—Fernanda, abre los ojos.
La castaña nunca los tuvo cerrados, pero cuando escuchó la puerta abrirse quiso aparentar estar dormida, los pasos por la habitación y el olor, ese particular y masculino olor de Santiago, su mente pareció no haberlo olvidado ni por un instante. Lo recordaba perfectamente porque cada mañana como era su deber debía llevarle el desayuno a la habitación, pues Santiago nunca se sentaba al comedor como los demás miembros de la familia. Fernanda recordó como siempre su nariz chocaba con ese aroma que salía del baño luego de la ducha matutina del joven, que en varias ocasiones disfrutaba de hacer sonrojar a Fernanda pues la recibía con la toalla apenas envuelta alrededor de su cintura.
—Ya sé que no estás dormida.
—¿Cómo lo sabes?
—Es obvio que no ibas a pegar el ojo en toda la noche.
—¿En dónde estamos?
—En casa.
—¿Cuál casa? Esta no es mi casa.
—Donde vivías tampoco lo era, Fernanda. Solo vivías allí porque trabajabas para mi madre.
—Trabajo —se sentó sobre su trasero y se quedó mirando alrededor de la habitación, Santiago ya había abierto las puertas y el lugar parecía un sueño, tenía todo lo que ella siempre quiso, estaba bastante sorprendida—. Tengo que ir a pedir disculpas.
—¿Te gusta? —preguntó Santiago ignorando por completo las últimas palabras de Fernanda.
—¿Qué cosa?
—La habitación, ¿te gusta? ¿Es así como la querías?
—Santiago…
—La mande a hacer de acuerdo a lo que me dijiste la última vez. Y no tienes que regresar con mi madre, ya envíe a mis empleados a recoger tus cosas y las de tu padre, vienen en camino y si no quieres que don Rodrigo te vea con el pelo enmarañado, ojeras y sin bañar, lo mejor es que te metas en la ducha.
—¿Qué hiciste? ¿Por qué me haces esto?
Santiago volvió sus ojos a Fernanda, la miró fijamente, fríamente, pero su interior tenía un fuego ardiente que se moría por gritarle miles de cosas, palabras cargadas de sentimientos que sabía que no debía decir en ese momento porque no era hora, ni para él, ni para ella.
—No te hice nada, al menos nada malo. Abre un poco tu mente Fernanda y si puedes, disfrútalo.
Metío las manos en los bolsillos del pantalón n***o que caía perfectamente sobre sus afiladas caderas y marcaba su trasero, Fernanda no le quito los ojos hasta que lo vio marcharse del lugar, se levanto con cuidado y recorrio la habitación, era cierto que el lugar era tal como ella un día lo soño en una conversación que parecía efimera y aburrida.
Una noche en la que Santiago ardía en fiebre, ella se encargó de cuidarlo porque Doña Isabel tenía una reunión importante y no había empleada en la casa que Santiago dejara entrar a su habitación que no fuera Fernanda y en medio de lo que ella creía era una fiebre delirante escucho preguntas, cuentos y palabras del joven enfermo.
—Si pudieras salir de aquí, ¿dónde te gustaría vivir?
—En una pequeña casa de campo, no muy grande, con un jardín y un espacio para los caballos.
—¿Por qué no sueñas en grande, Fernanda?
—Sueño en grande, es lo que quiero y no se trata de dinero, Santiago.
—Describe para mí esa casa.
—Estás delirando de fiebre.
—Por favor.
Fernanda empezó por la entrada, una puerta café en medio de una fachada blanca, dos ventanas a los lados y muchas flores colgando de allí, tal vez dos pisos, una cocina con horno y un gran meson para preparar pasteles, un pequeño rincón para leer, una sala acogedora con un gran sofá verde y una sola pantalla de televisor, un comedor de mesa redonda con sillas todas diferentes, en el segundo piso una habitación para ella y otra para su padre.
—¿No quieres una familia?
—Mi padre es mi familia.
—Si, pero si te enamoras y te casas, ya sabes hijos y todo eso.
Fernanda estaba cambiando el pañuelo blanco de algodón que estaba ayudando a que la fiebre cediera y por la soltura de la conversación se dio cuenta que cada vez Santiago estaba menos enfermo.
—De acuerdo, voy a imaginar que algo así puede suceder.
Entonces la castaña continuo con su dule voz, describiendo una habitación con papel tapiz color crema y un tramado de flores en la pared en la que iba a estar una cama con dosel café, colchas blancas, un gran espejo con marco n***o frente a la cama y detrás de él un armario, un baño con tina y piso verdes, griferia dorada y lo demás blanco.
Pero Fernanda por más que lo intentó no pudo imaginar una casa para una familia que no fuese ella y su padre adoptivo, porque no creía que podía tener algo así en la vida.
Y mientras buscaba el baño y sus ojos se abrían perplejos por la inmensidad del lugar, lo lujoso y hermoso, también una lagrima extraña que no era dolorosa se escapó de sus ojos al darse cuenta que el lugar era idéntico a como ella lo había estado soñando, idéntico a como ella se lo había descrito a Santiago aquella noche, volvió corriendo a la habitación y movió el espejo que está frente a la cama para ver el armario lleno de ropa, zapatos y varias cosas más. Su pecho estaba extraño, sentía que le faltaba el aire, pero no sabía con exactitud por qué.
Conmoción, emoción, sorpresa, todo y nada al mismo tiempo.
Con sus pies descalzos sintio la alfombra de color lila palido que había visto en sus más imposibles sueños, la estaba pisando y ahora era real. Busco la ventana y desde allí vio la inmensidad del lugar, que en realidad no era demasiado grande, pero tenía jardines y a una distancia prudente se podía ver una pequeña caballeriza, tal vez no más de 3 caballos habían allí, si es que había alguno.
Tomó algo de ropa y rápidamente se dio una ducha, su mente estaba trabajando en entender la situación, pero al mismo tiempo estaba completamente bloqueada porque no llegaba a ninguna conclusión.
Negación, eso era lo que tenía Fernanda.
Bajo al primer piso y su pecho se aceleró aún más al ver la inmensidad del lugar y la perfección, era idéntica… a aquella conversación a la que ella no le dio importancia alguna, pero que para Santiago fue imposible de olvidar.
—¿Te gusta? —Santiago se acercó con cuidado y quedaron cerca al sofá—. Espero que sea un verde que te agrade, yo lo elegí oscuro porque es mi color favorito.
—Santiago, esto que…
—Hace mucho mi padre me enseñó que cuando amas a alguien, le das libertad y si no me equivoco esto es libertad para ti —quitó sus ojos rápidamente de Fernanda, porque aunque aquellas palabras eran una confesión, no era como quería hacerlo así que le quitó importancia desviando su mirada.
Pero antes de que pudiera siquiera reclamarle, la puerta se abrió y le dejó ver a su padre, Don Rodrigo, venía entrando apoyado y ayudado por una enfermera que Fernanda no tenía idea de dónde había salido.
—Lleven las cosas del señor a la habitación del segundo piso. Tu habitación está en la casa contigua, junto con la del personal —esto último fue para la enfermera.
Fernanda abrazó a su padre y este le dio un beso en la frente, intentando ignorar lo que estaba sucediendo a su alrededor. El hombre tan calmado como siempre solía ser, le dio una sonrisa a Fernanda y se dejó llevar para descansar, los años ya le pesaban.
—Quiero que seas claro, esto parece una broma y no me interesa —Fernanda al fin habló cuando volvieron a quedarse solos.
—¿Una broma? ¿Qué te hace pensar que esto es una broma y no una realidad?
—Santiago, por favor.
—La casa es real, es tuya y de tu padre, tiene dos habitaciones adicionales por si un día decides aceptar formar una familia, tiene la pequeña caballeriza, las flores, los colores, un poco de mi toque personal y me disculpo por eso pero fue inevitable para mi volverlo personal. No es una broma, simplemente quería verte libre de mi madre y eso hice.
—¿Quién te dijo que no era libre?
—Fernanda, no es bueno mentir.
—¿Con qué trabajo piensas que voy a mantener una casa de semejantes dimensiones?
—Puedes trabajar para mi, necesito una… asistente, si eso.
Una chica de unos 35 años entró de repente a la casa y los interrumpió abruptamente.
—Santiago, lo siento pero su teléfono no deja de sonar es su hermano —miró a Fernanda y le dio una cálida sonrisa—. Es un placer conocerla al fin señorita Fernanda, soy Isadora la asistente de Santiago.
—¿Asistente? —preguntó sarcástica Fernanda mientras miraba a Santiago con una ceja levantada y este no pudo evitar reírse al verse atrapado en semejante mentira tan tonta.
—De acuerdo, pensaré en algo mejor y que se adapte a ti, por ahora por favor ve a la cocina y déjame saber con Isadora si el horno es suficiente para preparar tus pasteles o necesitas algo más.
Santiago tomó el teléfono y sabía lo que se avecinaba, pero con toda la calma del mundo que siempre tenía recibió la llamada.
—Juan Daniel.
—Dime que es mentira. Dime que no te la llevaste.
—Buenos días, ¿qué tal la noche de bodas? Supongo que debes estar cansado de tanto follar a tu esposa.
Había sarcasmo y un poco de cizaña, pero también había una declaración, Santiago le estaba dejando en claro a Juan Daniel que ahora era un hombre casado y no tenía derecho alguno de reclamarle nada.
—Santiago, sabes que…
—Si, ahora vive en una casa que es de ella y va a trabajar para mi, la saque de allí. ¿Qué más quieres saber? —Había algo que Juan Daniel admiraba de su hermano y era esa honestidad para decir las cosas sin tapujos, franqueza y determinación, pero era algo que también odiaba a profundidad.
—Sabes que… —intentó volver a su punto, pero fue imposible.
—Estás casado Juan Daniel, fuiste demasiado cobarde y no te atreviste a tomarla, a pesar de que siempre la tuviste entre tus manos, me dejaste el camino libre como siempre espere que harías. Ahora es mi turno.
Santiago colgó la llamada y volvió sus ojos a esa puerta café, sonrió y se metió en la casa. Las risas de Fernanda e Isadora le causaron curiosidad, pero en definitiva tenía que solucionar el tema del trabajo de Fernanda.
—De acuerdo, trabaja vendiendo pasteles. Te gusta hacer pasteles, hazlos y vendelos. Nosotros debemos ir a mirar un par de oficinas y voy a regresar en la noche, como aún no encuentro departamento para mi, espero que puedas prestarme una de las habitaciones de huéspedes, un favor a un viejo amigo.
No dio chance de rechistar absolutamente nada y se marchó con Isadora.
Mientras que Fernanda exploró un poco más la casa y busco ingredientes para preparar comida y pasteles con una tranquilidad que no había sentido hacía mucho tiempo, también pensó un poco la idea de Santiago y se dio cuenta que si ella quería, podría lograrlo.
Contrario a lo que estaba sintiendo Juan Daniel en el despacho de la gran Hacienda las Heliconias, el estallido de la botella que chocó contra la pared resonó por el lugar, un grito ahogado y una herida profunda abierta por su propio hermano.
Era un cínico y lo sabía porque aceptó vivir en casa de su madre y no en una propia para él y su esposa, solamente porque creyó que así podría ver todos los días a Fernanda, pero ahora ella ya no estaba, se la habían arrancado de las manos. Había pasado la noche junto a su esposa, le había hecho el amor y lo había disfrutado, eso no podía negarlo, pero no era Fernanda, nunca iba a ser Fernanda y él nunca sería libre para amarla.