Cristian miraba a la mujer con atención. Sabía que algo le escondía, pero no quería hablar, esperaba no tener que llegar a la tortura para hacerla confesar lo que fuera que supiera.
―Creo que tendrás que avisarle a tu familia que no llegarás a tu casa.
Ella lo miró asustada, no la soltaría tan fácilmente.
―Toma. ―Le extendió su propio celular―. Llama y di que estás bien, que tuviste un viaje repentino.
Ella recibió el teléfono, a la única que podía llamar era a su amiga, pero no se sabía su número de memoria.
―¿Qué pasa? ―le preguntó él algo impaciente.
―No me sé de memoria ningún número.
―En tu cartera no había ningún celular ni libreta con números.
―Se me debe haber caído mi teléfono, lo tenía en el pantalón.
―Supongo que sí sabes tu número.
Ella se lo dictó y él lo marcó en su propio móvil. Escucharon el sonido de llamada cada vez más cerca. Alguien afuera lo tenía. Cuando el sonido se escuchó tras la puerta, Cristian abrió y lo recibió.
―Estaba entre las cajas ―le informó el hombre de fuera.
―Gracias ―respondió y luego la miró con una sonrisa―. Eres una chica con suerte.
Ella hizo un gesto de desagrado.
―Llama a tu amiga y no hagas tonterías, nada de frases en clave, tampoco quiero que le digas dónde o con quién estás. Y pon el altavoz.
Soledad marcó el número de su amiga.
―Hola, oye, tuve un percance, voy a estar fuera un par de días.
―¿Y eso, amiga? ¿Qué pasó?
―Es que… Me acabo de enterar de que mi papá se murió.
―¿Se murió? No me vas a decir que viste a tu hermano.
―Sí, algo así.
―Bueno… Por lo menos es viernes, le diré a la jefa, ¿o ya hablaste con ella?
―No, no he hablado con ella, te agradecería que tú lo hicieras, yo estoy viajando ahora.
―Sí, yo hablo con ella, le diré que estás enferma.
―Gracias, amiga.
―Ojalá se solucione pronto eso.
―Sí, eso espero.
―Chao.
―Chao.
Soledad cortó la llamada y miró a Cristian.
―¿Qué es eso de tu hermano y de tu papá? ¿Qué pasa con ellos?
Soledad bajó la cabeza.
―Yo escapé de casa. Una vez me encontré con mi hermano y él me dijo que no volviera, que había causado demasiado daño con mi partida.
―¿Por qué te fuiste?
―Porque era impulsiva, caprichosa y rebelde.
―¿Y por qué dijiste que tu padre había muerto?
―Porque es verdad, antes de que me trajeran, me enteré de su muerte, por la prensa, no por mi hermano, pero de todos modos me enteré.
―¿Tu padre es muy conocido que salió en la prensa su deceso?
―No. No sé si se enteró, un hombre se ahogó en Puerto Varas. Lo buscaron por días.
―¿Eres de Puerto Varas?
―Sí.
―Escapaste muy lejos, ¿tan malos eran?
―No, solo protectores. No querían que me fuera por el mal camino.
―Y no te fuiste por ahí.
―Sí, por un tiempo, sí. Tuve malas compañías, hice cosas de las que no estoy orgullosa…
―Pero enmendaste tu camino. ¿Estuviste metida en drogas y esas cosas?
―Sí. En esas cosas.
―Pero ahora estás limpia.
―Sí.
―¿Dejaste alguna deuda? Digo, por algo estás aquí, ¿no?
―No. No que yo sepa. Es decir… Yo era una simple fumona como se dice aquí, una drogadicta, si tenía dinero, compraba droga; si no tenía, me aguantaba o buscaba la forma de conseguirla. No me movía con la mafia ni esas cosas, donde había una zapatilla colgada, ahí estaba yo.
―Ah, o sea, no va por ahí, al parecer.
―No sé. No creo.
―¿Y eso era allá o acá?
―Aquí.
―Mmm… Quizá dejaste una deuda que no quieres reconocer. ¿Hace cuánto fue?
―Ocho años.
―Mucho.
―Por eso no creo…
―Los intereses deben ser altísimos ―la interrumpió.
―No… Yo no…
―Tranquila, si estás metida en líos, yo te voy a ayudar, pero escucha, si no me estás diciendo la verdad, te va a ir muy mal.
Ella lo miró asustada.
―Pero estás diciendo todo, ¿no es verdad?
―Todo lo que sé.
―Bien. Aun así, todavía no entiendo por qué me seguías antes.
―No lo seguía ―afirmó ella con nerviosismo.
Cristian extendió su mano para que le devolviera el teléfono. Ella se lo entregó.
―Vamos a ver qué secretos escondes en este aparatito ―dijo mientras se daba la vuelta para ir a su escritorio.
Ella se puso mucho más nerviosa y también se sentó, pero lo hizo en uno de los sofás, que estaban más cerca.
Él lo desbloqueó sin dificultad y luego de revisarlo un rato y de hacer algunos gestos, la miró y le enseñó la pantalla con una foto de él en la cafetería.
―Y dices que no me espías ―recriminó.
―No lo espío, eso no…
―¿Y esto qué significa?
―Un juego, fue una apuesta con mi amiga.
Él caminó hasta sentarse a su lado.
―¿Tu amiga Clara?
―Sí.
―¿Qué apuesta?
―Que podía sacarle fotos sin que usted se diera cuenta. Ella tiene las de su amigo.
Él acunó su rostro entre sus manos.
―¿Estás segura de que me estás diciendo la verdad? Sabes que igual la voy a saber y prefiero escucharla de tus labios.
Ella cerró los ojos, si eso hubiese pasado en otras circunstancias, habría sido tan diferente, pero allí, así…
―Soledad, espero una respuesta coherente.
―Es que... usted me gusta ―confesó con vergüenza y sinceridad.
Ni un solo músculo de su cara ni de su cuerpo se movió. Era como si se hubiera quedado congelado ante las palabras de la joven.
Ella alzó sus ojos hasta encontrar los de él, que la miraban fijo.
―¿Qué dijiste? ―interrogó exigente.
―No me haga repetirlo ―rogó con sus mejillas rojas.
―Quiero escucharlo.
―Usted me gusta, sé que es una estupidez, ni siquiera sé su nombre y solo lo he visto en la cafetería.
―Por casi tres meses ―agregó él con una cuota de ternura.
―No tengo muy buen ojo con los hombres.
Él solo la miró, ella no sabía qué pensaba ese hombre, era muy incómoda para ella esa situación y no logró sostener su mirada.
―Mírame ―le pidió con delicadeza.
Con los ojos aguados, lo volvió a mirar, se sentía tan vulnerable.
―¿Es cierto esto que dices?
―Está en mi diario.
―Tu diario es lo que menos me importa en este momento.
Se acercó un poco y rozó sus labios con los de ella. Hacía tanto tiempo que nadie la besaba y quiso entregarse, pero no podía; se apartó.
―¿No quieres? ―le preguntó al notar su renuencia.
―Esto no está bien.
La abrazó y agachó su cara hasta su oído.
―Cristian Guerra ―susurró.
―¿Qué?
―Ese es mi nombre ―aclaró.
Ella lo miró, jamás había escuchado ese nombre.
―¿Ahora sí puedo besarte? ―le consultó―. He esperado hacerlo desde hace tres meses y desde el mismo instante en el que te vi en el suelo cuando llegaste a mí.
La besó con dulzura y cuidado, casi pidiendo permiso para avanzar en su boca. Ella se dejó llevar solo un instante, pues sabía que la razón por la que estaba allí, podría destruirla.
Se apartó de ella y la miró.
―Esta noche te irás a mi casa, quiero saber por qué estás aquí y cómo ayudarte, pero deberás cooperar, bonita, de otro modo, no podré hacer nada por ti.
―Déjame ir, te juro que yo no…
―No jures en vano. Quien te trajo aquí tenía un motivo muy específico y debo descubrirlo antes de dejarte ir.
―Cristian, por favor…
―No puedo. Tú tal vez no lo sepas, pero las cosas en este mundo son distintas a como se hacen allá afuera.
―¿En este mundo? ―preguntó como si no entendiera.
―Creí que ya te habías dado cuenta de que estás ante un mafioso.
―Eso no es verdad.
―Vamos, no creo que seas tan tonta.
―No, no es eso, es que… ¿Cómo es que, siendo mafioso, andas por ahí, en un café, con una rutina diaria… ¿No tienes miedo de que te maten?
―Por supuesto que no ―dijo tras lanzar una carcajada―. ¿Qué crees que es esto? ¿El viejo oeste?
―No, no, pero… ―Suspiró―. Bueno, ahora que estoy secuestrada por ti… ¿me vas a atar o algo similar?
Cristian sonrió ladino.
―No me van mucho las amarras, para ser sincero, prefiero a la mujer con sus dos manos libres ―dijo en doble sentido.
―¡Cristian! Sabes que no me refiero a eso.
―No, bonita, no te voy a atar, y no estás secuestrada, estarás protegida en mi casa hasta saber qué es lo que pintas en esto, qué haces aquí, por qué te trajeron. Solo eso. No estás secuestrada.
―Pero no me dejarás ir.
―No puedo. No mientras no tenga la seguridad de que no eres una espía o algo peor.
―¿Algo peor?
―Una sicaria ―respondió con seriedad.
―¿Tengo pinta de sicaria? ―preguntó alterada.
―Créeme que las que menos lo parecen, lo son.
―Pues yo no vine aquí a matarte, si quisiera hacerlo, lo habría hecho ya, ¿no te parece?
―Sí, puede ser, o puede que estés esperando un momento más propicio.
―Pues no. No es eso. ¿Por qué me trajeron? No sé. ¿Qué hago aquí? Tú me tienes secuestrada. Si me dejaras ir, te darías cuenta de que tus paranoias son infundadas y ni siquiera me volverías a ver en el café. ¿Tú crees que yo quiero estar metida en este mundo, como dices tú?
―Cálmate, estás demasiado nerviosa.
―¡Claro que estoy nerviosa! No sé qué hago aquí y tú me acusas de querer asesinarte.
―Yo no te acuso de nada, solo es una posibilidad entre tantas otras. Incluso, pienso que alguien quería asesinarte a ti y te trajeron para que te protegiera.
―¿A mí? ―Bajó la voz―. ¿Y por qué a mí?
―No lo sé, si no lo sabes tú, menos puedo saberlo yo.
―No sé, que yo sepa no tengo enemigos. No al punto de que me quieran matar, a no ser que sea una compañera de trabajo que me odia y no sé por qué.
―¿Tú crees que ella quiera lastimarte?
―¡No! Es una pendeja que cree que todo el mundo le quitará su trabajo. Nada más.
―Entonces, Soledad Riquelme, no tienes enemigos, tampoco amigos, excepto Clara, no quieres matarme, no sabes por qué estás aquí… Estamos en cero. Te irás a mi casa y haré mis averiguaciones. ¿Te parece?
―No.
―Bueno, no te preguntaré, porque eso es lo que harás. Punto. No voy a seguir discutiendo contigo, acabo de besarte y ya tenemos nuestra primera pelea, no me imagino la vida con alguien discutiendo todo el tiempo; no es lo mío.
―Nadie te pidió que me besaras.
―No, pero tus labios lo pedían. Claro que ahora solo quieren pelear y no estoy para este juego de niños.
Se levantó y llamó a Max.
―Llévenla a mi casa. Que no se les escape ―ordenó con firmeza.