Carla siempre hacía lo que quería.
Hasta donde se recordaba, tenía el don de salirse con la suya, de engatusar a los tenderos para que le dieran muestras gratis y a los profesores para que dejaran pasar las transgresiones con un solo gesto de sus bonitos ojos almendrados. Para su madre, era la perfección, un auténtico ángel que se acordaba de sus cumpleaños y la acompañaba con gusto de compras madre-hija.
Su padre era otra cosa.
Diego era el tipo de hombre que hacía exactamente lo que le decían. Había vivido su vida de esa manera a través de la escuela, el matrimonio y una exitosa carrera de producción. A pesar de su sumisión, o quizá gracias a ella, tenía éxito, pero su hija no le respetaba.
Cada regla era, como mucho, una sugerencia, y las leves reprimendas que Diego podía reunir ni siquiera aparecían en su radar. Sabía que podía limitarse a sonreír, asentir y seguir haciendo exactamente lo que estaba haciendo. Y en plena pubertad, Carla, lo que más hacía era frotarse el coño...
Al principio, se quedaba en su habitación. Diego estaba en su despacho o leyendo un libro en el salón cuando oía unos aullidos constantes y rítmicos procedentes de la habitación de su hija, en el piso de arriba. Era vergonzoso, pero él también había tenido su edad: recordaba su calentura casi constante, prácticamente paseándose con una erección la mitad del día, y Claudia, la madre de Carla, tampoco se quedaba atrás. Así que hizo todo lo posible por ignorar sus jadeos y gemidos y concentrarse en su tarea.
Estaba claro que esa no era la respuesta que Carla quería. Así que, una noche, cuando su mujer estaba de viaje de negocios, Diego entró en el salón y se encontró a su hija en su sillón, vestida sólo con medias transparentes, tacones y la lencería negra de encaje de su madre, bombeando un vibrador plateado en su coño adolescente.
La visión hizo que su padre se quedara inmóvil, sólo unos segundos, el tiempo suficiente para contemplar realmente la mirada ebria de lujuria de sus ojos, el contoneo y el rebote de sus preciosos y jóvenes pechos; el frenético taladreo de su bonito coño, enrojecido, hinchado y abierto por la excitación. El resbaladizo interior de sus muslos brillaba. Ella le miró a los ojos con un gemido bajo y deliberado.
—Carla—, dijo Diego, tapándose los ojos con la mano y saliendo de la habitación.
Mucho después, mientras cenaban sentados uno frente al otro y Carla miraba el móvil como si nada, Diego se aclaró la garganta.
—Er, sabes, Carla, no hay nada malo en ser... una persona sexual...
—Lo sé—. No levantó la vista del teléfono.
—Sí. Pero, eh, deberías... hacerlo en tu habitación, al menos hasta que vivas por tu cuenta, ¿sabes?— Sabía que su cara estaba roja. Era su turno de esforzarse por hacer contacto visual. —Y trata de vigilar la hora para que no... para que yo no...
Se interrumpió y picoteó su comida. Aunque no podía mirarla, podía ver a Carla sonriendo.
—Está bien, papá—, dijo. —Tendré cuidado.
Y lo tendría. Sólo que no de la manera que Diego esperaba.
Al cabo de unos meses, empezó a temer los viajes de negocios de su mujer, que, debido a su gran éxito en el mercado internacional, eran frecuentes. Sabía lo que vería al atardecer.
No pasaba un día sin que Carla hiciera algo para provocarlo. A veces, simplemente se paseaba con un jersey de gran tamaño, técnicamente vestida, pero nunca con ropa interior, para poder enseñarle su bonito y sonrojado coño cuando se sentaba, se agachaba o simplemente se estiraba. O se ponía un top corto, lo bastante alto como para que la parte inferior de sus turgentes tetas quedara siempre a la vista. Cualquier comentario (que para Diego significaba la más leve de las sugerencias de taparse un poco, porque hacía frío) era respondido con una confusión afectada y algo como: —Estoy en casa y estoy cansada, papá. ¿No quieres que esté cómoda?
Sin embargo, esos días eran un alivio, porque sobre todo jugaba con su coño.
Las primeras veces que vio a su hija acariciándose el clítoris, Diego se alejó e intentó (sin éxito) sacar el tema más tarde, para recordarle con delicadeza la charla que habían tenido sobre la intimidad... si es que podía llamarse así. Pronto, sin embargo, Carla se limitó a esperar a que su padre volviera a casa del trabajo o saliera de la oficina, y deslizó la mano dentro de las bragas para masajearse el coño. Se retorcía, mirándole fijamente, mientras se frotaba el clítoris en círculos y se metía un par de dedos en su húmedo agujero. Diego sabía que estaba mojada, y mucho, porque ella se aseguraba de separar los muslos y mostrárselo.
Atención. Eso es lo que quería, ¿verdad? Como una niña pequeña siendo el centro de atención. O ella quería conseguir una reacción de él, y estaba funcionando.
Así que fingía que no pasaba nada.
Mientras Carla estaba tumbada en la mullida alfombra del salón, estimulándose con caricias lentas y fuertes, con los ojos clavados en él, Diego se quedó quieto en el sofá y se obligó a sonreírle, intentando no delatar su nerviosismo.
—Hm... ¿cómo estuvo el trabajo? preguntó Carla.
—Bien, todo bien. ¿Un día estresante en clases?
Ella se quedó con la boca abierta y el movimiento de su mano se intensificó. Diego podía oír los húmedos sonidos de la masturbación de su hija.
—Parece que necesitas desahogarte
Antes de que pudiera responder, ella se tensó, soltó un grito y se corrió con fuerza en el suelo, sin apartar la vista de él. Diego tenía la garganta seca. Fingió recibir una notificación en su teléfono y se desplazó por el menú de ajustes mientras pensaba que definitivamente tenía que contárselo a su mujer.
No sabía por qué no lo había hecho. Quizá le preocupaba que lo acusaran de obligar a Carla a exhibirse, pero sabía que su esposa no lo acusaría de algo así. Tal vez no quería avergonzar a su hija compartiendo su secreto, pero ¿qué clase de secreto era si se follaba a sí misma a la vista de los demás? Tal vez sólo le preocupaba hablar de ello.
Sea cual sea la razón, se le pasaría y soltaría la verdad.
Ese era el plan.
Esa noche, Diego se despertó lentamente de un sueño con un peso encima, una chispa de excitación animando su polla. Tal vez tuvo algún tipo de sueño húmedo después de todo, pero se sentía tan... real.
Porque lo era.
Una lengua asomó entre sus labios y sus ojos se abrieron de golpe. Su hija estaba sentada sobre su regazo, balanceando su coño sobre su polla cada vez más dura. Sus gemidos le hacían vibrar la boca, estremeciéndole la lengua, la garganta e incluso los dientes. Combinados con el movimiento de su polla, le hicieron ahogar un gemido lujurioso antes de poder apartarla bruscamente.
—¿Qué estás haciendo?—, jadeó, como si fuera una palabra larga.
Carla se echó hacia atrás, observándole con una sonrisa malévola, pero no se movió para abandonar su regazo. —Bastante obvio—.
Diego se quedó boquiabierto. —Carla, esto es una locura. Estás enferma.
—Deja el drama, papá—. Puso los ojos en blanco.
¡¿Drama?! ¡Esto es...es!
—No has dicho una mierda hasta ahora. ¿Cómo es que verme masturbarme es menos incómodo que esto?—
Ella giró las caderas sobre la polla de él, exasperante e inexplicablemente aún medio dura. Él la detuvo agarrándola por la cintura.
—No quería verte... tocarte. Tú sólo... lo hiciste.
—¿Y qué hiciste para detenerme?
Diego no sabía qué decir. El suave montículo de su coño estaba caliente en su m*****o, incluso a través de la ropa y las sábanas. ¿Le había excitado verla? Se le había hecho un nudo en el estómago, pero ni siquiera se había permitido pensar en... la lujuria.
—Carla, ¿tienes...?, ¿tienes... sentimientos por mí?
—¿Qué? ¡No!— Su cara se arrugó. —Quiero decir, eres mi padre, pero no estoy enamorada de ti.
Eso fue un alivio, incluso si era pequeño en el gran esquema de las cosas. Así que...
—Así que eres mi padre, pero también eres la polla con patas de más fácil acceso de los alrededores.
Las palabras dejaron atónito a Diego. Aparte de lo obvio, también se dio cuenta con horror de que su tono desdeñoso le hacía palpitar la polla.
—¿Qué?—, dijo ella, dándole con decisión en el regazo. —¿Te gusta que tu hija te hable con desprecio?
Carla, no puedes...
Pero sabía que podía. Atrapó los labios de su padre en un beso con la boca abierta, lamiéndole los dientes, saboreando su lengua y clavándole las afiladas uñas en el pecho desnudo hasta que él chilló... no por el dolor, sino por el placer...
Carla le mordió la lengua al retirarse.
—¿Mamá te hace esto? ¿Te trata como un juguete? No lo creo—. Se quitó la sudadera y no llevaba nada debajo. Sus pechos pálidos se agitaban con cada movimiento, los pezones marrones se erguían orgullosos y desafiaban una caricia, una succión.
—Carla, por favor—, susurró Diego, incluso cuando su hija se levantó de él para quitarse los pantalones cortos, revelando ese coñito caliente del que tanto le gustaba abusar. La había visto demasiadas veces para contarlas, pero nunca desde este ángulo, desde abajo. Se parecía tanto a su madre.
—Ya que lo pides tan amablemente, papi...— Avanzó sigilosamente y se arrodilló sobre su cara. Estaba mojada, su pequeño clítoris asomaba, duro y ansioso de atención. Diego podía oler su excitación.
—Carla...
En cuanto él abrió la boca, ella se sentó, dejando caer su coño directamente sobre su lengua.
Al principio, no hizo nada, se limitó a dejar que le follara la boca e intentó mantener el control sobre su lado racional, para reunir fuerzas y quitársela de encima, pero ella era brusca, no le importaba si podía respirar, y él había echado de menos eso durante mucho tiempo. Al principio, su esposa se divertía con su vena sumisa, pero estaba demasiado cansada para adoptar un papel que no le salía naturalmente, y él nunca tendría el valor de presionarla. Pero Carla era una mocosa. Carla conseguía lo que quería.
Entonces Diego la soltó y empezó a follar con lengua el coño de su hija.
Carla hizo un lujurioso ruido de placer, cabalgando la cara de su padre con un ritmo más constante ahora que él estaba cooperando. —Qué bien. Harás cualquier cosa por tu pequeña, ¿verdad? Incluso si eso te convierte en un pervertido.
Diego tarareó en señal de acuerdo. Cuando ella se movió hacia delante, él saboreó su dulce coño, lamiendo entre sus labios hinchados como un perro, incluso metiendo la punta de la lengua en el apretado agujero de su hija... y ese pensamiento hizo que el liquido previo a la follada saliera de su polla tiesa, manchándole los calzoncillos. Cuando ella retrocedió, él se concentró en su clítoris, chupándolo como si fuera una pequeña polla dura, rodeándolo con su ágil lengua.
Carla le agarró la polla a través de los calzoncillos, apretó el puño una sola vez y, con un estremecimiento, él se corrió en los calzoncillos. Carla se rio y lo cabalgó con más fuerza, más deprisa, hacia su propio clímax.
—¿Qué mierda ha sido eso? Te manchas los calzoncillos como un colegial—. Le temblaban los muslos. —¿Seguro que eres un hombre? ¿Duraste lo suficiente para satisfacer a mamá? Qué puto... ¡perdedor!
Su respiración se entrecortó y apretó las piernas contra la cara de su padre para aguantar un orgasmo eléctrico que Diego hizo todo lo posible por seguir. Su esbelta figura se volvió pesada, cayendo cansada sobre él, que soportó en silencio la humillación de aquellas palabras punzantes y el abrumador sabor y aroma del coño empapado de su hija en la boca y la nariz.
Cuando recuperó un poco de fuerza, se bajó de un salto y lo miró. Toda la parte inferior de su cara estaba brillante con sus jugos. La gran mancha húmeda de sus calzoncillos se estaba enfriando rápidamente. Carla sonrió con satisfacción.
—Nos vamos a divertir mucho, papá.