Unos días después, de camino a casa en su coche, Ricardo reflexionó sobre las últimas sesiones. Aún no había forzado demasiado, pero tampoco había retrocedido: de vez en cuando, dejaba que su polla respirara al aire libre, incluso cuando Camila no estaba en la habitación, por si ella entraba y veía que realmente lo había convertido en un hábito. Conseguía mantenerla blanda o semidura como mucho, demostrándole a ella que realmente era una de esas cosas suyas. Ella ya ni siquiera lo comentaba, aunque él seguía sorprendiéndola con la mirada.
También había continuado con los masajes de cuerpo entero, y ella tampoco hizo ningún comentario al respecto, a pesar de que casi siempre le rozaba el coño. Creía que era algo normal durante un masaje así, o simplemente era tan fácil condicionarla para que aceptara ese tipo de caricias como algo normal e inocente.
Ricardo tenía intención de averiguarlo.
Cuando llegó a casa, Ricardo encontró a Camila en plena sesión de ejercicios, haciendo abdominales sobre una esterilla de yoga en el salón. Puso en pausa el vídeo que estaba siguiendo y se levantó sobre los codos, jadeante, pero también sonriente.
—Bienvenido a casa, papi.
—Hola, mi cielo. ¿Que tal las clases?—. Se quitó la chaqueta, se aflojó la corbata y se dirigió hacia ella. Llevaba un sujetador deportivo y pantalones de yoga, y el sudor brillaba en su esbelta figura. Más de cerca, había un ligero olor a sudor limpio.
—¡Muy bien! Sus ojos le siguieron mientras se arrodillaba a sus pies. —Hablamos de la Revolución en clase de Historia, y la profesora...
Tartamudeó cuando su padre extendió la mano despreocupadamente y le metió mano en el trasero.
—¿Sí?—, dijo Ricardo. No llevaba bragas debajo de los leggings, por supuesto, y Ricardo pudo ver claramente la preciosa hendidura de su coño, que acarició con fuerza con el pulgar, terminando con un rápido pellizco donde sabía que se escondía su pequeño clítoris. Estaba muy caliente, y cuando retiró la mano y se levantó como si nada hubiera pasado, notó que tenía el pulgar ligeramente húmedo, aunque no estaba seguro de si era por el sudor o por la excitación.
Camila parpadeó, procesando claramente lo que acababa de ocurrir. —Papi, ¿tú...?
—¿Si, cariño?
—No, nada—. Ella sonrió, un poco nerviosa, y continuó con su anécdota. A menudo le daba palmaditas para saludarla. No había nada s****l en los cuerpos, eso era lo que estaba aprendiendo.
—Vaya no sabia eso—, comenta Ricardo, asintiendo a la anécdota de su hija. —Dejas de prestar atención un par de años y cambian los libros de historia.
Tiró la corbata al respaldo de una silla, se desabrochó el faldón de la camisa y se desabrochó la bragueta para sacar la polla flácida, metiéndose la cintura del bóxer bajo los huevos.
Suspiró aliviado y dedicó a su hija una sonrisa cansada. —Me alegro de que ahora seas lo bastante madura para entenderlo. Es como si por fin pudiera relajarme en cualquier lugar de la casa por primera vez en años.
—Bueno, me alegro de que confíes en mí— -dijo ella, y aunque le miraba a la cara, él vio que sus ojos bajaban constantemente hacia su polla, que colgaba pesada sobre sus pelotas llenas.
Cogió una bebida de la cocina y se acomodó en el sofá mientras Camila retomaba su rutina de ejercicios. Cada vez que se sentaba, le miraba el pene, observando las venas que serpenteaban por su impresionante longitud y la brillante cabeza rosada que asomaba por el prepucio. A menudo miraba cuando él se exponía así. Era parte de la cuestión, y él se había acostumbrado tanto que ya no se empalmaba tan fácilmente, pero hoy era diferente.
Hoy, Camila estaba haciendo ejercicio a unos metros de él, con su voz retorcida en gemidos de esfuerzo. Su cara, bonita y acorazonada, estaba sonrojada y su piel brillaba con una constelación de gotas de sudor. Podía olerla y, si se concentraba, juraría que podía oler su coño.
En resumen, tenía una buena idea de cómo sería follada.
Su polla expuesta se alargó, se engrosó y, en un santiamén, el liquido pre seminal babeó generosamente desde la punta, extendiéndose en largas hebras plateadas.
Ricardo no se había imaginado un deseo de follar tan rápido, pero se estaba volviendo adicto a seducir a su hija. Consiguió no agitarse ni retorcerse en el asiento y se limitó a leer su libro, aunque las palabras eran un revoltijo. Por el rabillo del ojo, vio que el entrenamiento de Camila llegaba a su fin, y tosió.
Camila se secó la frente y lo miró, con los ojos un poco abiertos al ver su polla goteando. Ella no era tan ingenua, por supuesto, pero Ricardo apostaba a que ella no conocería los entresijos de cosas como aquel liquido. Tenía que arriesgarse mucho en su trabajo, y normalmente le salía bien.
—¿Qué pasa, cariño?—, preguntó inocentemente.
—Ah, tu, um... hay cosas saliendo de tu pene. Aunque no lo estés tocando.
Asintió con la cabeza. —Sucede a veces, cuando se pone duro. Es como cuando tienes los ojos un poco húmedos. Se supone que el glande está húmedo y caliente en el prepucio, así que cuando lleva un rato fuera, empieza a mantenerse húmedo.
—Genial—, dijo Camila, y estaba siendo sincera. —Que los cuerpos sepan hacer eso—. Ricardo le sonrió y luego hizo una mueca de dolor, lo suficiente para que ella se diera cuenta. ¿Qué te pasa?
—Nada, solo creo que necesito —aliviarme—, me gustaría hacerlo ahora, si te parece bien claro.
Desconcertada y algo preocupada, Camila asintió. Con una sonrisa de agradecimiento, Ricardo rodeó su erección con el puño y bombeó gruesos chorros de leche bajo la mirada fascinada y nerviosa de su hija. El olor a semen se mezcló con el aroma natural de Camila.
Ricardo cogió un pañuelo de papel de una caja que había junto al sofá y se limpió los dedos, dejando que el esperma fresco se deslizara por su vástago. —Qué alivio. Gracias, cielo.
Con los labios ligeramente entreabiertos y las mejillas coloradas, Camila asintió.
Sabía que había dado un gran paso, así que le restó importancia los días siguientes, exhibiéndose como de costumbre pero sin intensificar los masajes ni sacar más semen. Pronto, sin embargo, mientras la recorría con sus manos aceitadas, Ricardo se dio cuenta de que sus pechos parecían un poco más grandes, y no podía desaprovechar la oportunidad. Pensando en cómo actuar a continuación, le frotó los muslos, y casualmente apretó el pequeño coño de su hija mientras iba a escuchar su gemido silencioso.
—Parece que funciona—, dijo.
¿Eh? Los ojos somnolientos de Camila se abrieron un poco y se llevó una mano al pecho. —Iba a decírtelo, pero se me olvidó. Me relajo demasiado durante la sesión y empiezo a soñar despierta...
—No tiene nada de malo—, rio Ricardo. A su edad, crecer era de lo más normal, pero a él no le importaba atribuírselo.
—Realmente hace la diferencia... Quiero decir, yo confiaba en ti, papá, pero ya sabes. A veces estas tradiciones terminan siendo cuentos de viejas.
Le cogió la mano y la colocó en posición sentada para observar cómo sus bonitas tetas descansaban sobre su pecho. Seguían siendo pequeñas, pero más grandes, con una forma de lágrima perfecta. Le cogió un pecho y lo amasó.
—¿Qué te parece?—, preguntó Camila.
—Crecen bien, pero hay que tener cuidado con la forma y vigilar que el pezón no quede demasiado pequeño, porque se hinchan más deprisa. Antes, las chicas tenían hijos muy jóvenes, y la succión del bebé lo redondeaba todo.
—Vaya—, murmura tocándose el vientre plano. —Imagínate si me quedo embarazada ahora.
Aquellas palabras hicieron que la polla de Ricardo se estremeciera y sintió el impulso irrefrenable de doblarle las piernas y penetrar a su hija hasta el fondo. Pero eso era ir demasiado lejos, incluso con su nueva mentalidad aventurera. No podía hacerlo. No debía.
Para apartar de su mente los pensamientos que hacían palpitar su polla, habló: —Tienen máquinas que te ayudan a conseguir esa forma y bombean el pezón, pero no tiene mucho sentido comprar una antes de probarla y ver si te gusta.
Le levantó el pecho y le metió el pezón en la boca. Camila dio un grito ahogado, pero no le apartó de un empujón y observó cómo su padre la amamantaba, masajeándole suavemente las tetas mientras trabajaba. Su barba rasposa arañaba la piel sensible de sus tetas jóvenes, contrastando con la relajante y caliente humedad de su poderosa lengua que salía para rodear su areola. Ricardo sintió que su cuerpo se tensaba cada vez que chupaba con más fuerza. Le pellizcó el otro pezón y repitió el baño de lengua. El corazón palpitante de Ricardo hacía temblar la teta en su boca.
Cuando se enderezó, Camila se quedó jadeando y aturdida, con dos pezones hinchados y empapados de saliva. Salió dando tumbos para ducharse y, cuando Ricardo la vio más tarde para cenar, les dijo a él y a Inés que el proceso parecía funcionar de verdad y que estaba deseando continuar sin máquina, ya que Ricardo parecía saber hacerlo bien. Ricardo compartió una sonrisa con su mujer, y la semana siguiente pasó cada vez más tiempo pegado a las tetas de su hija, fingiendo no oír los gemidos que ella no podía reprimir.
***
Ricardo miró el boletín de notas de Camila. Estaba de pie ante sus padres, con la cabeza gacha, mordiéndose los labios.
—Últimamente me cuesta concentrarme—, murmuró. —No sé lo que es, lo siento.
Inés suspiró. Ricardo dejó a un lado las notas y reflexionó. El —proyecto— paralelo de meterle mano y lengua a su hija se había convertido en el centro de sus días. Los rápidos masajes le llevaban ahora más de una hora, a veces, y a menudo se paseaba libremente por la casa desnudo de cintura para abajo, a veces erecto y, más ocasionalmente, chorreando. Sabía que Camila estaba obsesionada con su polla. Se desvivía por pasar tiempo en el salón con él en lugar de en sus propios aposentos.
Él no lo había pensado, pero tenía sentido que ella pasara los días en clases pensando en estar de vuelta en casa en vez de en lo que estaba.
—Reduciremos las distracciones—, dijo Ricardo. —Limitaremos la televisión y otras cosas, y no más masajes...
—¡No!— interrumpió Camila. —Lo siento, papá, pero yo... No quiero perder los progresos que hemos hecho... por favor.
Inés miró a Ricardo a los ojos y, a pesar de su preocupación por el rendimiento académico de su hija, supo que su mujer estaba tan excitada como él ante la súplica de Camila para que su padre siguiera —abusando— de ella. Se removió en el asiento, le hizo un gesto para que se acercara y tiró de ella sobre sus rodillas.
—De acuerdo. Pero si tus notas vuelven a ser así, tendremos que ponerlo en pausa—. Le levantó la falda y le acarició el culo. —¿Trato hecho?
—Trato hecho—. Se puso rígida con la primera bofetada. —No te defraudaré, papá... papi.
Ricardo asestó la segunda bofetada, pero su lapsus resonó en sus oídos. Dios. Hacía años que no le llamaba papi. ¿Por qué estaba tan caliente?
—Es un asunto serio, dijo Inés. —¿Crees que unos azotes normales son suficientes?
—Tienes razón—. En clases era uno de los pocos momentos donde Camila llevaba bragas. Ricardo agarró las bragas por la cintura y se las bajó de un tirón, pasando la mano por la raja de su coño hinchado, y la puso a cuatro patas.
—¿Qué estás haciendo?— preguntó Camila, asustada, mirando a sus padres.
—Tus azotes serán más cortos, pero te dolerán más—, dijo Ricardo, arremangándose. —Esto es por tu propio bien, ¿vale?
Justo cuando Camila asintió, Ricardo le puso una mano en el culo para anclarla y le azotó el coño expuesto con la otra.
Camila chilló, pero no se quejó. Bajo el fuerte agarre de su padre, sus caderas empezaron a temblar de anticipación, adelantándose a la siguiente cachetada en los labios de su pobre coño. Ricardo redujo la paliza a cinco golpes en lugar de los diez habituales y, cuando terminó, vio que la humedad brillaba en su rojo y maltratado sexo.
—No quiero tener que volver a hacerlo—, mintió.
—Lo sé—, dijo Camila.
—Muy bien. No te muevas—. Inés le dio a Ricardo el tubo de pomada que usaban cuando los azotes eran muy fuertes y se acercó a Camila para acariciarle la cara. —Tu padre va a hacer que te sientas mejor antes de que te vayas a tu habitación. Sabes que estamos preocupados por ti, ¿verdad?—
Antes de que Camila pudiera replicar, las yemas de los dedos de Ricardo estaban frotando en círculos el bonito coño de su hija, extendiendo la fina capa de crema sobre los labios y, como por accidente, separándolos para acariciar la carne rosada del interior.
Camila jadeó y miró a su madre con ojos oscuros. —No te decepcionaré. Te lo prometo.
Y no lo haría.