No sé en qué momento me quedé dormida en el hombro de Castillo durante el vuelo. Debía de admitir que era muy cómodo, parecía estar en un algodón de azúcar.
—Hola, dormilona —murmuró él, mirándome mientras me incorporaba en mi asiento.
—Lo siento —un calor se apoderó de mi cuerpo—, que vergüenza —murmuré tapando mi cara con mis manos.
—Ya falta poco para llegar.
—Al fin —suspiré.
Uno de los azafatas comenzó a hablar de nuevo por el micrófono. Escuché atentamente.
—Señores pasajeros, bienvenidos al aeropuerto Miami International Airport —hizo una leve pausa—, por favor, permanezcan
sentados y con el cinturón de seguridad abrochado hasta que el avión haya parado completamente los motores y la señal luminosa de cinturones se apague.
Las palabras siguieron, me preparé para el aterrizaje, tenía un poco de miedo. Pensar en que estaba en una tierra totalmente diferente a Argentina, un idioma que no conocía en absoluto, con mi tan amado jefe, que no era para menos dejarlo de destacar.
Sentí ese golpe de las ruedas del avión contra el suelo, contra la cinta asfáltica y me sobresalté, no imaginé que era tan fuerte, creí que había pasado algo malo.
—Tranquila —dijo Javier riéndose, a mí no me causaba gracia.
—¿Te estás burlando?
—Claro que no —pero su tono risueño seguía notándose.
Rodeé los ojos y no le dirigí la palabra, miré por la ventanilla, el avión estaba estacionándose y la azafata dando la orden ya para poder bajar. Me quité mi cinturón de seguridad y busqué mi mochila de mano, esperé a que Castillo se levante primero ya que él estaba del lado del pasillo.
—Ve primero tú —dijo mi jefe dejándome lugar, lo miré arqueando una ceja sin entender—, te seguiré, tranquila.
Asentí y caminé hasta salir del avión. Pasé por un largo tubo hasta entrar al aeropuerto de Miami. Estaba nerviosa más que antes, no entendía nada de lo que me decían.
—Milena, espera —escuché la voz de mi jefe. Me giré para verlo.
—¿Qué sucede?
—A dónde vas corriendo —reía una vez que me alcanzó.
—No sé cómo es esto —dije avergonzada.
Caminé al lado de Javier en todo momento, no quería perderme porque iba a morir.
—¿Tienes hambre? —preguntó él, mientras llegábamos al lugar a esperar nuestras maletas.
—Un poco sí.
—Saldremos de aquí y buscaremos un sitio dónde ir a cenar.
—Jefe, no es necesario… —suspiré—, puedo comprar algo y comer en el hotel.
—Te estoy invitando, Ruíz.
Asentí, contra lo que él decía no se podía hacer nada al respecto, era demasiado autoritario. La realidad era que no tenía tanto dinero para andar dándome lujos aquí.
Buscamos nuestras pertenencias y un taxi nos estaba esperando fuera.
—¿Ya están esperándote? —le pregunté viendo al hombre con el letrero que decía “JAVIER CASTILLO”.
—Claro, cariño —me guiñó un ojo.
¿Era tan obvio? Qué pregunta más tonta la mía, si olvidaba que Javier Castillo era mi jefe, uno de los editores más importantes del mundo.
Nos subimos en la parte trasera del auto y este nos llevó a nuestro destino, el hotel dónde nos hospedaríamos. Ya quería entrar en mi habitación asignada y poder darme una ducha.
Había un poco de tráfico a esa hora de la tarde en Miami. Luego de media hora aproximadamente llegamos.
—Thanks —dijo Castillo al taxista, le pagó y entramos.
—Me siento perdida —dije mirando hacia mi alrededor.
—Tranquila, no estás sola —es lo único que se limitó a decir y abrió la enorme puerta de vidrio.
Entré detrás de él y nos encaminamos a la recepción. Allí había una chica joven, muy bien vestida y arreglada.
—Hello, welcome —se levantó de su silla atentamente, con una amable sonrisa—, how can I help you?
Miré desconcertada a Javier, no entendía que carajos decía.
—I had a reservation in the name of Javier Castillo —la chica buscó en el ordenador y asintió.
—Yes, is here —tecleó un par de palabras más—, doublé room with his partner, Ruíz.
Es lo único que entendí, Ruíz. Esperaba que me diera una habitación, necesitaba ir al baño.
La chica buscó la llave y se la extendió a mi jefe. Otro chico que estaba allí nos acompañó hasta la habitación para ayudarnos con las maletas.
Subimos por el ascensor hasta el cuarto piso. Llegamos a la habitación número 87.
Abrieron la puerta con la llave y me quedé esperando fuera, esperaba que me digan cuál era mi habitación.
—Entra, Milena —dijo mi jefe, lo miré atónita.
—Yo no dormiré contigo.
—Entra, por favor —dijo casi a regañadientes. Sabía que estaba molesto.
Le hice caso pero eso no se iba a quedar así, apenas se iba el conserje y quedemos solos, le iba a poner los puntos.
El chico se marchó y cerró la puerta.
—Este no era el trato, Castillo.
—No hagas líos —estaba enojado y podía notarlo a la legua.
Bufé, estaba demasiado molesta, no quería dormir con mi jefe, no quería compartir habitación con él.
—De todos modos te gustará estar conmigo —susurró juguetón.
—¿Qué tramas?
—Enamorarte —susurró muy cerca de mí, un escalofrío recorrió mi cuerpo completo.
A veces corrían mariposas por mi cuerpo al verlo y otras me daban ganas de darle con un palo por la cabeza.
Me di media vuelta sin aguantar la vergüenza.
—Iré al baño.
—No tardes, así vamos a cenar.
No lo miré, entré al baño a hacer mis necesidades. Si estaba nerviosa por no poder entender nada en este país, peor era compartir la habitación con mi jefe, más allá de lo que pasó entre nosotros, era tiempo olvidado.
Conecté mi celular al wifi y enseguida entraron mensajes de mis padres y mi abuelo. Los primeros diciéndome que tenga cuidado, los peligros, que me va a pasar algo y demás, en cambio, mi abuelo me deseaba toda la suerte del mundo y que iba a ser una gran experiencia.
Qué diferencia, ¿no?
Respondí rápido y salí de nuevo del baño.
—Al fin, princesa —lo miré automáticamente, ¿qué mierda le pasaba?
—No juegues conmigo, Castillo.
—¿Y si no? —murmuró juguetón tomándome de la cintura y apegándome a su cuerpo.
Miré rápidamente sus labios, era inevitable, eran carnosos y adictivos, suaves y calientes. Deseaba poder besarlo otra vez. Regresé mi vista a sus ojos y tragué grueso, sentía que mi respiración se cortaba.
—¿Quieres jugar? —susurró y mordió su labio inferior.
—Eh… No… —murmuré nerviosa, aunque por dentro moría por jugar con mi jefe.
Su pulgar acarició mi barbilla suavemente, cerré los ojos por instinto.
—¿Iremos a cenar? —me atreví a decir para cortar el momento—, muero de hambre.
Intenté zafarme de él pero no quería soltarme.
—Vamos —dijo luego de unos segundos sin quitarme la vista de encima.
Él buscó su abrigo y sus pertenencias, yo hice lo mismo y por fin podía respirar nuevamente, al parecer mi jefe planeaba no sólo venir a trabajar esta semana.
—Listo —dije y me paré cerca de la puerta a esperarlo.
—Vamos entonces —dijo y salimos de la habitación, cerró con llave y nos marchamos.
Llegamos a la zona de recepción y salimos del hotel.
—¿Salimos caminando? Está hermosa la noche —le dije mirando hacia fuera por los grandes ventanales.
—Lo que usted desee, princesa —dijo y no pude evitar ruborizarme.
—Vaya, qué amable está hoy —sonreí de lado coqueteándole.
—Me gusta complacer a mis empleados.
—¿Con que “empleados”? —arqueé una ceja.
Entendí bien, era el tipo de hombre que era así con todas las mujeres que se le cruzaban por el frente. Tipo mujeriego.
Seguimos caminando y no quise hablar mucho más, todo lo bien y positiva que me sentía se bajó a instante, estaba por el suelo, un bajón se apoderó de mí completamente.
—¿Cenamos aquí? —preguntó él al llegar a un restaurante demasiado lujoso—, me gusta la comida italiana.
—Claro, dónde quieras.
—Mile… —me tomó del brazo haciéndome quedar frente a él—, ¿qué sucede?
—Juegas conmigo, Castillo —hablé firme mirándolo a los ojos—, y eso me lastima.
—No es cierto, no quiero jugar contigo —su mano se posó en mi mejilla y con la otra me sujetaba de la cintura—, no tengo intenciones de lastimarte —susurró cerca de mis labios.
—¿Entonces por qué lo haces?
—Vamos a cenar —susurró, rozó nuestros labios, un millón de mariposas recorrieron mi cuerpo.
Moría por besarlo, por tocarlo, por tenerlo para mí.
Entramos al lujoso restaurante y enseguida un recepcionista vino a atendernos.
—Buenas noches, sean bienvenidos —era muy amable, pero de todos modos, el idioma no era para mí.
Mi jefe se encargó de todo y nos asignaron una mesa, nos acomodamos y esperamos a que nos atendieran.
—Qué bonito lugar —dije mirando cada rincón.
—Sabía que te gustaría —sonreí de lado.
—¿Acaso ya me conoces los gustos? —reí por lo bajo.
—Más de lo que crees.
Pasaron un par de minutos y el mozo llegó con la carta del menú, ambos pedimos sorrentinos a la pomarola, amaba esa comida. Las pastas eran la mejor creación del mundo. Pedimos una gaseosa. De todos modos, eran como vacaciones y había que disfrutar.
—¿Cuándo es la conferencia de prensa? —pregunté.
—Mañana por la tarde tenemos una y pasado mañana tenemos otra pero no aquí en Miami.
Abrí mis ojos.
—Vaya sorpresa, ni sabía todo lo que teníamos que hacer aquí.
—Quería que me acompañes, quería pasar estos días contigo.
—¿Qué? —no entendía nada, ¿acaso no era un viaje de trabajo?—, creí que era por trabajo.
—Yo vengo a trabajar, tú me acompañas y quiero llevarte de paseo.
—¿Estás hablando en serio, Castillo?
Un nudo se apoderó de mi garganta, era extraño escuchar eso y sobre todo de parte de mi jefe, tan serio y malo que se lo veía.
—Por favor, déjame demostrarte que esto no es un juego —tomó mi mano encima de la mesa y la acariciaba.
Miré nuestras manos unidas y miré a Javier, mis ojos estaban un poco aguados, no imaginaba esto.
A los cuarenta minutos aproximadamente nos trajeron nuestra comida. El plato era grande y bien completo, tenía tanta hambre que ya lo comía con la mirada.
—Se ve delicioso —me saboreé.
Comenzamos a comer y seguimos nuestra charla, reíamos, nos mirábamos, era un momento hermoso y que quería recordar toda mi vida.
—¿Cómo están tus padres? —preguntó en un momento, me tensé.
—Bien, están bien.
—¿Tú estás bien?
—Sí —pensé por un momento—, estoy bien ahora.