Ricardo bajó su Tablet. No podía haber oído bien.
—¿Perdón?
—He dicho—, sonrió Inés, —que quieres acostarte con tu hijastra, mi hija, ¿verdad?.
Ah. Había oído bien.
Pensativo, dejó el aparato a un lado e inspeccionó a su mujer. No había signos de ira en sus rasgos, ni siquiera un atisbo de disgusto o desprecio. No era de extrañar. Se habían conocido en un club de bondage muy exclusivo, cuando él acababa de ganar su primer millón a los tres años de su nueva vida en el mundo del espectáculo y habían reconocido al instante los signos de un espíritu afín en el otro. Tenía sentido que ella pareciera más curiosa que otra cosa.
—¿Qué te hace decir eso?—, preguntó.
—Los azotes de la semana pasada.
Ricardo asintió. Su hija Camila, ya no solía recibir azotes disciplinarios, tanto por su edad como por su buen comportamiento, pero había caído presa del encanto del hurto y la habían pillado con un bolso lleno de pintalabios de los caros. Podía permitírselos, claro, pero Ricardo sabía lo bien que le sentaba robar algo. No la castigó por eso, aunque le dijo que sí. En realidad, le decepcionaba que fuera tan descuidada como para que la pillaran.
Así que cuando volvieron a casa del centro comercial, con los ojos de Camila aún rojos de tanto llorar en el despacho de Prevención, Ricardo la puso de rodillas, le subió el vestido y le dio diez azotes en el culo con la palma de la mano. Rara vez lo hacía, casi había olvidado lo que se sentía. El esbelto cuerpo de su hija se tensaba, un jadeo agudo salía de su garganta con cada golpe. Las yemas de los dedos de Ricardo se deslizaban sobre la piel cremosa y tersa de sus nalgas. La pubertad le estaba sentando de maravilla. Y ese culito de melocotón se estremeció como gelatina. Estaba caliente. Suave.
Al enviarla a su habitación con el culo rojo, Ricardo se dio cuenta de que su mujer les observaba desde el otro lado de la puerta del salón, y utilizó su Tablet para ocultar el bulto de sus pantalones.
—Camila es casi una mujer—, dijo Ricardo, encogiéndose ligeramente de hombros. —Sabes que tengo todo un asunto aquí abajo.
—Es una de las razones por las que me casé contigo—. Cruzó las piernas y se reclinó en el asiento, dando un sorbo a su copa de vino. Creo que es algo de mi familia. Una feromona de zorra.
—Yo no diría que es una zorra.
—Está acomplejada porque es joven. Pero lo exuda, como yo. No puede evitarlo.
Ricardo no respondió, con los ojos fijos en Inés. Hablar así de su hija le parecía muy mal.
—Nunca lleva ropa interior—, continuó Inés. —Te has dado cuenta, ¿verdad?
Era principios de verano, hacía un calor inusitado y, justo la semana anterior, Ricardo había echado un vistazo a Camila mientras hacía los deberes y había visto sus preciosos pechos. Llevaba una camiseta de tirantes holgada, robada de su armario, y colgaba lo bastante baja como para dejar completamente al descubierto sus turgentes tetas. El aire acondicionado hacía que sus pezones marrones se mantuvieran firmes, hipnotizándole cada vez que se movía.
Pensando en ello, tenía que estar de acuerdo en que su hija goteaba sexo sin esfuerzo.
Pensó en mencionarle que estaban en casa, que aquí no tenía que llevar sujetador, y que si había mantenido su costumbre infantil de no llevar bragas... bueno, eso era cosa suya. Esos eran sus impulsos. Las cosas que sabía que debía decir, para cerrar esta conversación.
Pero era un hombre curioso.
—Suena como si quisieras que tuviera sexo con nuestra hija.
—Inés se rio. Creo que sería interesante, ¿verdad? Ver si podrías...
—¿Tu padre te folló?
—No. Y eso es lo que más lamento. Sé que él quería, y todavía quiere. Pero me privó de ello cuando era joven, así que no lo está consiguiendo ahora. Años de satisfacción, por el desagüe'.
—Crees que Camila crecería sintiendo lo mismo.
Inés sonrió con satisfacción. —Lo sé. Así que tendrás que ser mejor padre y hacer que desarrolle todo su potencial.
Ricardo se removió en el sillón y se acarició la polla, que se le estaba poniendo dura. Había tenido pensamientos pasajeros, y nunca se echaba atrás ante un desafío, pero esto era una locura. Se lamió los labios.
—¿Cómo lo hago?
—Toma lo que es tuyo.
***
Camila estaba en casa cuando él volvió de la oficina, tumbada en el sofá y trasteando con el teléfono. Tenía las rodillas ligeramente levantadas y la falda negra se le había subido lo suficiente como para demostrar que, fiel a la palabra de Inés, no llevaba nada debajo. No podía verle el coño, pero se daba cuenta de que no había ni rastro de bragas. ¿Cómo no se había dado cuenta de lo a menudo que su hija adolescente iba con el coño descubierto? Extrañamente, ese pequeño detalle bastó para disipar cualquier duda que le asaltara en el fondo de la mente. Era hora de ponerse en marcha.
Para tomar lo que era suyo... o para ver hasta dónde podía llegar, al menos.
—Hola, papi—, dijo poniéndose en pie de un salto para saludarle. —¿Qué tal el trabajo?
—Agotador—. Frunció un poco la boca y Camila se acercó con una pequeña sonrisa para presionar ligeramente sus labios contra los de él.
El hábito de la infancia aún no había desaparecido, y aunque Ricardo siempre lo había asociado con la inocencia y el amor puro, la suave boca de su hija se sentía diferente a la luz de su decisión. Como una promesa que pretendía cumplir.
Dios. ¿Cuándo se suponía que iba a entrar en acción su moralidad?
Acarició el pelo de Camila, oliendo su champú de manzana, y la envolvió en el típico abrazo de oso de padre, como había hecho millones de veces antes. Pero esta vez bajó para agarrarle el culo a su hija.
Agarró, apretó y levantó, lo suficiente para que ella jadeara contra su pecho y se pusiera de puntillas. Era tal y como se la había imaginado tras los azotes, firme pero flexible, con unos cachetes de primera clase. Quizá la idea de las feromonas de zorra tuviera algo de cierto.
Con un último amasado, Ricardo besó la parte superior de la cabeza de Camila y la soltó, acercándose despreocupadamente a la larga mesa del salón para poner en orden los papeles del día. Esta era la clave: si conseguía que esto fuera normal, sería normal, y necesitaba la confianza para venderlo.
Al principio parecía un poco desconcertada, pero cuando Ricardo le habló de su día y le preguntó por sus clases, gastándole las mismas bromitas de siempre, vio que la confusión desaparecía de sus facciones. Podría haberle parecido un toqueteo, claro, pero era su padre. No pretendía nada con ello, nada pervertido.
Esa era la realidad que tenía que imponer, aunque todo empezara a decir lo contrario.
Durante una pausa en la conversación, se aclaró la garganta.
—Cariño, quiero hablar sobre el asunto del hurto.
Camila apartó la mirada, ruborizada. —Dije que lo sentía, y lo digo en serio. Yo no...
—No voy a darte más la lata por eso. He hablado con tu madre y me ha dicho que estabas mirando páginas web sobre aumento de pecho, cirugías para cambiar tu cuerpo. No quiero avergonzarte, mi cielo. Sólo quiero asegurarme de que estás bien. Robar maquillaje, y esto de la cirugía plástica...
—Me siento un poco... incómoda con mi aspecto, supongo—, murmuró. —Pero sólo quería ver cómo era la operación. No voy a...
Se interrumpió y se mordió el labio. Una corriente de amor recorrió a Ricardo, verdadera preocupación y devoción paternal, y se preguntó distraídamente cómo podía coexistir con su creciente deseo de explorar su cuerpo. De algún modo, lo hizo.
—Eres preciosa, Camila. Y realmente lo era. —Sé que no cuenta mucho, viniendo de tu padrastro, pero te contaré un secreto. Todas las mujeres de mi familia eran como tú.
Volvió a mirarle a los ojos y frunció el ceño, confundida. Sobre...
—Los pechos, sí.
—Pero si todas tienen las tetas grandes—, soltó. Tía Mariana, la tía Ceci y todas sus hijas. Incluso la abuela.
—Son grandes. En realidad tienes ventaja. Todas empezaron siendo más pequeñas que tú, pero hay un truco. Masajes.
—¿Masajes?
Es algo que las mujeres de mi familia sabían, una de esas cosas que se han transmitido desde siempre. Ayuda con el flujo sanguíneo, las hace crecer—. Evitó mirarla directamente, por vergüenza. Vi a la abuela hacérselo a mis hermanas, así que sé cómo, por si querías un poco de ayuda.
—Um...
La sola idea la escandalizaba, eso era evidente. Tenía que tener cuidado. —Ya eres perfecta, cariño. Lo siento si ha sonado como si dijera que necesitas un pecho más grande...
—No, um, no es eso. Solo. ¿Está bien que me toques ahí?
Ricardo enarcó las cejas. —¿Por qué no iba a estar bien? Te he cambiado, te he bañado. Eres mi bebé, te conozco de pequeña.
Lo dijo con tanta naturalidad que Camila pareció perder el equilibrio. ¿Era ella la rara por pensar que podía estar mal, igual que cuando pensó que las manos en su culo significaban algo que seguramente no podían significar? Ricardo rodeó la mesa y señaló las escaleras que conducían a los dormitorios y al espacioso cuarto de baño, donde Inés y él solían utilizar el sillón de masaje para otro tipo de estimulación.
—Te diré algo. Puedo enseñarte, y si te apetece parar, me lo dices y nos olvidamos. Quiero enseñarte al menos el masaje, como costumbre familiar, si me dejas.
Camila se lo pensó. Luego asintió.
Así fue como la chiquilla acabó desnuda en la cama de masajes de sus padres, envuelta en una toalla, mientras su padre se engrasaba las manos. El difusor estaba encendido, rociando en el aire una bruma calmante de árbol de té, y Ricardo soltaba datos interminables sobre su ciudad natal para dorar todo con un brillo cultural que valía la pena.
Se acercó más. Camila puso los brazos a los lados, pero la toalla le llegaba casi hasta la clavícula.
—Voy a tener que doblar esto, mi cielo.
Ella asintió. En cierto modo, era mejor que tenerla desnuda desde el principio, como desenvolver un delicioso regalo. Ricardo agarró los bordes de la toalla y la deslizó por su cuerpo, descubriendo los preciosos pechos de su hija, hundidos en su pecho. Su madre nunca le había enseñado ninguna técnica secreta, pero en cualquier caso era un experto en masajes, y ¿no era eso lo que realmente importaba?
Camila respiró entrecortadamente al primer contacto. Las manos de su padre bajaron, aplastaron sus pechos, subieron por los laterales y volvieron a bajar en círculo. Eran pequeños, pero suaves como almohadas, casi como si estuvieran hechos para caber en las palmas de las manos de Ricardo. Amasó con ternura las jóvenes tetas de su hija, asombrado por el hecho de que esto estuviera ocurriendo realmente y con tanta facilidad. Pronto sintió que los pezones se endurecían bajo sus palmas, y cambió de rumbo para pasar las yemas de los dedos sobre ellos todo lo que podía, sin llegar a pellizcarlos, pero con una estimulación lo bastante constante como para que la respiración de Camila se volviera agitada. Cada dos exhalaciones llegaban acompañadas de un pequeño gemido de necesidad. Tenía pezones sensibles, como su madre.
Así la engancharía.
—Está bien, cariño—, dijo suavemente, apartando las manos de su piel, ahora brillante. —Es una sesión.
Camila parpadeó. Tenía las pupilas dilatadas y los ojos brillantes. —¿Ya?
Ricardo se rio. —Relajante, ¿eh?
Más que eso, sabía él, pero Camila se limitó a asentir. Se tapó con la toalla mientras Ricardo se lavaba las manos.
—¿Qué te parece? ¿Tengo una clienta que repetirá? jajaja
—¿Dices que esto funciona de verdad?
—Honor de scout.
Camila soltó una risita y le levantó el pulgar. Ricardo le respondió con un guiño.
Nunca había sido scout.