El apartamento de ese tal Terry está a oscuras. Es un lugar de clase baja, en el cual tanto mis ropas como mi vehículo llaman la atención. No me importa; sé cómo comportarme en este entorno. Salgo del vehículo, desabotono los puños de mi camisa para poder doblarlos un par de veces y me recuesto contra el auto, esperando al fulano.
Mientras, tomo el celular y miro la foto de perfil de Sophía. Está abrazando a una mujer mayor; supongo que es su madre. ¿Ya habrá guardado mi contacto? Quiero asegurarme de que lo haga, así que decido enviarle un mensaje.
Su respuesta llega unos minutos después: "Guardado. Espero que puedas comer algo antes de tu cita". Comer... si ella supiera lo que se me antoja comer, no habría enviado esa respuesta. Esta noche me merezco una medalla; ha sido muy difícil no subir con ella y cumplir alguna de mis fantasías. He tratado de frenarlas, pero unas tantas se han filtrado, cortesía de las novelas gráficas que tiene en su biblioteca...
Soy un hombre adulto y disciplinado, pero he sido un otaku desde muy joven, y el que es no deja de ser. No he podido evitar imaginarla en algún tipo de kimono largo, otros cortos, y en otros trajes que la identifiquen como un personaje de alguna serie. Incluso el clásico vestido de baño enterizo azul cruzó por mi mente. Se me está poniendo dura al volver a pensar en ello. Definitivamente hice bien al no enfrentarme a esa tentación.
Los minutos siguen pasando, y por fin veo al sujeto acercarse con una mujer de apariencia corriente colgada de su brazo. Dos edificios antes de llegar al suyo, deja de prácticamente comérsela a besos y se percata de mi presencia. Frena en seco y aleja a la chica diciéndole quién sabe qué cosa, que indiscutiblemente la ofende, pues ella le hace un gesto obsceno con la mano antes de irse.
—Todo un caballero —digo, sin entender qué vio Sophía en ese hombre.
—¿Cómo me encontraste, imbécil? ¿Qué haces acá?
—Quiero que dejes a Sophía en paz. No te vuelvas a cruzar en su camino.
Me paro en medio de la acera y me preparo para, ahora sí, hacer lo que no pude estando ella presente. Reanuda su marcha, enderezándose lo más que puede para tratar de amedrentarme, lo que hace que todo se vea más interesante.
—No, ella es mía. Es mi mujer —suelta el imbécil—. Volverá conmigo eventualmente, quiera o no quiera, y ningún riquillo como tú lo va a impedir.
Saca una navaja de uno de sus bolsillos y su sonrisa brilla. Mi respuesta es una gran carcajada que por un segundo le altera la expresión.
—No vas a poder llevarte a mi mujer a la cama.
Mantengo una distancia prudencial mientras analizo cómo ese objeto altera el ritmo de sus movimientos, aunque él lo interpreta como miedo de mi parte.
—¿Y quién te dice que no lo he hecho ya? —contesto, tratando de hacer que actúe por impulso—. Debo admitir que esa pijama de médico no le hace justicia a ese cuerpo, así que fue una gran sorpresa conocer sus verdaderas proporciones.
¡Bingo! La ira es palpable en su rostro, lo que hace que se abalance sobre mí. Evado tres zarpazos y al cuarto soy capaz de capturar su brazo, halarlo y hacer que la navaja salga disparada debajo de un vehículo. Su vista me abandona para seguir la dirección de caída del objeto, y ese es el último error que debió haber cometido, pues me da tiempo para modificar mi posición y que mi gancho derecho caiga directo en su rostro, haciéndolo perder el equilibrio.
Retrocedo y hago señas con la punta de los dedos, animándolo a que se levante. No me agrada la idea de golpearlo estando en el suelo ni desorientado, así que lo espero, pero ahora se comporta como un agradable saco de boxeo. Me divierto mucho y solo recibo un par de golpes, cosas sin importancia. Ahora tiene el rostro inflamado y algunos cortes como consecuencia normal de la pelea.
Un par de sujetos pasan cerca y me miran, pero los saludo con un movimiento de cabeza y abro el baúl de mi vehículo, por lo cual apuran el paso y siguen de largo. El último golpe lo deja momentáneamente inconsciente, así que lo meto en el maletero y pongo el vehículo en marcha hacia la bodega. Le he dicho a mis hombres que no los quiero ahí. Me siguen, claro, pero tienen la instrucción de no dejarse ver ni intervenir en nada de lo que yo haga.
No quiero realmente lastimarlo, pero sí asustarlo tanto que no vuelva a buscarla. Acaba de despertar y golpea la cajuela del coche, así que sonrío y subo el volumen de mi música para no prestarle atención por un rato. Ingreso el vehículo a la bodega, tomo mi arma de la guantera y abro el baúl.
—Bájate y más te vale que no te hayas orinado en mi carro, porque te pongo a lavarlo.
Se queda quieto y mira el fondo, tratando de identificar dónde está.
—Puedes gritar si quieres; estamos lejos de todo.
Le hago una seña con el arma para que se baje y camine hacia la derecha. Va delante de mí y lo hago ingresar a una pequeña habitación que está acondicionada para ciertas situaciones. Una vez adentro, lo golpeo con la culata del arma y lo dejo sobre la silla que está en el centro de la habitación. No está inconsciente ni nada parecido; es resistente, aunque no tiene mucha experiencia amedrentando gente.
Retiro mi camisa y la dejo en la puntilla de siempre. Su vista se queda pegada en mis tatuajes, pues parecen ser una sorpresa para él.
—¿Quién eres?
Es lento; esa pregunta debió hacerla hace mucho.
—Soy el que cobra las deudas y el que endereza las ovejas descarriadas. Y tú, mi amigo, eres una oveja —dejo ver algunos de mis utensilios y el color escapa de su rostro—, pero ya no más.
Ruega tanto que casi siento pena por él. Luego recuerdo que golpeó a Sophía, y se me pasa, haciendo que le extienda el castigo un poco más. Estoy seguro de que ahora, Sophía es una mujer libre y sin acosador.