—Su vida se está apagando, Sebastián, y no puedo hacer nada.
Escuchar a Noah romperse fue desgarrador. Su voz temblaba, cargada de impotencia y miedo. No solo estaba perdiendo a la mujer que ama; También estaba asfixiándose con el temor de fallar como padre. La idea de no ser suficiente para su hija lo torturaba. Lo entiendo. Yo tampoco sabría qué hacer. ¿Qué sabemos nosotros de bebés, de ser padres, de convertir una casa en un hogar cálido? Hubiera mandado todo al carajo para estar a su lado, apoyándolo. Pero él no me quiere ahí, no todavía.
—No puedes hacer nada para que Mía sana, mientras que en casa te necesito. No debes venir —detuvo mis intenciones con una frialdad que dolía.
Tenía razón, pero eso no lo hacía más fácil. Noah es como un hermano para mí. Aunque la vida nos haya separado en algunos momentos, nunca hemos perdido contacto, nunca hemos dejado de apoyarnos. Me frustra no poder estar ahí. Y, claro, quiero conocer a su hija; todos queremos.
Han pasado dos semanas desde que Alexander salió de la clínica. Está mejor, pero aún necesita cuidados. Pronto podrá reincorporarse al trabajo, y por eso hoy hay una reunión en casa del abuelo.
—Necesito alejarme de este maldito escritorio y hacer trabajo de campo. No puedo estar encerrado más tiempo —digo, dejando que el hastío se cuele en mi voz.
—Lo que estás proponiendo es una masacre, Sebastián. No podemos simplemente llegar y abrir fuego.
No entiendo por qué tanto cuidado. Para mí, un ataque directo es lo mejor. Que todos sepan que no nos andamos con rodeos. Si tiene que haber una guerra, que la haya. Ellos tienen más que perder que nosotros; Son un blanco más grande. Solo tenemos que esconder a Isabella ya mamá para no ser vulnerables.
—Ya los canarios cantaron. No hay margen de error. Yoshua y los Williams son los que se infiltraron a las ratas y planearon todo esto —miro al abuelo y luego a papá—. Ustedes me prometieron que podría manejar esto como quisiera, ¿y ahora están cambiando las reglas?
—Confiamos en ti, hijo, pero... —empieza a decir el abuelo, pero lo corto, exasperado.
—¡Sabía que habría un "pero"! Estoy cansado de que me aten las manos. No puedo hacer mi trabajo, el trabajo que ustedes mismos me obligaron a aceptar. ¿O es que ya no lo recuerdan?
—Pensé que ya lo habías superado, Sebastián. Todo es por el bien de la familia. Estabas trabajando bien, estabas concentrado. ¿Tanto te importaba esa mujer que logró desestabilizarte?
—No me importa la mujer, abuelo, pero soy el responsable de la seguridad de esta familia y yo mismo dejé entrar la falla —me dejo caer en una silla, cubriendo mi rostro con las manos—. Dejé entrar a Ekaterina en áreas restringidas. Fue mi amante durante más de un año, tuvo tiempo de sobra para infiltrarse y conocer cómo operábamos.
—No había forma de que lo supieras. No eres de piedra y, además, yo también vi a esa mujer. Cualquiera de nosotros podría haber caído —dice papá, apoyando sus manos en mis hombros—. Ahora necesitamos solucionar esto, no ampliar el problema.
— ¿Cómo consiguieron el número de Isabella? —pregunta Alexander de repente.
Es la oportunidad que esperaba. Necesito que Alexander llegue solo a la conclusión correcta. Si señalo abiertamente a Roberto, pensará que es una trampa mía. Además, sé lo difícil que es desconfiar de un amigo.
—No lo sé. Supongo que intervinieron tus llamadas antes de la boda y dieron con ella. Quisieron sembrar el terror con eso, desestabilizarnos, pero no contaron con que Isabella pensaría que eran felicitaciones —digo con fingida indiferencia.
—No es posible que consiguieran el número de Isabella antes de la boda. Debió ser después —dice él, pensativo—. El número de Isabella es nuevo, lo cambió después de casarnos.
—Entonces, ¿cómo supieron que no estaban generando el terror deseado? —papá pregunta, su tono ahora cargado de una sospecha calculada.
—Solo personas muy cercanas podrían saber eso. No puede ser alguien infiltrado en la empresa —añade, pensativo.
Veo cómo la comprensión empieza a reflejarse en el rostro de Alexander. Ahora sabe que lista de posibles sospechosos es muy corta; solo quienes tienen acceso directo a la casa. Mi objetivo está cumplido, así que me levanto para irme.
—Debo seguir investigando y ajustando cuentas —aún no estoy contento; Sigo pensando que mi método ahorra tiempo y envía el mensaje más claro y contundente.
—Espérame, voy contigo —dice Alexander, sorprendiéndome—. Llevo días sin salir, me estoy volviendo loco. Te acompaño en las investigaciones. Además, sé que estará seguro con tu esquema de seguridad.
— ¿Quieres que sea tu niñera? —respondo con sarcasmo, intrigado por lo que tiene en mente—. Bien, pero no toques la radio de mi auto. La dañarás; todo lo dañas —digo, recordando nuestras discusiones cada vez que sube a mi coche.
—Prometo no tocar tu estúpida radio —dice, desapareciendo escaleras arriba.
—¿Cuál es tu plan? ¿Le cobrarás la afrenta a tu amante? —pregunta cuando estamos en el auto.
Aprieto el volante antes de responder. Sí, ya me cobré esa afrenta, pero no de la forma habitual. No disfruto tanto la tortura psicológica, pero era menos inteligente hacerla desaparecer o devolverla casi moribunda. Prefiero que sufra, que sepa que su vida está en mis manos y que mientras no pueda alejarse de los Williams debe mantenerme contento.
—No, eso ya está arreglado. Ahora faltan los Williams. Pero tengo dos cosas en mente, y la segunda no te va a gustar.
—Habla —dice, su tono retador, obligándome a nombrar finalmente a Roberto.
—Primero quiero averiguar a dónde irá Yoshua. Tengo un contacto para eso. Luego iremos a la clínica. Tengo una teoría y quiero ver si Sophia puede corroborarla.
Me mira con desconfianza. No sé si es por lo que vamos a hacer o por el hecho de que mencioné a Sophia con tanta familiaridad.
— ¿Qué quieres corroborar? —pregunta al fin, frunciendo el ceño.
—El ángulo de la bala que alcanzó a Roberto —respondo—. Te dije que no te gustaría la segunda.