Me estrello contra los árboles. Cada rama que me golpea al caer es como un látigo que me castiga. Intento meter las alas, pero vuelvo a gritar porque la flecha sigue clavada en ella y cada movimiento es una agonía. Siento cada arañazo que me corta mientras las ramas me lastiman desde todas las direcciones. Los árboles me desgarran y, sin embargo, cada pizca de resistencia ayuda a frenarme. Justo cuando estoy segura de que no puedo aguantar más, caigo al suelo. Aterrizo sobre brazos y rodillas, hecho un ovillo, y mi barbilla choca contra el suelo, haciéndome chocar los dientes. Vaya. Ser corpóreo duele. Ruedo sobre mi espalda y me quedo allí respirando, sintiendo cada gramo de dolor mientras me recorre. No puedo mover las alas y tampoco puedo alcanzar el lugar donde me atravesó la flecha.