Y si algo tenían esos italianos, era puntualidad. A las cuatro y veintidós estábamos bajando del avión, de hecho ya habíamos cruzado la línea de desembarque y cada una llevaba consigo su pequeño bolso con cambios de ropa. Nadie sabía cuánto tiempo estaríamos aquí y yo por mi parte rogaba que no consiguieran mi arma ni la de Marcia o Likia. Las demás chicas se mostraban ansiosas pero no eran tontas, sabían a lo que venían y era a vengar su propia batalla, a ganarse su puesto de nuevo en la sociedad, o al menos así lo veían. Por mi parte opinaba que, mientras más rápido volviera a casa todo saldría mucho más fácil para mí. Un grupo de hombres, cinco de hecho, vestidos de color oscuro y con gabardinas negras que combinaban entre sí esperaban en la fila de llegada donde la gente recibía a s