho es ineludible: la besó. Y ella no se apartó.
El deseo de mantenerme en las sombras choca violentamente con la necesidad de intervenir. Pero me quedo quieto, paralizado por una mezcla de celos, ira y confusión. Por primera vez, no sé qué hacer.