—Debes encontrarte conmigo esta noche, Alton, ¡te juro que no puedo vivir más tiempo sin tu amor!
—Estaré ahí— prometió él—, y no me hagas esperar demasiado.
La profundidad de su voz la hizo comprender que lo había excitado. Lo miró de soslayo, con la expresión astuta y satisfecha de la mujer que conoce sus atractivos y se da cuenta de que es irresistible.
—Ahora, voy a escogerte esposa— dijo—. Hay varias jóvenes paseando por los jardines en este mismo momento entre las cuales puedes seleccionar. Las muchachas que vienen del campo son las mejores, están menos mimadas que las de la ciudad. Y como tu esposa tiene que sentirse satisfecha con una cantidad mínima de tu atención, debemos buscar alguien que sea un poco ignorante e ingenua.
—¡Cielos, Georgette, imagino que vas a darme una buena ración de leche… una cosa que detesté desde que era niño!
Lady Sibley se echó a reír.
—Tengo todas las intenciones del mundo de seguir siendo el champaña en tu vida, Alton, todavía por mucho tiempo.
Se puso de pie; entonces lanzó un pequeño grito ahogado cuando el conde, que se había levantado al mismo tiempo que ella, la rodeó con sus brazos.
—Me excitas— dijo él—. Siempre lo has hecho. Y es muy probable que ninguna otra mujer hubiera tomado la noticia de mi matrimonio con tanta calma y sensatez como lo has hecho tú.
Lady Sibley prometió que todo saldría de manera espléndida y que las cosas serían más fáciles para ambos.
Se volvió ofreciéndole sus labios y él la beso con pasión. Entonces, mientras se zafaba de su abrazo, le pidió:
—Dame tiempo para mezclarme con los invitados. No deben
vernos salir juntos de aquí, demasiado obvio.
—Muy bien— contestó él—. Hasta esta noche, Georgette.
—Te prometo que no te haré esperar— contestó ella, con voz seductora.
Lady Sibley desapareció a través de los rododendros. El Conde sacó su reloj del bolsillo de su chaleco, consultó la hora y tomó su chistera de donde la había colocado, e iba a ponérsela cuando una voz, baja pero clara, lo llamó:
—¡Lord Droxford!
Se sobresaltó y miró en torno suyo, pero no vio a nadie.
—Estoy aquí— dijo una voz.
El conde levantó la cara con curiosidad y vio entre las frondosas ramas del roble, un pequeño rostro en forma de corazón, que lo miraba desde lo alto.
—¿Qué está haciendo ahí arriba?— preguntó él con voz aguda.
—Si espera un momento, bajaré y se lo explicaré.
El Conde apretó los labios con expresión sombría. Era evidente que aquella criatura había escuchado lo que él y Lady Sibley habían hablado y se preguntó si debería comprar con dinero su silencio.
Si era así, ¿debía darle una guinea o sólo media guinea?
«Sería difícil para una niña explicar cómo consiguió una guinea», se dijo.
Buscaba en el bolsillo del chaleco algunas monedas, cuando deslizándose por el tronco del árbol, apareció en el pequeño claro no la niña que estaba esperando, sino una muchacha mayor.
Estaba vestida con un descolorido traje de algodón, con manchas verdes producidas por la corteza del árbol. El vestido le quedaba ya justo y era evidente el suave crecimiento de sus senos por encima de una descolorida banda de satén azul pálido.
Pero una vez que se dio cuenta de que ésta no era una niña cuyo silencio podría comprar, el conde observó el rostro de la muchacha que había escuchado su conversación con Lady Sibley.
No cabía la menor duda de que era una jovencita preciosa. Pequeña, de constitución y facciones delicadas, su rostro parecía demasiado pequeño para los enormes ojos que tenía.
Eran los ojos más asombrosos que el Conde había visto en su vida; notó que eran verdes, salpicados de castaño, y no del tono azul que parecía corresponder a su cabello, del color del trigo maduro. Había una leve insinuación de rojo en él, que acentuaba la blancura de su piel
—Así que estaba usted escuchando— dijo él en tono acusador.
La muchacha asintió.
—Elizabeth y yo siempre hemos usado este árbol como escondite para mirar lo que sucede en el jardín— contestó ella—, pero este año Elizabeth está entre los invitados.
—¿Quién es Elizabeth?
No estaba interesado en verdad en la respuesta. Pensaba que el cabello de la muchacha, que reflejaba los rayos del sol cuando se movía, era de un color que nunca había visto antes.
—Elizabeth es la hija de su anfitrión— fue la respuesta—. Este año es una debutante, y la están presentando a todos los personajes importantes del condado, como usted.
—¿Sabe quién soy yo?
—Sí, por supuesto. Usted es el Conde de Droxford. Lo vi el año pasado y todos hablan de usted.
El Conde enarcó las cejas, como si aquel comentario fuera una impertinencia.
—¿Y cómo se llama usted?
—Soy Karina Rendell. Usted conoció a mi padre hace algunos años.
—¿Se refiere a sir John Rendell, que fue m*****o del Parlamento hasta hace poco tiempo?
—Sí, ése es papá.
—Por supuesto que lo conozco. Y usted vive no lejos de aquí, si no me equivoco.
—Nuestra propiedad, o lo que queda de ella… colinda con la del Duque —contestó Karina.
—Entonces, ¿por qué no está en la fiesta?— preguntó Lord Droxford.
Ella le sonrió y su sonrisa pareció iluminar su rostro.
—¿Le gustaría saber la verdad?
—¡Por supuesto!
—En primer lugar, soy demasiado bonita y, en segundo, no tengo nada qué ponerme.
—¿Demasiado bonita?
—A la Duquesa no le gusta que nadie compita con sus hijas. A mí me invitan a comer, a la casa del Duque sólo cuando no hay extraños presentes.
El Conde tuvo que sonreír. La muchacha era ciertamente original. Consultó su reloj de nuevo.
—Creo que debo volver a la fiesta.
—¡Un momento!— exclamó Karina—. No hubiera revelado mi presencia, ni le habría hecho saber que he estado escuchando, si no quisiera pedir algo a su señoría.
—¿De qué se trata?
El Conde se puso en guardia.
Los ojos verdes lo miraron con fijeza, pero el rubor de las mejillas de Karina se intensificó.
—Me pregunto… en vista de que está buscando esposa…— dijo ella con lentitud—, si me consideraría usted candidato adecuado.
Por un momento el conde se sintió demasiado asombrado para contestar. Entonces dijo con brusquedad:
—Usted escuchó cosas que no estaban destinadas a sus oídos. No tenía ningún derecho y lo único que puedo hacer es pedirle que olvide lo que oyó.
—Pero, ¿por qué iba yo a hacerlo? Lady Sibley dijo que ella le encontraría una esposa complaciente y respetable. Yo podría ser ambas cosas y como está usted dispuesto a casarse con alguien a quien nunca ha visto y de quien no sabe nada, ¡sólo le pido que me tome en cuenta!
—¿Acostumbra pedir a hombres desconocidos que se casen con usted?
Él pensaba abrumarla con esa pregunta, pero sólo logró que una sonrisa asomara a sus labios.
—No, en realidad— dijo Karina—, porque no conozco a muchos hombres. ¡Sólo veo a los viejos compañeros de cacería de papá, que tratan de besarme en el pasillo, cuando él no los ve y que por lo general son casados, con media docena de hijos más grandes que yo!
—¿Tiene un deseo urgente de casarse?— preguntó Lord Droxford, en un tono un poco desagradable.
—Usted también lo desearía si estuviera en mi lugar— contestó Karina con voz grave—. ¿Sabe? Desde que mamá murió, papá ha renunciado a todo lo que antes le interesaba. Ya no es m*****o del Parlamento; si está lo bastante bien, sale a cazar en invierno, pero ahora sólo podemos darnos el lujo de tener dos caballos. En el verano, se pasa el tiempo en la casa y…
Karina se detuvo con brusquedad, pero el conde comprendió lo que iba a decir. Recordó vagamente que alguien le había dicho que sir John Rendell estaba bebiendo en exceso.
—Así que me gustaría mucho casarme con usted— continuó Karina, antes que él pudiera decir nada—. Y si usted sólo anda buscando una esposa para que le den el puesto que desea, no veo por qué no le serviría yo mejor que una de esas muchachas tontas y vacías, como las llamó usted, que Lady Sibley va a conseguirle sin duda alguna.
—Creo que sería mejor que el nombre de Lady Sibley no fuera mencionado en nuestra conversación— sugirió el conde con firmeza.
—Es muy hermosa, ¿verdad? Pero usted es el enamorado más apuesto y atractivo que ella ha tenido hasta ahora. Trajo a sir Huberto Bracket aquí el año pasado, pero a Elizabeth y a mí no nos gustó nada.
—¿Lo trajo adónde?— preguntó el conde enfadado.
—Aquí, a este rincón— contestó Karina—. Ella siempre trae a su amante en turno aquí, para coquetear con él durante la fiesta que se da en el jardín. El que trajo el año anterior a ése, nos hizo reír…
—¿Quiere callarse, por favor?— la interrumpió el Conde—. ¡No debía decir esas cosas!
—Le pido me disculpe— contestó Karina sorprendida—. Pero, sin duda, usted no pensará que es el primer caballero a quien seduce la belleza de Lady Sibley, ¿verdad?
El conde no contestó y ella continuó:
—Elizabeth y yo siempre la hemos llamado "La Serpiente", porque parece hipnotizar a los hombres como si fueran conejos.
—Si no deja de hablar de ese modo— dijo el Conde, furioso—, ¡le daré una buena sacudida, que es lo que merece! ¡Usted no tiene derecho a subirse a los árboles para escuchar las conversaciones de los demás!
—Por favor, no se enfade— suplicó Karina—. Siento mucho haber dicho cosas que le molestan, pero pensé que usted era el tipo de hombre que preferiría la verdad a: "sí, milord' y "no, milord", y la costumbre de bajar los ojos, que es como la Duquesa quiere que se comporten sus hijas.
—Pues claro… tal vez serán mejores esposas por eso— replicó el Conde.
—¡Pensé que no quería por esposa una mujer tonta!
—¡Pero tampoco quiero una esposa con una lengua viperina! Se hizo un repentino silencio.
—Creo que eso fue innecesariamente cruel, milord— dijo Karina con suavidad y con una dignidad que hizo que los ojos del Conde brillaran divertidos.
Debido a que Karina se veía tan hermosa con el rostro vuelto hacia otro lado, la barbilla en alto, como protesta ante sus palabras, dijo con más gentileza:
—Creo que me estaba explicando por qué considera que sería usted una esposa adecuada para mí.
Ella levantó la mirada hacia él, los ojos muy brillantes.
—¿Quiere decirme que considerará la posibilidad de pedirme en matrimonio?
—Digamos que tomaré en consideración su solicitud para el puesto— contestó él—. Desde luego, es posible que las otras jóvenes no sean tan listas como usted. O tal vez no tengan interés en mí.
—Pero sus padres lo tendrán— dijo Karina con sabiduría—. Usted no supone que las muchachas podrán opinar en el asunto, ¿verdad?
—¡Usted exagera! Las muchachas ya no son obligadas a casarse en contra de sus deseos, en este año de 1831. ¡Si no les gusta el pretendiente, lo dicen!
—No cuando se trata de alguien tan importante como usted—contestó Karina—. ¡Usted es lo que el Duque llama un "estupendo partido"! A mí me parece una expresión vulgar, pero su señoría la usa, por lo que supongo que debe ser una frase común entre la alta sociedad.
—¿Y usted cree que yo sea eso?— preguntó el Conde con voz divertida.
—Por supuesto que lo es. Y si usted pidiera en matrimonio la mano de Elizabeth, la obligarían a aceptarlo, como su hermana Mary fue obligada a aceptar a Lord Hawk.
El Conde recordó la cara bonita y desventurada de Lady Hawk.
—¿Me quiere decir que Lady Mary no tenía deseos de casarse con Su Señoría— preguntó.
—Por supuesto que no. Es un hombre grosero y desagradable. ¡Una vez trató de rodearme con sus brazos, pero yo le di un puñetazo en el estómago y mientras tosía, eché a correr!
— ¡Ya veo que sabe cuidarse sola!— contestó el Conde en tono burlón.
—Tenía entonces sólo catorce años y no es siempre fácil escapar— contestó Karina llena de confianza—. Pero estábamos hablando de Mary. Ella se enamoró de un apuesto soldado, pero él no tenía dinero.
El Duque amenazó con golpearla y encerrarla en su cuarto a pan y agua, si trataba de volver a verlo. Y para asegurarse de que el muchacho no volviera, Su Señoría se quejó ante el coronel del regimiento y el infortunado joven fue destacado a otro país.
—¡Cielos!— exclamó el Conde—. ¿Y usted cree que ese tipo de tratamiento sería el que recibiría cualquier muchacha que se negara a casarse conmigo?
—Estoy segura de ello— contestó Karina—. ¡Después de todo, usted tiene más dinero, más presencia y es mejor partido que Lord Hawk!
—¿Así que considera bastante improbable que encuentre yo a alguien que se case conmigo por su voluntad?— preguntó el Conde.
—No, creo que Su Señoría podría encontrar con facilidad una joven dispuesta a casarse— contestó Karina—. Y hasta es posible que se enamorara de usted. Pero primero tendría usted que amarla un poco… lo que considero en extremo difícil, pues su señoría tiene otros… intereses, y muy poco tiempo.