La adrenalina recorrió el cuerpo del moreno quien se volvió hacia Soraya siseándole:
—Me las vas a pagar si alguien llega a ventilar esta infamia que estás diciendo —ella lo miraba con una sonrisa burlona que encendió aún más su ira.
—¿Infamia? —respondió ella, alzando ligeramente el mentón con desafío—. Hasta que me muera sostendré que mataste a mi esposo y que eres un mafioso. Si se llega a enterar mi padre, estarás en problemas.
Salomón apretó los dientes con tanta fuerza que un músculo palpitó visiblemente en su mandíbula. La marca roja de la bofetada resaltaba en su piel bronceada mientras giraba bruscamente hacia donde había visto desaparecer aquella sombra. Sus pasos resonaron en el corredor vacío, cada uno cargado con la promesa de violencia apenas contenida.
En ese preciso instante, Salomón vio a Hassan agarrando su revolver que se le había caido, teniendo la respiración agitada porque había corrido. Aquel ruido metálico fue el revolver de Hassan quien había ido a proteger a Salomón porque sabía lo explosiva que era Soraya.
—¿Viste a alguien salir por ahí? —preguntó Salomón, con su voz grave cargada de sospecha.
Hassan se agachó disimuladamente, recogiendo el revólver con un movimiento fluido que delataba años de práctica, ocultándolo bajo su chaqueta con la naturalidad de quien está acostumbrado a manejar armas.
—No que yo sepa —respondió con estudiada indiferencia—. Solo estoy aquí. Se me cayó el revolver.
Sus ojos, siempre alertas, se posaron primero en Salomón, luego en la marca roja de su mejilla, y finalmente en Soraya, quien permanecía erguida e imperturbable. Luego, Soraya los observó con desprecio apenas disimulado. Con un movimiento deliberadamente pausado, se acomodó el hiyab negr0 y dio media vuelta, alejándose por el pasillo con la dignidad de quien sabe que está jugando un juego peligroso.
Los dos hombres la siguieron con la mirada, con el odio emanando de ellos y luego sus miradas se cruzaron por un instante siendo una conversación silenciosa, cargada de secretos compartidos, pasó entre ambos hombres.
—Como deseo... matar a esa perra—susurró Salomón.
—Con una sierra estaría bien—completó Hassan.
10 años atrás…
—¡Maldito, ¿crees que puedes matarme?! ¡Jajajaja! —exclamó Samir Al-Sharif de 31 años, con una risa que oscilaba entre la bravuconería y el terror. Las cuerdas se tensaban contra sus muñecas mientras se retorcía en la silla metálica. Había acabado de abrir los ojos después de una droga que le dieron, la cual era ketamina mezclada con un sedante que lo había mantenido inconsciente durante horas.
Su visión, aún borrosa, se enfocó gradualmente en la figura que se erguía frente a él. El sabor metálico de la sangre inundaba su boca, y una arcada repentina le recordó que había vomitado sobre su traje de tres mil dólares.
Frente a él, estaba su hermano menor Salomón Al-Sharif, con una presencia que llenaba el espacio como si fuera dueño no solo del almacén si no hasta del aire que respiraban. Mantenía sus manos hacia atrás con estudiada elegancia, como le habían enseñado en las escuelas europeas donde su padre lo había enviado a educarse con una sonrisa maliciosa y con su traje inmaculado como si fuera a ir a una reunión de negocios y no a un secuestro.
—¿Estás molesto porque te quité a Soraya, me la follé, la desvirgué antes que tú y me casé con ella? ¿O porque yo heredaré la empresa? Jajajaja —continuó Samir, burlándose de su hermano menor como siempre lo hacía desde que eran niños, cuando le robaba sus juguetes y lo humillaba frente a su padre.
Gotas de sudor frío resbalaban por su frente mientras pronunciaba aquellas palabras hirientes, su último recurso para mantener la ilusión de control en una situación donde claramente no tenía ninguno. Su voz, aunque desafiante, tenía un temblor apenas perceptible que traicionaba el miedo que crecía en su interior como una serpiente enroscándose alrededor de sus entrañas.
—¿Qué es lo que te molesta, hermanito? ¿Que soy más exitoso que tú porque sé tu secreto? Eres un mafioso. Se lo diré a todos y que tu riqueza es ilegítima jajaja.
Las últimas palabras hicieron que el rostro de Salomón se endureciera, la mandíbula se le tensó, el único indicio de la tormenta de furia que se desataba bajo su exterior controlado. Así que, imperturbable con sus manos hacia atrás le respondió:
—Lo que me molesta, es tu gorda cara —respondió finalmente, con su voz controlada.
Él era un hombre que no explotaba, su calma siempre era una sentencia fría y calculada, la cual era más aterradora por su contención que por cualquier explosión de rabia. En eso, un sonido de bufido burlón resonó desde una esquina, rebotando entre las paredes desnudas del almacén.
De las sombras salió la figura de un hombre alto y delgado pero atletico. Era Hassan, de 29 años, siendo el mejor amigo de Salomón desde que tenían cinco años, ambos habían jurado lealtad eterna. Sus ojos café grandes, de rostro árabe atractivo, veían la escena con fría diversión, como si estuviera presenciando una obra de teatro particularmente entretenida. Vestía completamente de negr0, fundiéndose con las sombras del almacén, como si fuera parte de ellas.
Samir giró su cabeza bruscamente hacia el sonido, con sus ojos inyectados en sangre entrecerrándose al reconocer al recién llegado. El pánico atravesó su cuerpo, sabía que Hassan lo odiaba y que era más hermano de Salomón que él mismo a pesar de que Hassan no era de la alta sociedad.
—¿Maldita escoria, maldito sirviente, de qué te ríes? —escupió Samir, con la desesperación comenzando a filtrarse entre las grietas de su arrogancia—. Te voy a matar cuando salga de aquí, no sabes cuánto te odio.
Las palabras sonaban huecas incluso para sus propios oídos, promesas vacías de un hombre atado que intentaba aferrarse a los últimos vestigios de su dignidad.
—Shhh —intervino Salomón, con su dedo índice rozando brevemente sus propios labios en un gesto casi sensual, como un amante que pide silencio antes de un beso.
La luz captó el brillo del anillo de oro con el emblema familiar que llevaba, un león rugiente con ojos de esmeralda.
—No le digas escoria a Hassan. Ha sido más mi hermano que tú, que eres de sangre.
Hassan se posó frente a él sosteniendo en sus manos una sierra roja. Sus dedos acariciaron inconscientemente la pequeña cicatriz circular en su muñeca izquierda, gemela de la que Salomón también portaba, recuerdo imborrable de aquella "broma" con fuego que Samir les hizo cuando tenían apenas ocho años. Mientras sus padres los llevaban al hospital con quemaduras de segundo grado, Samir había reído, protegido por el manto de impunidad que le otorgaba ser el primogénito.
―“No fue para tanto”―había dicho su padre entonces, restando importancia al sufrimiento de los niños.
―“Son cosas de hermanos".
Pero no había sido una travesura inocente; aquella cicatriz los había marcado no solo en la piel, sino en el alma. Los había unido en un pacto silencioso que ahora, dos décadas después, alcanzaba su culminación macabra en aquel almacén abandonado.
Los ojos de Samir se abrieron desmesuradamente al ver la herramienta, y por primera vez, el miedo verdadero se instaló en su rostro, drenando el color de sus mejillas.
—¿Qué van a hacer, malditos? —su voz, antes desafiante, ahora apenas superaba un susurro estrangulado. Sus pupilas dilatadas reflejaban el brillo metálico de la sierra como espejos negros llenos de terror.
Hassan con una sonrisa maliciosa miró la transformación del hombre amarrado. El mismo que lo había llamado "hijo de la sirvienta" durante toda su infancia, el mismo que había derramado "accidentalmente" té hirviendo sobre sus manos cuando se atrevió a sentarse en la mesa principal junto a Salomón.
—No lo sé, pregúntale a Salomón maldito gordo —respondió, extendiendo la sierra hacia su amigo como quien ofrece un regalo preciado, con su voz suave contrastando con la crueldad que se vislumbraba en sus ojos.
Salomón tomó el instrumento con una naturalidad inquietante. Y sus dedos se deslizaron por el mango mientras se acercaba a su hermano.
—Pues eres una maldita escoria. Me tienes harto.
―Nos… tienes harto―completó Hassan.
―Siempre... has querido quitarme crédito en todo. Quisiste mandar a mi empresa a la quiebra comprando a aquellos accionistas. Y sí, tengo una organización de mafia —dijo, inclinando levemente la cabeza, con una franqueza que resultaba más aterradora que cualquier amenaza.
—¡Con que sí eres mafioso! ¡Cuando papá se entere y el muftí, te van a matar! —añadió Samir con desesperación, refiriéndose a la máxima autoridad religiosa en los países islámicos, una especie de juez supremo cuyo veredicto podía determinar el destino de cualquier hombre, sin importar su riqueza o poder.
Una sonrisa lenta se extendió por el rostro de Salomón, transformando sus facciones normalmente aristocráticas en algo más primitivo, casi depredador. Sus ojos verdes brillaban con una inteligencia fría que calculaba cada respuesta, cada reacción.
—Mmmm, pues nadie se enterará, imbécil —murmuró, acercándose tanto que Samir podía sentir su aliento contra su mejilla, caliente y controlado, oliendo ligeramente a menta y a poder—. Tengo... una organización que yo mismo creé —lo dijo con orgullo, saboreando cada palabra como quien degusta un manjar prohibido—. Pero bueno, no voy a permitir que alguien como tú me quite todo por lo que yo he luchado.
» Mi padre siempre te apoyó a ti por ser mayor que yo, pero yo soy quien me merezco la empresa, yo soy quien debe tener el mando, yo... debo ser el dueño de Al-Sharif Developments, y yo tendré el poder. No un maldito gordo flojo como tú que nos llevarás a la quiebra.
Samir quien se estaba orinando del miedo, como ultima patada de ahogado le dijo:
—Jajajaja, tú no sirves para nada, hermano. Eres una basura. La empresa es mía quieras o no. No te atreverías a matarme —su risa sonaba hueca, un último intento desesperado de negar lo inevitable.
―Uy se está orinando el gordo jajaja―dijo Hassan Al-Rashid con burla.
Salomón, con la sierra en la mano y con una sonrisa que nunca abandonó su rostro, se inclinó más cerca, hasta que sus labios rozaron el oído de su hermano, como un amante que susurra palabras prohibidas.
—¿Y quién dice que no? Aprovecharé que papá está en coma —su voz era apenas audible, pero cada palabra caía como una sentencia inapelable.
Los ojos de Samir se abrieron con horror absoluto, comprendiendo finalmente la extensión de su situación. La realización pareció atravesarlo como un rayo, sacudiendo su cuerpo amarrado con espasmos incontrolables. Un gemido, escapó de su garganta mientras las lágrimas comenzaban a fluir por sus mejillas.
―¡Nooo!
Salomón le entregó la sierra a Hassan mientras se erguía, imponente como una estatua de un dios vengativo. La luz captaba destellos en sus ojos verdes, ahora fríos y distantes, como si observaran la escena desde algún lugar remoto.
—Toma, hazlo tú. Córtale... la cabeza. Yo no lo haré porque es mi hermano de sangre y es... haram —pronunció la palabra árabe para lo prohibido con un tono que mezclaba respeto religioso e ironía, como si incluso en ese momento de transgresión extrema, buscara mantener algún vestigio de cumplimiento con las leyes divinas.
Hassan, quien había recibido humillaciones por parte de Samir desde muy pequeño por ser hijo de la servidumbre, tomó la sierra con una reverencia casi ceremonial. Una sonrisa siniestra se dibujó en su rostro mientras Salomón, con sus manos en la espalda, se volteó para no presenciar directamente la escena que estaba a punto de desarrollarse.
El metal dentado brilló bajo la luz amarillenta cuando Hassan lo levantó a la altura de los ojos de Samir. Por un momento, el tiempo pareció detenerse, como si el universo contuviera la respiración ante lo que estaba por suceder.
—Por favor... —la súplica se quebró en los labios de Samir, con toda su arrogancia anterior desintegrada ante la realidad de su muerte inminente—. ¡Somos familia... sangre de la misma sangre... Salomón!
Hassan inclinó ligeramente la cabeza, como considerando las palabras. Por un instante, algo parecido a la duda cruzó por sus ojos oscuros. Luego, como si hubiera llegado a una conclusión, se acercó aún más.
—Yo también tengo sangre —respondió con una tranquilidad perturbadora—. Y la tuya está a punto de derramarse por todo este lugar maldito gordo.
Lo que siguió fue un coro de gritos que reverberó contra las paredes de metal, un sonido tan primitivo y desgarrador que ni siquiera parecía humano. La sierra mordió primero piel, luego carne, encontrando resistencia momentánea en los tendones del cuello antes de comenzar a rasgar el cartílago y finalmente alcanzar las vértebras cervicales.
La sangre brotó en chorros pulsantes, salpicando el suelo de concreto y las paredes cercanas con patrones que parecían obras de arte macabras. Hassan trabajaba con la eficiencia metódica de quien ha realizado una tarea desagradable pero necesaria muchas veces antes. Sus movimientos eran precisos, casi quirúrgicos, mientras la sierra avanzaba centímetro a centímetro a través del cuello de Samir.
Los gritos se transformaron en gorjeos húmedos, luego en un burbujeo espumoso mientras el aire escapaba a través de la tráquea seccionada, mezclándose con la sangre que inundaba los pulmones. Los ojos de Samir, abiertos en un terror indescriptible, comenzaron a perder enfoque mientras la vida se escapaba de su cuerpo en oleadas carmesí.
El proceso duró minutos que parecieron una eternidad. El chirrido del metal contra hueso creaba una banda sonora macabra que se mezclaba con los sonidos guturales cada vez más débiles que emitía Samir.
Finalmente, con un último crujido, la cabeza se separó completamente del cuerpo. Rodó unos centímetros por el suelo, dejando un rastro de sangre antes de detenerse, con los ojos aún abiertos en una expresión congelada de terror que jamás abandonaría su rostro.
Salomón, que había permanecido de espaldas durante todo el proceso, se giró lentamente. Su rostro no mostraba emoción alguna mientras contemplaba los restos de quien había sido su hermano. Solo sus ojos, brillantes y atentos, revelaban la satisfacción profunda que sentía ante el espectáculo de su victoria final.
Hassan respiraba pesadamente, la adrenalina recorriendo su cuerpo como una droga embriagadora. Pequeñas gotas de sangre salpicaban su rostro y sus manos.
—Está hecho —dijo simplemente, dejando caer la sierra ensangrentada con un ruido metálico que resonó en el silencio repentino―¡Al fin!
Salomón asintió, sacando un pañuelo de seda de su bolsillo para limpiar meticulosamente una gota de sangre que había alcanzado su mejilla. Sus movimientos eran calmados, casi ritualistas, y mirando la cabeza de su hermano a sus pies le dijo:
—Adiós hermano, no te extrañaré —murmuró, más para sí mismo que para el cadáver decapitado que yacía frente a él.
Mandó a llamar a sus hombres de la organización que había creado y luego con solo un tono les dijo:
—Pueden pasar, hay un cuerpo que deben desaparecer. Y que sea rápido. Yalla, yalla (Vamos, vamos)
Tiempo actual…
Con Soraya ya lejos, Hassan dio un paso adelante, colocándose junto a su ahora jefe y amigo con la lealtad inquebrantable de quien ha compartido más que negocios.
—Tus invitados te esperan —dijo finalmente, señalando con un gesto sutil hacia el salón donde la música y las risas continuaban ajenas a la tensión que acababa de desarrollarse—. Giorgio Armani quiere hablar contigo.
Salomón respiró profundamente, recomponiéndose. La máscara del empresario encantador volvió a su rostro como si nunca se hubiera caído. Solo sus ojos verdes, aún brillantes de furia, delataban la tormenta que rugía en su interior.
—Vamos —dijo, ajustándose la corbata—. La noche es joven.
Ambos hombres comenzaron a caminar por el pasillo, pero después de unos pasos, Salomón se detuvo abruptamente.
—Pero iré un momento al baño —anunció.
Hassan asintió, sacando su teléfono del bolsillo interior de su chaqueta.
—Ok, le haré una llamada a mi madre —respondió con naturalidad.
Salomón se dirigió hacia el baño de caballeros con pasos rápidos y decididos. Empujó la puerta de madera oscura con acabados en oro y entró en el lujoso espacio, ignorando completamente las señales de advertencia que estaban colocadas afuera.
El moreno se acercó a uno de los urinarios, se bajó el cierre de su pantalón, sacó su gruesa y gran virilidad y comenzó a orinar con un suspiro de alivio. Luego, se asustó cuando captó la imagen de una mujer joven que salía de una de las cabinas con unos instrumentos de limpieza con unos audífonos puestos.
La mujer con su mirada a la enorme virilidad del hombre abrió sus ojos como platos. Los audífonos cayeron de sus oídos mientras su boca se abría en una 'O' perfecta de sorpresa.
—¡Que mierda! —exclamó Salomón, con la palabra grosera escapando de sus labios antes de que pudiera contenerla.
La mujer se volteó bruscamente, con las mejillas encendidas por la vergüenza. Salomón, con una mezcla de enojo, vergüenza y turbación, se apresuró a guardar su gran virilidad y subir el cierre del pantalón con movimientos bruscos.
—¡Lo-lo siento, señor! —balbuceó en árabe con su voz temblando con un acento marcado.
—¿No sabes leer? ¡Es el baño de hombres! —espetó con dureza, aunque era él quien había ignorado los letreros.
La joven mujer, aún de espaldas, apretó con más fuerza el balde y los implementos de limpieza contra su pecho, como si fueran un escudo protector.
—Disculpe, afuera puse letreros que estaba limpiando —su voz, apenas audible, tenía un matiz de desesperación que hacía que cada palabra sonara como una súplica.
Salomón se acercó a ella con pasos deliberadamente lentos, con el sonido de sus zapatos de diseñador resonando sobre el mármol como un presagio. La tomó del brazo con brusquedad para girarla, con sus dedos bronceados contrastando con la piel clara de ella, dejando marcas rojizas donde la presión era mayor.
—¿Limpiando? No tienes uniforme ¿Eres una pervertida? —su aliento, con aroma a menta y whisky caro, acarició el rostro de la joven mientras la interrogaba.
Sus miradas se encontraron en ese instante. Los ojos verdes de Salomón se clavaron en los de ella y rápidamente, él pudo distinguir mejor sus rasgos: piel clara que delataba su origen extranjero, cabello castaño, vio que no era fea a pesar de que estaba sudada.
«Extranjera»―se dijo mentalmente.
Mientras que, el rostro de la joven estaba encendido por la vergüenza, con pequeñas gotas de sudor perlando su frente.
―N-No, soy ninguna pervertida señor―dijo ella mirándolo con su corazón acelerado.
Continuará...