Capítulo 3. La prisionera de Salomón Al-Sharif

2487 Words
Salomón entrecerró los ojos, estudiando a la joven con la intensidad de un depredador evaluando a su presa. Sus manos poderosas, acostumbradas a cerrar tratos millonarios con un simple apretón, aún aferraban el brazo de la mujer como una garra de acero. Sin embargo, en ese instante, algo se activó en el cerebro de Salomón, un mecanismo que siempre se disparaba cuando alguien, o algo, captaba su interés de forma inmediata. Una necesidad primal de conocer, de nombrar, de poseer mediante la identificación. ―¿Cómo te llamas? ―preguntó con voz grave y autoritaria, con su rostro transformado en una máscara de severidad mientras sus ojos verdes, no se apartaban ni un milímetro del rostro de la mujer. Ella tragó saliva audiblemente y respondió: ―Ni-Nina, señor ―respondió finalmente, con la voz quebrándose a mitad de su propio nombre, traicionada por el miedo que hacía temblar sus labios. ―¿De dónde eres? ―continuó él. ―De... Al-Al-bania, señor ―cada palabra parecía costarle un esfuerzo extraordinario, como si tuviera que extraerlas de algún lugar profundo dentro de sí misma. Salomón asimiló la información con un brillo calculador en su mirada. ―Pues no te creo que trabajes aquí... Nina ―pronunció su nombre con un desdén deliberado ―. No tienes el uniforme―sus ojos recorrieron cada centímetro de su atuendo informal con precisión―. Seguro eres una pervertida. Si fueras una trabajadora de aquí de los Emiratos, deberías saber que hay reglas específicas en este país, donde las mujeres no pueden entrar al baño de los hombres porque es multado ―su voz adquirió un tono falsamente amable que resultaba más amenazante que cualquier grito―. Te denunciaré y te mandaré a poner una multa por irrespetar este sitio de hombres. Enseguida, el terror transformó el rostro de Nina instantáneamente, como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Volvió a tragar, esta vez con más dificultad, como si tuviera un nudo en la garganta que amenazaba con asfixiarla gracias al miedo profundo de perder su empleo, su estabilidad precaria, quizás incluso su permanencia en el país. ―¡Ay, no señor, le-le juro que no-no soy nin-ninguna pe-pervertida, solo vine a trabajar!―su voz temblorosa apenas lograba formar las palabras, mientras su acento extranjero se volvía más pronunciado, como si el miedo hubiera borrado meses de práctica en el idioma, devolviéndola a la vulnerabilidad de sus primeros días en tierra extranjera. Los dedos de Salomón se tensaron alrededor del brazo de Nina, ejerciendo una presión que seguramente dejaría marcas. Su rostro se endureció aún más, y con un gesto despectivo machista, la mandó a callar como quien silencia a un animal molesto. ―Shhh. Cállate ―ordenó con frialdad cortante―. Tu árabe es malísimo ―la criticó con el desprecio de quien está acostumbrado a juzgar y encontrar defectos en todo lo que le rodea―. ¿Sabes inglés? Nina parpadeó rápidamente, confundida por el cambio repentino, pero dispuesta a aferrarse a cualquier posibilidad de escapar de esta situación. ―Sssi, señor ―respondió, casi sin voz. ―Inglés ―ordenó él, como quien cambia la configuración de una máquina. Ella cambiando al inglés con el que se sentía un poco más cómoda le respondió con su acento marcado pero un poco más fluida: ―Bueno… le explicaba señor que… yo vine tarde y mi supervisora no me dejó poner mi uniforme. Además, hoy hay mucha gente porque un tal Al-Sharif está de cumpleaños y hay demasiados invitados y poco personal, así que solo me entregó esto y vine acá. El rostro de Salomón se endureció instantáneamente al escucharla decir: “Un tal Al-Sharif” cosa denigrante para un hombre de la realeza árabe y jeque como lo era él. —¿Un… tal Al-Sharif? —preguntó, con su voz descendiendo a un tono peligrosamente bajo. La joven, ajena al error garrafal que acababa de cometer, ante un jeque, asintió con nerviosismo. —Sí, señor. Por eso fue que no porto el uniforme, pero... puede corroborar que yo vine a limpiar —señaló hacia la puerta con un gesto tembloroso—. Además, mire el aviso. Está pegado en el pomo de la puerta. Puse: "cerrado por limpieza- no pasar". Al lo mejor usted cuando entró lo tiró al suelo porque yo lo pegué bien. Salomón sosteniéndola aun, giró bruscamente su cabeza hacia la entrada, frunció el ceño, con su expresión tornándose aún más intimidante. Fue entonces cuando notó algo en el suelo, cerca de la puerta. El papel yacía en el mármol inmaculado del suelo, arrugado y pisoteado con la huella de su zapato. Al inclinarse para recogerlo, Salomón recordó cómo había entrado y que si rozó con un papel que cayó el suelo y lo pisó. El cartel improvisado, escrito a mano con letra apresurada en inglés con algo de mala ortografía pero legible, rezaba claramente: "SERRADO POR LINPIESA - NO PASAR". Salomón enseguida se dio cuenta de su error al ver el letrero en el suelo, pero no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer. Con la altivez propia de quien jamás reconoce sus equivocaciones, miró a la joven albanesa y le respondió: —Bueno, lo pusiste bien mal y de paso, ¿quién iba a entender esa caligrafía tan espantosa? La acusación injusta flotó en el aire como un perfume tóxico. Nina, consciente de su posición vulnerable, bajó ligeramente la mirada en un gesto instintivo de sumisión que había aprendido a adoptar desde que llegó a este país donde las jerarquías eran tan rígidas como las dunas del desierto. —Hice lo que pude, señor el... inglés no es mi idioma materno y pues, no sé escribir en árabe, se me hace dificil —respondió con voz suave pero firme, mientras su corazón latía con tanta fuerza que temía que él pudiera escucharlo. Sus miradas seguían entrelazadas en un pulso silencioso. Salomón no la soltaba, no sabía porque, pero parecía como si hubiera olvidado que sus dedos seguían aprisionando el brazo de la joven. El silencio entre ellos se volvió denso, cargado de una tensión que ninguno de los dos sabía nombrar. De repente, el eco de pasos masculinos y voces graves resonó en el pasillo, acercándose peligrosamente al baño. No era Hassan, reconocería sus pasos en cualquier parte, y no podía permitir que lo encontraran allí en el baño con una mujer, extranjera, especialmente una de la limpieza. Los rumores en su círculo social se propagaban más rápido que el fuego, y él tenía una reputación que mantener. Con la velocidad y precisión de un depredador, tomó a Nina por la cintura y la arrastró hacia una de las cabinas más alejadas de la entrada. Cerró la puerta con un movimiento brusco pero silencioso y apretó a la mujer contra la pared de mármol, presionando su cuerpo contra el de ella para ocupar el menor espacio posible. Su mano, grande y cálida, cubrió la boca de Nina con firmeza mientras acercaba sus labios al oído de la joven. —Shhh —susurró, con su aliento cálido acariciando la sensible piel detrás de su oreja—. Si llegas a decir algo, ya sabes lo que te va a pasar. La amenaza velada quedó suspendida entre ellos justo cuando la puerta principal del baño se abría. Las voces, antes amortiguadas por la distancia, ahora resonaban con claridad en el espacio de mármol y oro mientras orinaban. —Te lo juro, Mohamed, ese Salomón lo detesto—dijo una voz grave y ligeramente nasal que Salomón reconoció inmediatamente como la de Farid Al-Jabri, esposo de Haná y uno de los principales accionistas minoritarios de una empresa textil allí en Dubái. Quería aliarse con Salomón para crecer más. —Baja la voz, Farid —respondió Mohamed Al-Fayez, el marido de Aisha y prominente banquero de la región—. Las paredes tienen oídos, sabes que ese maldito tiene mucho poder aquí. ―No hay nadie, además no lo soporto jajaja. El sonido de agua corriendo se mezcló con las risas despectivas de los dos hombres. Salomón tensó cada músculo de su cuerpo, conteniendo la rabia que amenazaba con desbordarse y su mano presionó con más fuerza la boca de Nina. ―Yo menos, pero tuve la gerencia porque se abrió una cuenta en mi banco. Lo convencí gracias a ese imbécil me ascendieron. Durante todo ese tiempo, Nina había permanecido completamente inmóvil, consciente de cada centímetro donde su cuerpo tocaba el de Salomón. Sus pensamientos corrían desenfrenados mientras respiraba el aroma embriagador de su perfume caro, una mezcla sofisticada de ámbar y sándalo que parecía emanar de su propia piel. «Ah, hoy no es mi día»―pensó con amarga ironía mientras inhalaba involuntariamente aquel aroma que, muy a su pesar, le resultaba increíblemente atractivo. No podía negar que había algo magnético en ese hombre grandote y bien parecido que la mantenía presa entre su cuerpo y la pared. Sin embargo, su actitud prepotente y amenazadora le había dejado claro que, por muy atractivo que fuera, no le caía para nada bien. Así que, para no empeorar las cosas, se mantuvo quieta, soportando el contacto forzado y la mano que seguía sellando sus labios como si temiera que fuera a gritar en cualquier momento, escuchando aquella conversación de esos dos caballeros quienes terminaban de orinar. ―Si acepta mi propuesta de negocios me tendré que aguantar su estúpida sonrisita la detesto. Además, no viste como miraba a tu esposa―dijo Farid. ―Si, queria reventarle la cara. Salomón dentro del baño con Nina, alzó una de sus cejas. —Bah, eres un cobarde jajaja no te atreverías, ese tipo está bien grande jajaja—respondió Farid con desprecio. ―Claro que sí. Solo se salva por su apellido, pero si le propinaría un par de golpes por ver a mi mujer así. Finalmente, los hombres continuaron su conversación, estaban medio borrachos y no se dieron cuenta de que el ultimo cubículo estaba cerrado. Se dirigían hacia la salida, con sus voces desvaneciéndose gradualmente hasta que la puerta se cerró tras ellos, devolviendo el baño al silencio. Mientras tanto, Salomón escuchaba los últimos ecos de la conversación con furia cristalizándose en su interior. Su mente, siempre estratégica, ya comenzaba a calcular la forma en que haría pagar a esos dos por sus palabras. «Malditos... me la van a pagar»― juró en silencio, mientras sus dedos se aflojaban ligeramente sobre la boca de Nina, aunque sin liberarla todavía. Sus ojos verdes se habían oscurecido con una determinación peligrosa que, de haberla visto, habría hecho que Mohamed Al-Fayez comprendiera que sus miedos no eran infundados en absoluto. Lentamente, Salomón aflojó su agarre. Retiró la mano de los labios de Nina y dio un paso atrás, creando un espacio entre ambos que pareció repentinamente frío después del calor compartido de sus cuerpos. —Ya se fueron —murmuró. Nina se atrevió a levantar la mirada hacia él, revelando unos ojos que, a pesar del miedo, contenían un destello de dignidad inquebrantable. Sus mejillas estaban teñidas de un rubor intenso que contrastaba con la palidez del resto de su rostro, ya fuera por la proximidad forzada o por el miedo que aún pulsaba en sus venas como una corriente eléctrica. Las palabras se formaron en su garganta con dificultad, pero logró pronunciarlas con una voz que apenas lograba mantenerse firme: ―¿Señor... no... me va a denunciar? Si quiere... puede hablar con mi supervisora para que se dé cuenta de que... yo trabajo aquí y de que ella, no me dejó usar el uniforme. Salomón, quien aún sentía la furia bullendo en su interior por las palabras de aquellos hombres, apretó su mandíbula hasta que un músculo palpitó visiblemente en su mejilla. Sus ojos verdes, y fríos, se clavaron en los de ella con la intensidad de un depredador evaluando a su presa. ―No tengo tiempo —sentenció, cada sílaba cortante como el filo de un cuchillo. Nina tragó saliva audiblemente. Su mano se aferró con más fuerza al balde de limpieza, como un náufrago a su último trozo de madera. ―Pero... es para que vea que digo la verdad. Algo en su tono, una mezcla de temor y resolución, captó la atención de Salomón. La estudió con intensidad renovada, notando de nuevo, más detalles siendo él un hombre muy observador y calculador, por lo tanto, miró: la curva suave de sus labios, sus mejillas rojas, sus ojos color café, y la determinación que brillaba en sus ojos a pesar del miedo. A su vez, con su mirada penetrante, vio la ausencia de modificaciones en un rostro que, sin cirugías ni maquillaje, poseía una belleza natural que resultaba casi desconcertante en comparación con las mujeres perfectamente construidas de su círculo social. Entonces, algo en la vulnerabilidad genuina de su expresión pareció satisfacerlo, aunque su postura y tono siguieron siendo los de un hombre acostumbrado a que sus palabras fueran ley. —¿Cuánto tiempo llevas en este país? —preguntó inesperadamente, cayendo en aquel hábito inconsciente que surgía cuando alguien, contra todo pronóstico, lograba despertar su interés. Nina parpadeó, visiblemente desconcertada por el giro en la conversación. Sus dedos aflojaron ligeramente su agarre en el balde. —Eh... ocho meses, señor. Salomón alzó una ceja con incredulidad. ―¿En ocho meses y no sabes hablar bien el idioma de donde estás? La pregunta flotó entre ellos como una acusación, recordándole a Nina su condición de extranjera, de intrusa en un mundo donde ni siquiera dominaba las palabras para defenderse. ―Pues... no he tenido... En ese preciso instante, la puerta del baño se abrió, Nina se quedó callada de nuevo mirando a Salomón. Hassan entró con paso confiado, dirigiéndose directamente hacia el lavamanos sin notar la tensión que saturaba el ambiente. Se miró casualmente en el espejo mientras ajustaba el nudo de su corbata. ―Viejo, ya tienes a esa gente abandonada, ¿estás cagando? —preguntó con la franqueza cruda de quien no conoce límites con su mejor amigo casi hermano. Una corriente helada de pánico recorrió la espalda de Nina. Salomón, sin embargo, no perdió la compostura. Con un movimiento sutil pero inconfundible, alzó una ceja hacia ella, una orden silenciosa que no requería traducción: ni una palabra, ni un sonido, pero no fue necesario porque ya Nina obedecia. ―Ya salgo —respondió con naturalidad, acomodando el traje ahora ligeramente arrugado tras la confrontación física mirando a Nina con intensidad. Luego, él con un movimiento rápido y sigiloso, se acercó hacia Nina, invadiendo nuevamente su espacio personal. El calor de su cuerpo la envolvió por un momento mientras sus labios rozaron peligrosamente la delicada piel de su oído. —Te salvaste hoy, pero otro día no —susurró con voz grave. Su aliento cálido acarició el cuello de Nina, provocándole un escalofrío involuntario que recorrió toda su columna. Continuará...
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD