Soledad estaba quieta y en silencio. Estaba segura de que, si la encontraban, la matarían; aunque, lo más probable, era que ya lo supieran. Casi no respiraba, intentaba hacer el menor ruido posible, sin embargo, al sentir el frío de un arma en su sien, se dio cuenta de que sus esfuerzos habían sido en vano.
El hombre la tomó con brusquedad. Había otros allí, de otra manera, se hubiera enfrentado a él, pero no sabía de cuántos, con exactitud, se trataba.
La llevaron a una sala donde se encontraban varios hombres que la observaban asombrados. El tipo la lanzó a los pies del único que no la veía, pues estaba de espaldas hablando por teléfono.
El golpe de sus rodillas contra el suelo sonó muy feo, pero peor fue el dolor que sintió. Aun así, no lloró, no quería llorar, no demostraría debilidad.
Cristian, sin cortar la llamada, se dio la vuelta y la miró con extrañeza.
―Te llamo más tarde ―dijo y colgó.
Se agachó y buscó sus ojos. Ella no pudo evitar que las lágrimas cayeran por sus mejillas. Era el hombre del café. Sabía que él no notaba su presencia, ¿la reconocería? ¿Cómo se iba a fijar en una simple cajera de una empresa de telecomunicaciones? Ni siquiera debía conocer la sucursal por dentro, seguro que todos sus pagos, o se los hacía otra persona o los realizaba por internet. O sea, ni para eso ella podría llegar a ser alguien en su vida.
La tomó con mucha suavidad por los hombros y la levantó del suelo.
―¿Qué haces aquí? ―le preguntó sorprendido.
―Yo... No sé... No... No... No me lastime, por favor ―tartamudeó como una idiota.
―Tranquila, no te preocupes, yo no suelo abusar de mujeres, pero dime, ¿qué haces aquí?
―No sé, yo no...
Negó con la cabeza al tiempo que cerraba los ojos, ella no tenía idea de quién ni por qué la habían llevado a ese lugar.
―Estaba entre las cajas de la bodega ―le informó el tipo que la encontró.
―¿Qué hacías allí escondida?
No pudo contestar. Quien la había llevado, le advirtió que no se moviera, que se quedara allí, solo eso. Nada más.
―Bien, ven conmigo.
Cristian la condujo por un pasillo a una oficina interior. La hizo entrar y luego entró él, pasó por su lado y se sentó ante su escritorio, le indicó a ella que hiciera lo mismo frente a él.
―Quién eres, qué haces aquí y qué hacías escondida en la bodega ―ordenó por una respuesta, aunque no fue una pregunta.
―Me llamo Soledad Riquelme y no sé qué hago aquí.
―Tú viniste ―expresó con ironía.
―No. No, yo no vine.
―¿No? ¿Cómo llegaste?
Se quedó en silencio. Por un momento, todos los recuerdos de su pasado volvieron y sintió que aquello era parte de eso, si era así, estaba perdida, no tenía escapatoria.
―Dime, ¿quién te trajo?
―¡No sé, no sé!
―Lo que no sabes es mentir; en la cara se te nota que sabes más de lo que dices.
Soledad se sintió perdida, ese hombre lo sabría todo y no dudaría en matarla. Quizá sus negocios que le parecían tan importantes en ese café no eran más que una máscara. Se levantó aprisa y corrió hacia la puerta, él no se inmutó, ni siquiera se movió, ella lo comprendió tarde: la puerta estaba cerrada con llave. Pegó su frente a la puerta y sintió las manos de Cristian en sus hombros, sin brusquedad, sin fuerza, casi con compasión. La volteó hacia él.
―Dime quién eres y qué haces aquí, y no quiero mentiras ―le advirtió.
―Ya le dije quién soy. Mi nombre es Soledad Riquelme.
Golpearon a la puerta, Cristian apartó a la chica y abrió, recibió la cartera de ella, la que habían encontrado en la bodega.
―Ahora vamos a comprobar si me estás diciendo la verdad, Soledad Riquelme.
Le hizo un gesto para que lo siguiera. Volvió a su escritorio y vació la cartera encima de él. Lo primero que tomó fue su billetera, de donde sacó su documento de identificación. Miró la fotografía y luego a ella. Varias veces repitió la operación, quizá para corroborar su identidad.
Sacó unos papeles, boletas, el dinero que llevaba y unas fotografías. Se detuvo en las últimas. Las observó con detenimiento, luego las alineó ante ella.
―¿Quiénes son? ―le preguntó.
―Mis hermanos y yo ―respondió al tiempo que le iba enseñando cada una de las imágenes―. En esta estamos mi amiga Clara y yo. Ellos son unos amigos de la escuela.
―¿Qué edad tenías acá? ―le preguntó al tiempo que le mostraba la primera fotografía.
―Cuatro o cinco.
Sonrió y volvió a guardar todo en su lugar, sin equivocarse en nada.
―No te pareces a cuando eras pequeña ―comentó como al pasar.
Ella no respondió, no supo qué decir.
Cristian abrió el cosmetiquero y los revisó uno a uno, observaba el maquillaje y luego a ella, como si quisiera saber si se aplicó o no cada producto, pero no dijo nada. Siguió con el resto de las cosas: papeles sueltos, envases de chicles y dulces que tiró a su papelero. Volvió a guardar los papeles en su cartera y tomó la cajetilla de cigarrillos y el encendedor.
―¿No sabes que el cigarro es dañino para la salud?
Bajó la cabeza sin saber qué decir.
Él tomó la agenda y ella comenzó a temblar, se puso pálida y suspiró casi como en un ahogo.
―Acá hay algo importante, ¿o me equivoco? Una cita, tal vez, algún nombre que yo no debería ver. ―Ella negó con la cabeza―. ¿Entonces? Dímelo tú, lo sabré de todos modos.
―Es mi diario de vida.
Cristian sonrió satisfecho y lo hojeó con rapidez sin detenerse en ninguna hoja.
―Tendré bastante que leer esta noche.
Ella sintió que sus piernas flaquearon, ya no podrían sostenerla por mucho más. De algún modo, hubiese querido lanzarse contra ese hombre, pero no saldría viva de allí.
―O tal vez quieras decirme tú lo que hay aquí, lo que no quieres que yo lea.
La palidez en el rostro de la joven preocupó a Cristian.
―Siéntate, no quiero que te desmayes en medio de mi oficina. Dime, ¿qué es lo que me ocultas? ¿Será que aquí tienes el motivo por el cual me vigilas cada día?
Ella se puso morada, entonces. Se dio cuenta de que sí había notado su presencia. Claro, su amiga Clara ya le había dicho que debía ser menos obvia. Ambas se habían expuesto demasiado. Esperarlo tanto tiempo al salir por la tarde, no había sido la mejor idea.
―Soledad Riquelme, ¿puedes tener la amabilidad de contestar a mis preguntas? ¿Por qué me vigilas?, ¿para quién trabajas? ¿Eres de la policía? ¿De algún narco?
―Yo no... ¡No! Yo no lo vigilo.
―¿Segura? ¿Crees que no me he dado cuenta de que te das mil vueltas antes de que yo llegue al café y solo cuando yo entro, tú entras detrás de mí? Hasta hace... ayer en la tarde, cuando se comportaron tan extrañas… ¿de verdad celebraste tu cumpleaños en un café con un trocito de torta? Me desilusionas, Soledad, yo pensé que te sentías atraída a mí, pero ahora, al verte aquí, creo que me espías y quiero que me digas para quién lo haces.
Ella no sabía qué hacer, ¿debía confesarle lo que en realidad pasaba o sería mejor callar?
―Para quién trabajas ―exigió.
―Para Telcomp ―respondió sin pensar.
―Hablo en serio.
―Yo trabajo de cajera en...
―No me provoques, Soledad, ¿quién te envió a espiarme?
―No, no, se lo juro, yo no lo espío...
―Soledad.
―¡Ay, no!
Él se levantó y ella lo imitó. Retrocedió, su mirada la intimidaba. Desde que lo vio por primera vez, quiso que se acercara, pero no así, no en esas circunstancias, los ojos se le llenaron de lágrimas, ¿por qué tenía que ser de aquella forma?
Ella chocó con la puerta, ya no podía seguir huyendo, él colocó ambos brazos a los lados de su cara, con las manos apoyadas en la pared.
―Quiero la verdad, Soledad, por favor, no suelo ser violento con las mujeres, pero tampoco me gusta que jueguen conmigo.
―Yo no lo espío, si estoy aquí es porque me trajeron, no sé nada más.
―¿Quién te trajo?
―No sé, parecían niños, jóvenes.
―Algo imaginas que puede ser, por algo te trajeron, no fue por equivocación.
―No ―contestó, aunque la respuesta debería ser “sí”, era su pasado que le estaba pegando un zarpazo en plena cara. Y él era parte de ese mundo que quisiera enterrar.
―Habla. ―Esperó un momento, silencio por parte de ella―. ¡Habla, maldita sea! ―Golpeó la pared―. Estoy perdiendo la paciencia y te aseguro que no te gustará.
―Por favor...
―Por favor, nada, dime lo que quiero saber.
―No sé.
Volvió a llorar, si decía lo que pensaba, la mataría.
―Maldición, por favor, dime lo que haces aquí y por qué me espías. ―Bajó la voz.
―Si lo supiera, se lo diría, pero no sé. No sé por qué me trajeron aquí.
―A ver, dime algo, dices que te trajeron, por lo que supongo fuiste secuestrada. ¿Viste a tus captores?
―Sus caras no, tenían capuchas, pero parecían niños, jóvenes adolescentes, pero no vi a ninguno, solo uno de ellos me habló para decirme que me quedara quieta y no hiciera nada estúpido, pero tampoco le reconocí la voz.
―Bien. ¿Y te llevaron de dónde? Según tengo entendido, tú andas a todas partes con tu amiga Clara.
―Ella tuvo que ir al banco, así es que salió antes de la hora de almuerzo, yo me iba sola a la casa.
―Por eso te atraparon sola.
―Sí, no sé si estaban esperando que estuviera sola, si aprovecharon o si les hubiera dado lo mismo si hubiese estado con mi amiga.
―Bien, digamos que te creo, que tú no tienes idea de qué haces aquí, ¿qué debería hacer entonces?
―No lo sé. ¿Dejarme ir?
―Claro. Eso es lo que quisieras.
―Yo sé que no me cree, pero a lo mejor se equivocaron al traerme.
―Sabes que aquí no hay errores.
―¿Aquí? ―preguntó con inocencia.
Cristian sonrió con frustración.
―Sabes bien a lo que me refiero.
Ella calló, sí, sabía muy bien a qué se refería.