Nuevamente tiene puesta su pijama de médico, pero hoy es azul oscuro, no verde como sus ojos. La miro disimuladamente y me alegra que eso sea lo que use, pues esas prendas anchas disimulan su buena figura y hacen que llame menos la atención. Ella, sin necesidad de mostrar su cuerpo, llama suficiente la atención.
Sé que no soy el único atraído por ese carácter fuerte. A mi mente llega la imagen de su compañero hablándole con familiaridad y tocando su hombro. Definitivamente, él tiene un interés romántico en ella; fue evidente en su mirada.
Me adelanto y abro la puerta del vehículo para que ingrese. Pongo el motor en marcha y tomo rumbo a su apartamento.
—Agradezco tus buenas intenciones, pero no es necesario que me lleves a casa cada vez que nos encontremos —dice, sosteniendo una bolsa blanca en sus piernas—. Se te va a dañar esto.
Volteo a ver rápidamente de qué me está hablando, y entonces caigo en cuenta de que esa bolsa blanca contiene el recipiente con la ensalada de frutas que me compró Lissa.
—Olvidaba que cargaba eso. No sé si sigue bueno, lleva algunas horas ahí —respondo, volviendo mi vista a la vía—. No tengo problema con llevarte.
—Pero no has comido.
Alcanzo a ver por el rabillo del ojo que levanta la bolsa.
—Tú tampoco, así que, ya que estás tan apenada, solo tienes una opción: no dejarme comer solo.
Pienso una cosa y hago otra con ella, pero no puedo evitarlo. Estoy convencido de que es como mamá, una mujer luchadora que cuida de los demás, pero que no sabe cuidarse a ella misma. Necesita que la cuiden, y desafortunadamente para ella, a mí me inspira cuidarla. Bueno, me inspira muchas otras cosas también, pero lo único que puedo hacer es eso.
—Bien, yo invito esta vez —responde de inmediato—. ¿Qué quieres comer?
—No, yo invito. Quiero ir a un lugar hace días —respondo sin más.
La verdad es que no quiero comida chatarra; quiero comer bien, comer algo de calidad. No es tan tarde y, ante la imposibilidad de invitarla a mi apartamento para yo mismo cocinar, esta es la mejor opción.
—Eres muy autoritario —dice, atrayendo nuevamente mi atención.
—Mira quién lo dice. En el corto tiempo que nos conocemos, me has dado más instrucciones que mi padre en los últimos diez años —respondo, pareciéndome jocoso el asunto.
Me mira boquiabierta, pero pronto se recompone y refuta:
—Tú mismo lo has dicho, han sido instrucciones y todas han sido necesarias, no caprichos míos —el tono de su voz cambia, siendo evidente que está completamente a la defensiva.
La miro sorprendido ante ese cambio tan drástico de actitud. Orillo el vehículo apenas tengo la oportunidad para poder mirarla directamente. Se ve contrariada ante lo que acabo de hacer. Me encanta esta mujer, pero eso no quiere decir que le voy a permitir que me hable como se le dé la gana. Aquí pongo mi raya.
—¿Por qué me estás hablando en ese tono? ¿Soy autoritario por ser yo quien te invita a comer? Perdóname por no querer comer comida chatarra y preferir llevarte a un restaurante de calidad.
A medida que hablo, la sensación en mi pecho cambia de sorpresa a frustración, casi enojo. Me he portado con ella como un maldito príncipe; he ido y sigo yendo en contra de mis deseos e instinto. Si no fuera así, estaría sobre mis rodillas recibiendo un par de nalgadas por altanera ahora.
—Yo no te he pedido nada de eso —responde, abriendo desmesuradamente los ojos.
Hago silencio por algunos segundos, en los cuales realmente está que me lleva el demonio.
—Tienes razón, no me has pedido nada. Ya te dejo en tu apartamento.
Reanudo la marcha y aprieto con fuerza el volante, resistiendo el impulso de desquitarme o decirle algo más. No vuelvo a mirarla durante el resto del trayecto. Tras casi media hora, por fin detengo el vehículo en su acera y espero a que ella se baje para poder irme, pero no lo hace, así que pienso que se ha quedado dormida.
Expulso el aire de manera sonora, para luego dirigirme hacia ella y despertarla. Había decidido que se debía acabar la tontería con esta mujer, una mujer para quien, en apariencia, soy un cero a la izquierda.
—Perdón —dice de pronto—, te has portado demasiado bien conmigo.
La miro, aún dolido.
—Creo que es un acto reflejo para no dejarme anular por alguien. No pienso dejar que eso me vuelva a pasar y temo que sobrerreaccioné, aunque sé que no eres como el resto de hombres que conozco.
Y vuelvo a caer en su red. Por culpa de ese idiota de Terry, ella está lastimada y me es imposible mantener el enojo.
—Debiste haber dicho eso hace por lo menos veinte minutos; habríamos podido comer algo —hablo, suavizando mi expresión, recostando la cabeza en la silla y cerrando los ojos.
—Perdona, no soy buena en la cocina, pero sí sé freír carne. Aunque debo confesar que mi especialidad es el huevo frito.
Río ante ese comentario.
—Te creo que eres mala en la cocina; todo es frito según escucho.
—Te ves mejor cuando ríes.
Creo que es la segunda vez que escucho un comentario así de su parte. Ahora que lo pienso, no suelo reír mucho delante de la gente. Es casi una costumbre, como si sintiera que tengo prohibido hacerlo a menos que sean mi familia, por miedo a perder autoridad.
—No le cuentes a nadie que soy capaz de sonreír, dañarías mi reputación —bromeo.
—Lo prometo. Sube conmigo y haré el deber de alimentarte.
La miro con atención y me imagino en ese apartamento, ella nuevamente en aquellas prendas pequeñas, preparando algo de comer para mí. Puede cocinar terrible, pero indudablemente comeré todo y, si se descuida solo un poco, también la comeré a ella. No, es peligroso para ella que yo suba; sé aparentar ser un príncipe, pero no lo soy.
Trago saliva pesadamente, pues sí quiero subir.
—Temo que debo declinar el ofrecimiento. Acabo de recordar que tengo algo importante que hacer.
Me mira, creo que con algo de tristeza, pero al final sonríe.
—En otra ocasión será entonces. Te sigo debiendo una por lo de hoy —responde.
Entonces esa es mi oportunidad para solucionar algo. Tengo su número, pero no de manera oficial.
—Págamelo de una vez con otra cosa; al fin de cuentas, ya estamos entrando en confianza. Dame tu número.
Parece sorprendida por mi petición, aunque no comprendo del todo el porqué. Lo importante aquí es que ahora sí tengo su número legalmente. Le marco de una vez.
—Guarda mi contacto. No dudes en recurrir a mí si estás en problemas. Ahora entra; no me voy a ir hasta que te vea cruzar esa puerta.
Se acerca a mí y se despide con un beso en la mejilla, tal y como yo hice la última vez que la acompañé, y eso me gusta. Se baja del vehículo y me mira por última vez antes de cruzar su puerta.
Ahora el motor de mi vehículo ruge, y mi sonrisa se borra por completo, anticipando lo que sucederá en la visita que realizaré en este momento al tal Terry.