Como siempre, Alexander pone mala cara en cuanto pongo mi música. Me resulta divertido molestarlo, debo admitir. Eso hace que disfrute aún más de mis canciones. Llevo días sumido en un mar de trabajo de oficina, y los openings de Naruto y el ejercicio me han mantenido a flote. Me llenan de energía, justo lo que necesito para no hundirme en la rutina.
—No puedo creer que a un grandulón como tú le gusten esas cosas aún —dice con desdén, mientras me lanza una mirada burlona.
Le devuelvo una mirada fulminante.
—Ya te lo advertí: es mi auto, mi música. —Sonríe con arrogancia, así que decido molestarlo más—. No te imaginas lo inspirador que puede ser. La cantidad de ideas que me vienen viendo esos animes es increíble, facilitan mi tarea como cobrador.
Su risa se apaga mientras me concentro en la carretera. El silencio cae sobre nosotros.
—Ya casi llegamos. Déjame hablar a mí —rompo el mutismo con una voz firme.
Estaciono frente al edificio de Duin, consciente de que las miradas de la gente en la cuadra nos siguen. Aunque no venía por aquí desde hace meses, mi reputación aún se mantiene intacta.
—¿Y tu escolta? —pregunta Alexander antes de bajamos del coche—. No los he visto en todo el trayecto.
Miro mi reloj y saco el anillo dorado que me dejó el abuelo del compartimiento entre los asientos.
—Están cerca. Deben pasar en cualquier momento. —No pasa un segundo cuando una Ford Raptor F-150 Shelby negra nos adelanta lentamente. Señalo el vehículo—. Esa es la escolta. No me gusta tenerlos demasiado cerca a menos que sea indispensable.
Alexander observa con interés inesperado, pero no digo nada más mientras caminamos hacia las escaleras. Saludo con la cabeza a algunos rostros conocidos en la entrada, y aunque sus miradas están cargadas de curiosidad, pronto se hacen a un lado con codazos discretos. El respeto sigue vigente.
Subimos hasta el tercer piso y golpeo la puerta de Duin. Una mujer joven y demacrada, claramente drogada, nos abre con una sonrisa que deja poco a la imaginación. Sexo. Hace semanas que no tengo, pero ni siquiera en esta situación bajaría mis estándares.
—Pasen —grita Duin desde el fondo.
El apartamento es pequeño, desordenado y con un olor extraño, exactamente como lo recuerdo de mi adolescencia. El intercambio es rápido, pero antes de cerrar el trato, lo miro directamente a los ojos.
—Si la información es correcta, cumpliré tu petición. Si no lo es, te cobraré el tiempo perdido. ¿He sido claro? —mi tono es seco, sin espacio para juegos. El brillo del anillo en mi mano sella el acuerdo.
Alexander se mantiene a mi lado, sorprendiéndome por no mostrar el mínimo asco o miedo. Quizás es más rudo de lo que pensé. De vuelta en el coche, rompe su silencio.
—¿Ahora hacemos favores?
—Es un sistema que Richard implementó. Es más efectivo que el dinero. —Mi respuesta es corta, casi mecánica.
—Rumbo a la clínica, entonces —digo, con ganas de ver ese bello y serio rostro. Hace días que no la veo y aunque he estado tentado a escribirle, sigue pesando más mi razón a mis ansias.
—Voy a llamar a Sophia, a ver si está de turno —Alexander saca su teléfono.
—Sale en una hora —comento sin pensarlo—. Debemos apurarnos para que revise el historial de Roberto en caso de necesitarlo.
Debí callarme. Alexander me lanza una mirada sospechosa.
—¿Por qué sabes los horarios de trabajo de mi cuñada? —su tono es más serio ahora—. Responde.
Lo miro de reojo, sonriendo por lo idiota que soy. No puedo decirle que me gusta, que la vigilo para protegerla, sabiendo que no la puedo tener.
—Lo investigué —respondo, con un tono casual—. Contigo o sin ti, igual iba a hablar con ella sobre lo de Roberto. Pero tal vez miento y tengo otros motivos. —Le sostengo la mirada con una expresión imperturbable.
Alexander no puede leerme; nunca ha sido bueno en eso.
—No te metas con Sophia. Ella es familia ahora —dice con frialdad.
—Lo sé. Es tan parecida fisicamente a tu mujer que es imposible olvidarlo.
El tráfico se pone lento, la hora pico nos obliga a movernos con cautela. Aprovecho el momento para responder sus preguntas.
—¿Qué trabajo te obligaron a aceptar papá y el abuelo? —su voz rompe el silencio.
—¿Por qué lo preguntas ahora? —miro de reojo, sorprendido.
—¿Cómo lograron obligarte? Pensé que eras el más duro de la familia. ¿Te descubrieron algo?
Es verdad que nunca le conté nada. Ni siquiera tuvo oportunidad de preguntar en su momento; todo pasó tan rápido, con la enfermedad de papá, la partida de Noah y la muerte de la abuela. Mis días eran un caos, y Alexander, en medio de todo, no fue más que una sombra en el fondo, ya no hablábamos.
—Te has tardado. Noah preguntó en la primera semana. Tú, dos años. —Hago una pausa—. El abuelo dividió el trabajo. Tú dirigirás todo, pero yo me encargo de las deudas difíciles y la seguridad de la familia.
—Suena lógico —murmura, pero la duda sigue en sus ojos—. ¿Por qué no supe antes?
—No preguntas, yo no hablo, así funciona esto. —Le muestro el anillo—. El abuelo convirtió esto en símbolo de poder. Lo usaba para cobrar cuentas. Ahora lo llevo yo.
—Pero no querías ese trabajo, ¿verdad? —me observa con intensidad—. ¿Cómo te obligaron a aceptarlo?
—Eso no importa. Mi permanencia por el momento es indefinida. Papá ya no podía continuar con este trabajo, y alguien tiene que hacerlo. —si tan solo no hubiera pasado lo de papá, otra sería mi historia.
Alexander guarda silencio por un momento, pero luego lanza una bomba.
—¿Tú o el abuelo tuvieron algo que ver con la desaparición de Juliana? ¿Este anillo es el que salió en el video que desapareció?
Esa pregunta me descoloca.
—No creí que supieras de eso —admito, tomando aire—. Sí, en parte. La saqué de tu apartamento y la llevé al aeropuerto. Después desapareció, y no la hemos encontrado. Sinceramente, dudo que esté viva. Todo fue demasiado rápido entre ustedes. Alguien la estaba manipulando para tendernos una trampa.
—¿Qué? ¿Cómo sabes eso? —la incredulidad tiñe su voz.
Tiene razón. Fallamos al protegerlo tanto. Suspiro, decidiendo que ya es hora de hablar. No quiero que piense que tuve una aventura con ex mujer. Todo lo que hice fue intentar descubrir quién estaba detrás de ella. Pero fracasamos. La perdimos.
Ya es de noche cuando entramos al parqueadero de la clínica. No es el momento para más.
—Podemos continuar esta conversación después, con calma —digo finalmente, pues esta o es una conversación que deba llevar yo solo.