—Quiero que vengas a casa hoy, una cena, eso será todo.
—No tengo tiempo.
—Santiago, por favor, tenemos que hablar.
—¿Sobre qué exactamente?
—Lo que hiciste… Las personas están hablando y los rumores se expanden.
—Rumores, ¿qué rumores madre? —El sarcasmo de Santiago era notorio y eso estaba exasperando a Doña Isabel.
—De toda clase, solo quiero que vengas y los aclares.
—Puedo hacerlo por teléfono ahora mismo, te ahorraré una cena innecesaria en una mesa en la que nunca me senté a comer.
—Por qué no querías compartir en familia.
—Por qué papá no estaba.
Isabel sabía que era cierto, luego de la muerte de su esposo, su hijo Santiago no volvió a ser el mismo, nada para él funcionó de la misma manera y aunque ella ciertamente lo intentó, no pudo volver a conectar con su hijo.
—Será solo una cena con tu madre, no creo que…
—De acuerdo, iré.
—A las 8, no llegues tarde.
Santiago se quedó mirando la puerta café, le gustaba demasiado aquella puerta, le gustaba demasiado aquella sencilla casa, le gustaba abrir la puerta y que el olor de los pasteles inundara su mente, dos semanas y aún vivía con Fernanda y su padre que se había dedicado única y exclusivamente a los caballos, la castaña había vendido pasteles a los empleados de la oficina de Santiago que a su vez avisaron a familiares y amigos y ahora tenía que hacer en promedio de 5 a 7 pasteles al día.
Eso le mantenía la mente ocupada y era beneficioso para Santiago que había logrado evitar la conversación incómoda de tener que justificar porque seguía viviendo allí y no en un lugar propio.
—Llegue.
—¡Hola! —Fernanda tenía el mandril color lila con flores muy pequeñas, salía de la cocina para recibirle, casi se había vuelto un ritual aquello.
—Huele delicioso —fue lo primero que le llegó a la cabeza a Santiago, aunque en realidad se moría por acercarse a Fernanda y quitarle de la punta de la nariz esos restos de harina.
—Gracias, es el pastel de chocolate para tu asistente, creo que su hermana está cumpliendo años.
—Es su novia en realidad.
—¡Oh! —Fernanda se puso un poco roja y no supo qué decir.
—Tranquila es solo que ella no habla mucho de su vida privada.
—Si, entiendo.
Santiago se acercó a la cocina y se apoyó en una pared mientras que Fernanda se disponía a sacar del horno su último pastel del día. Muchas cosas quería decir, pero la felicidad de ver esos ojos brillando era lo único que tenía en mente.
—Esta noche cenaré con mi madre —Fernanda detuvo por completo sus manos y se quedó mirando directo el pastel de chocolate—. Me gustaría que me acompañaras, pero no es momento aún.
—No tengo razones para ser tu acompañante.
—Es cierto —Santiago sabía que ella tenía razón—. Supongo que cenarás sola con tu padre.
—Se acostó temprano, las terapias… lo dejan muy cansado.
Santiago había contratado a todo un batallón de especialistas para ayudar al viejo hombre, que ya cansado y agotado necesitaba un poco de supervisión médica.
—Entonces cenarás sola.
—No es como si fuese mi primera vez.
—Fernanda, yo…
—Santiago, solo eres un amigo que vive conmigo o yo vivo en tu casa, ni siquiera sé lo que esto significa y me digo que todo es mentira, que estoy soñando, estoy esperando la hora en la que esta absurda burbuja se rompa y tenga que volver a ser la empleada de siempre.
—¿Es tan difícil darme una oportunidad?
Fernanda volvió a mover sus manos, casi como si el hombre no hubiese dicho nada, casi como si esa mínima conversación no hubiese sucedido.
Santiago subió las escaleras y entro a la habitación que era la suya, y que esperaba que fuese solo de forma temporal, tomo una ducha y se puso unas prendas bastante informales, Jeans, camiseta blanca y una chaqueta cafe, el pelo iba aún húmedo y desordenado, cuando llegó a la cocina todo estaba en orden, no había rastro alguno de que Fernanda hubiese estado haciendo pasteles como una máquina.
La puerta principal se abrió y ella entró con una sonrisa. Sus miradas se cruzaron y fue imposible para ella no sonrojarse ante el espectáculo que era Santiago en ese momento, seductor, juvenil, poderoso, sensual.
—¿Ya te vas?
—Si.
—Espero que todo salga bien.
Intentó pasarlo de largo, pero Santiago la detuvo tomándola de la mano con suavidad, Fernanda que no sabía exactamente qué movimiento hacer se quedó completamente quieta, esperando. Y lo que no esperaba llegó, porque ella realmente no esperaba nada, Santiago se acercó lentamente y dejó un beso en su mejilla, no fue sonoro, tampoco largo, Fernanda no podía decir siquiera que aquel beso fue invasivo, fue más bien un beso simple y poco codicioso.
—Adiós.
Santiago se subió en la parte delantera del auto y le ordenó al chofer que lo llevará hasta la casa de su madre, el viaje fue incómodo, fastidioso inclusive, porque el más joven en aquella familia sabía que no habría una dulce conversación.
—Madre.
—Santiago, hijo, por favor.
El comedor estaba espléndidamente vestido, la vajilla, el mantel, la cristalería y objetos todos de plata, era una locura de opulencia para una sencilla cena.
—¿Por qué tantas molestias?
—Eres mi hijo, no mereces menos —la sonrisa de felicidad de Doña Isabel era extraña, Santiago no confiaba en ella.
—En realidad es por los invitados que acaban de llegar —la voz de Juan Daniel resonó en el recibidor de la casa, venía bajando tomado de gancho de su esposa, una chica hermosa de sonrisa honesta que saludo calurosa a Santiago.
Ambos se quedaron mirando por instantes que parecieron una eternidad, no había nada que decir y sin embargo ninguno se pudo quedar callado.
—¡Vaya, vaya! No creí que mi hermano se pudiera ver más atractivo aún, pero mientras más pasa tu tiempo como hombre casado, más perfecto luces, Juan Daniel.
—Y yo nunca creí ver que mi hermanito pequeño cayera tan bajo, llevándose a vivir con una mucama.
—¡Juan Daniel! —Luciana que se veía tan puesta en su lugar, fue la que lo reprendió.
—¿Qué es lo que te duele hermano? ¿Qué me la he llevado yo? ¿O que se haya ido conmigo? —la sonrisa de Santiago se borro cuando por la puerta principal cruzaron los miembros de una familia que solía visitar su casa durante su infancia.
—¡Bienvenidos! —Doña Isabel los saludo calurosa y en medio de un abrazo fraternal todos pasaron a la mesa.
Todos menos aquel par de hermanos que estaban a punto de irse a los puños.
—Eres una rata traicionera —Juan Daniel ardía en ira.
—Y tú eres un patético cobarde.
—Es mía.
—¿Luciana? Si, claro, es tu esposa, por si no te has dado cuenta y por el brillo de sus ojos, puedo deducir que estas haciendo muy bien tu papel como esposo.
—Fernanda, es mía —Juan Daniel fue directo.
—Ese es tu jodido problema, ella no es tuya, tampoco mía, ella tiene que entender que puede vivir su vida y luego elegirá lo que le dé la gana.
—¿Por eso te la llevaste? Mantenerla a tu lado la va a confundir.
—No, me la lleve porque aquí nunca iba a ser libre, ¿cómo crees que iba a vivir contigo y tu esposa a su lado? Ella te ama, Juan Daniel y aunque me duele aceptarlo, es la realidad, simplemente me la lleve para evitarle un dolor de mierda que se como se siente.
Santiago se marchó junto al resto de invitados y una vez iniciada aquella cena, las intenciones de Doña Isabel se mostraron con descaro.
—Santiago, la hija de los…
—No —la negativa fue directa, aunque parecía que el joven no había estado prestando atención a la conversación, se había percatado por completo de las intenciones de su madre que había estado toda la velada adulando y mostrándose amorosa con la hija de aquella importante familia.
—Santiago, por favor.
—Estoy enamorado, madre. Profundamente enamorado —miro a la chica, que era hermosa—, así que lamento que te hayan hecho venir a una cena con la intención de que entre nosotros dos sucediera algo, pero la mujer que amo me espera en casa y eso no va a cambiar, a menos que ella me de una rotunda negativa, así que por ahora solo puedo excusarme por la pérdida de tiempo que les acaba de hacer pasar mi madre.
Se puso de pie, tiró la servilleta sobre el plato que aún tenía comida y se marchó, aunque en medio de su partida Juan Daniel lo detuvo.
—¿La amas? Eso que dijiste allá…
—Si, la amo.
—No sabes lo que es el amor.
—¿Y tú si? Tú que la dejaste por irte fuera del país, tú que sabías que madre la golpeaba, tu la amas que te acabas de casar y te follas a la mujer con la que compartes cama, dime que clase de amor es ese Juan Daniel, porque no lo entiendo.
—Tengo deberes.
—¿Deberes? Estás seguro que hablas de deberes o es más bien miedo —Juan Daniel se acercó peligrosamente a Santiago que no frenó su discurso—. Ambos sabemos que no era una obligación irse a estudiar fuera del país, ambos sabemos que no era obligación ocupar un puesto en la mesa directiva, ambos sabemos que si aceptaste todo esto —elevo sus manos en dirección a la gran mansión—, solo fue porque tenías miedo de quedarte sin dinero, sin fortuna, porque tenías miedo de ser un don nadie.
—Hijo de…
—¿Qué? ¿Me vas a golpear porque te digo la verdad? fuiste y eres un cobarde, yo me fui a trabajar como un bruto, por mi dinero, por mi libertad, porque no me iba a ahogar en miedos y porque la amo y porque decidí luchar por ella como era debido, tu tomaste el camino fácil y ahora quieres que yo me haga a un lado para que puedas tener lo mejor de ambos mundos, dinero y Fernanda.
El sonido estrepitoso de algo cayéndose en el suelo lo hizo levantar la mirada, Fernanda estaba de pie en la puerta y Santiago no tenía idea de que hacía ella en ese lugar.
—Fernanda —Juan Daniel se acercó a ella y ella dio dos pasos hacía atrás.
—¿Qué haces aquí? —Santiago no sabía qué más decir.
—Isa-Isadora… Ella me dijo que tú… Qué tal vez me podrías necesitar y yo…
Las lágrimas salieron de sus hermosos ojos, las pupilas de Santiago se dilataron, estaba iracundo ella no tenía que escuchar aquello y no sabía que tanto había escuchado.
—¡Vamonos! —la tomó de la mano, pero Juan Daniel intentó detenerlos.
—Fernanda, por favor…
Pero sus ojos ya estaban como muertos y ella simplemente enlazó sus dedos a los de Santiago, casi era un llamado de ayuda para que la sacara de allí, aquella confrontación con su realidad le acababa de partir el alma en mil pedazos.
Sabía que Juan Daniel nunca iba a ser suyo, pero jamás creyó que iba a ser tomada por tonta.
—No tenías que venir.
—Lo sé, pero supongo que no soy muy inteligente, Santiago.
—Lo siento.
—No pidas disculpas por tu hermano, no eres como él.