Respiro hondo y lo sigo hasta la habitación. Me sorprende encontrar una pequeña mesa con el desayuno dispuesto sobre la cama: panqueques esponjosos, frutas frescas, todo impecable, como si lo hubiese preparado un chef profesional.
—Creí que dormías, quería sorprenderte —dice al ver mi asombro.
—Milagros que hace el aroma de un buen café —respondo, levantando la taza—. ¿Todo lo preparaste tú?
—Te dije que prefiero cocinar —sonríe, orgulloso.
Sí, lo había mencionado, pero nunca imaginé que realmente tuviera talento para ello. El café está exquisito, y los huevos, junto con los panqueques, se ven igual de prometedores.
—No puedo dejarte escapar. Cásate conmigo —digo entre risas, pero cuando veo cómo su sonrisa se congela, un frío inesperado recorre mi espalda.
Era una broma, una frase lanzada sin pensar. Pero el cambio en su expresión me advierte que esto no va a tener un buen final.
No es que esté enamorada, o al menos no lo había pensado hasta ahora, pero creí que había algo más que simple deseo entre nosotros. ¿Para él fue solo una noche más? Me siento tonta por no entender mejor a los hombres.
—Desayunemos, y luego hablamos… como debimos hacerlo desde el principio —su tono es inexpresivo, casi frío.
Me entristece y me ofusca que me hable así. Me cuesta aceptar que hable de lo nuestro con tanta indiferencia, como si lo de anoche no hubiera tenido significado. ¿Esto es lo que soy para él? ¿Una más en su lista? Siento que el café caliente en mi mano es una tentación peligrosa. ¿Qué pasaría si se lo lanzara y me fuera corriendo? No puedo hacerlo, no me puedo ir envuelta en una sábana. No puedo perder la compostura.
—De acuerdo —respondo, tratando de mantener la calma—. Desayunamos, y luego me visto para hablar.
No perderé la poca dignidad que me queda. Si para él las marcas en su cuerpo son un trofeo de otra mujer que convenció, para mí las suyas son un recordatorio de lo tonta que soy. No debo demostrarle cómo me siento realmente. Me acomodo en la cama, sonrío y pruebo un bocado, aunque siento un nudo en el estómago.
—Están deliciosos —digo, forzando una sonrisa.
—Me alegra que te guste, no suelo cocinar para otros.
La contradicción entre lo que dice y lo que siento me desorienta. Ahí está, frente a mí, con las marcas que dejé en su piel como testigos de nuestra pasión, y aún así, parece impenetrable, distante.
—¿No tienes que trabajar hoy? —pregunto, intentando desviar la conversación hacia algo más neutral.
—No, hoy no —dice sin prisa—. No tenemos apuro.
¿No tenemos afán? ¿Qué pretende? Me confunde. Seguimos comiendo y la tensión es casi palpable, así que me apuro para buscar en la sala mi sostén y vestido.
—No pensarás volver a ponerte eso, ¿verdad? —dice frunciendo el ceño.
—Claro que sí, es la única ropa que tengo.
Resisto la tentación de tocar su frente para desvanecerlo.
—Te presto algo mío —dice como si no fuera nada.
¿Enloqueció? Tendría que devolverla y volver a verlo.
—No es necesario, tomo un taxi, nadie me verá.
—Claro que no —me interrumpe con firmeza—, yo te llevo. Ponte algo mío.
Esa respuesta me descoloca por un momento. No quiere seguir conmigo, pero sigue siendo caballeroso. ¿Qué significa eso? ¿Le importo lo suficiente como para cuidar de mí, pero no como para seguir adelante? Mi razón y mi orgullo empiezan a pelearse, pero al final, mi orgullo gana.
—No me pondré nada tuyo, pero acepto que me lleves —digo, cortante.
Entro al baño, aseguro la puerta y abro al máximo la llave de la ducha para que no se escuche el llanto que escapa de mi pecho. Duele y no estoy segura del porqué. Dejo que el agua refresque mi rostro y me ayude a ocultar las marcas que deja el dolor cuando escapa. Al salir, ya estoy arreglada, y aunque no estoy maquillada como anoche, me veo bien. No está en el cuarto; lo encuentro sentado en la barra de la cocina y me siento a su lado.
—Pásame mi ropa interior —le digo, tratando de mantener una fachada de normalidad, y la guardo en mi bolso.
—Me da vergüenza, pero las perdí en el parqueadero —quedo atónita con esa confesión.
—Sebastián —lo regaño—, ¿y si alguien la encuentra?
—Tranquila, ¿cómo van a saber que son tuyas? Es imposible que le pongan tu cara a unas pantaletas.
Es verdad, pero no esperaba lo que me está diciendo. Si lo hubiera sabido antes, no las habría preguntado. Siento como si le hubiera mandado el mensaje de que quiero una ronda de sexo de despedida.
—Los dos sabemos que esto está mal. Somos casi familia, Sophía. Fuera de eso, no soy el tipo de hombre que te conviene —me mira con intensidad y por un momento quiero creer que esas son las razones. Pues de ser así, la primera es una tontería que puedo debatir, y la segunda solo la puedo juzgar yo. ¿Qué le da el derecho a decidir quién me conviene?
Me niego a creer que cosas tan tontas sean razón para que lo que pasó entre nosotros sea flor de una noche.
—Dime qué piensas —exige.
—¿Para qué? —respondo levantándome—. Tú ya decidiste por los dos y, siendo así, esta conversación no tiene sentido. Llévame a casa.
Estira su mano hacia mí para tocarme, pero lo aparto.
—No puedes volver a tocarme, Sebastián. La noche terminó y los dos debemos volver a nuestras realidades —creo ver dolor en su mirada.
—Ponte esto, se la entregas en el carro —tomo la chaqueta que me da y la pongo sobre mis hombros. Huele maravilloso, huele a él.
—¿Volverás a salir con aquel hombre? —creo identificar un atisbo de celos en su voz, pero lo ignoro. Dylan… me había olvidado de él. ¿Cómo le explico que lo dejé solo esa noche?
—Ese no es problema tuyo. Llévame a casa —respondo, cortante.
En el vehículo, reviso mi celular y encuentro muchas llamadas perdidas de Dylan y un par de mensajes de voz. Está preocupado, aparentemente alguien lo atacó en la discoteca y despertó horas después, cuando lo quisieron sacar del lugar.
—Dime lo que le hiciste a Dylan —miro desafiante a Sebastián.
Hace una sonrisa torcida y contesta.
—Nada, tranquila. Pero ese hombre no es para ti.
En mi cabeza, estoy golpeando su brazo y gritando para que entienda que él no tiene derecho a decidir sobre mí, pero le estaría mostrando mucha importancia a sus palabras.
—Qué bien que sea yo quien decida entonces.
El resto del trayecto fue silencioso hasta que se estacionó frente a mi edificio.
—No quiero que quedemos mal, Sophía.
Tomo mi bolso, salgo del vehículo y meto la chaqueta por la ventana.
—No estamos mal, Sebastián. Simplemente, no estamos —y con eso, subo las escaleras y desaparezco sin mirar atrás.