Capítulo 9

2074 Words
El camino hacia Capital fue un poco incómodo, silencioso. No me atrevía a dirigirle la palabra a mi jefe por dos cuestiones, la primera era que recordaba los sueños fogosos con él y la segunda era por lo que hizo al llegar al coche. ¿Acaso presentía algo, acaso sabía algo? —Gracias por haberme acompañado hoy —luego de varios minutos de silencio extremo, incomodidad y nerviosismo, él habló. —Gracias por la invitación —lo miré por unos segundos—, te debo una. —Acompáñame a Estados Unidos entonces —se apresuró a responder. —Es que… —ya no sabía cómo hacerle entender—, no puedo, mis padres no saben que estoy trabajando. —¿Cómo? —No pude decirles nada, porque me lo prohíben pero necesito trabajar para poder vivir. —Mile… —no dejé que siguiera hablando. —Por favor no lo arruines, Castillo —lo miré con lágrimas en los ojos. —No, al contrario, para lo que necesites, dime. Llegamos a nuestro destino luego de varios minutos de viaje. Se sentía raro, sentía que nuestra relación había cambiado y había cierta confianza entre nosotros, aunque no quería ilusionarme. —Te llevaré a tu casa —dijo él. —Gracias. Llegamos, se estacionó en frente y pude divisar el auto de Máximo. No podía pasarme esto a mí. Suspiré, Javier pudo notar mi malestar. —Nos vemos mañana a las 7:00 am. —Hasta mañana. Me bajé del auto, la despedida fue cortante y fría. Lo que más me pesaba era la discusión que se venía con mí… Novio. —Hola, amor —saludé al verlo en la puerta de mi departamento. —¿Dónde estabas? —Trabajando… —¿A esta hora, Milena? Deja de mentirme —rió irónicamente. —Máximo, no tengo ganas de aguantar tus celos sin sentido. Saqué las llaves de mi cartera para abrir la puerta. Entré a mi casa, dejé el bolso sobre la mesa y me quité mis botas, quería andar descalza por fin. Máximo entró detrás de mí, cerró la puerta. —Milena, ¿qué carajos estabas haciendo con Castillo a esta hora? —¿No acabo de decirte que estaba trabajando? —¿Desde las 6:00 am? —Sí, surgió un viaje del trabajo y me tocó ir. —A una novata se lleva a un viaje de trabajo —su ironía me estaba haciendo enfadar. —Vete por favor, no quiero seguir escuchándote. —Claro, porque prefieres encamarte a tu jefe. —¡Vete! ¡Vete a la mierda! —grité, ya no lo soportaba. —¿Te enfadas por qué digo la verdad? —se me paró en frente, me provocaba. —Máximo, vete, por favor. Verlo en ese estado me daba un poco de miedo, debía admitirlo. Estaba cegado, estaba enfurecido y no quería irse de mi departamento. Estaba asustada porque, por más de que era mi novio, no lo conocía del todo bien. —Por favor, ¿puedes irte? —¿Para qué? No quieres estar conmigo, de seguro llamarás a tu jefe. —¡Máximo ya cállate! —No me voy a callar una mierda —gritó, golpeó la mesa con su mano. Tomé mi celular, me encerré en el baño, no toleraba verlo así ni mucho menos imaginarme lo que podía hacerme. —¿Bueno? —la voz ronca de Javier pero esta vez creo que era de dormido. —Ven, por favor —dije, al borde de las lágrimas. No preguntó el porqué, cortó la llamada. Esperaba que viniera a mi casa, le rogaba a Dios. Máximo estaba en la cocina, pero no me animaba a salir. —Y yo ayudándole en todo, y esto me hace —hablaba sólo. Lo peor de todo era que tenía razón, le debía mi vida a Máximo pero estaba haciendo todo mal, no lo amaba, lo quería, cómo un amigo, nada más. Escuché el timbre sonar, al fin sentí que podía respirar con tranquilidad. —¡Te dije que iba a venir tu jefe! —gritó mi novio. Salí del baño después de varios minutos a abrir la puerta. —Cállate —lo fulminé con la mirada. En este momento lo estaba odiando. Salí del departamento, él me siguió, traté de correr. —¡Ayuda! —grité. —¡Milena! —escuché la voz de mi jefe. Llegué por fin a la puerta de entrada y ahí estaba él. Me lancé a sus brazos cómo si no existiera nada más en el mundo. —¿Estás bien? —¡Ya lo ves, yo tenía razón! —gritó Máximo. —¿¡Qué mierda estás haciendo!? —le gritó Javier. —Sabía bien que entre ustedes había algo —lo acusó mi novio—, me has defraudado —me dijo, se notaba exhausto. —Vete a tu casa, por favor —le pedí a Máximo. —Sí, es lo mejor que puedo hacer —lo fulminó con la mirada a Castillo—, así pueden encamarse tranquilos. Suspiré, esta situación me hacía mal, muy mal. —¿Te hizo algo? —preguntó Javier, sin dejar de mirarme. —No, tranquilo. —Vamos adentro —dijo él, intentando tranquilizarme. —Gracias por venir —caminé hacia mi departamento. Entramos, cerré la puerta con llave, cómo siempre acostumbraba a hacer. —Siéntate —miré a Castillo—, ¿quieres algo de beber? —Está bien, gracias —se sentó en mi sillón sagrado. Sonreí. Me senté junto a él, me quedé viendo el suelo. Tenía un nudo en la garganta que quería desatarse, pero no frente a mi jefe. —Mile… —susurró, se levantó del sofá y se acercó a mí—, ¿estás bien? —No —me limité a responder porque sabía que iba a llorar. —Ven aquí… —susurró, me abrazó, se sentía tan bien y tan extraño a la vez. Las lágrimas no tardaron en salir, desaté el gran nudo que traía en mi garganta y en mi estómago. Él no me soltó en ningún momento, acariciaba mi espalda. Luego de un par de minutos me tranquilicé. —Discúlpame —sentía vergüenza por lo que acababa de suceder—, no sabía a quién acudir. —Descuida, puedes llamarme las veces que sea necesario. Sollocé. Levanté mi vista para verlo a los ojos. —¿Eres tan servicial con todas tus empleadas? —Te aseguro que no —sonrió de lado. —Entonces… ¿Por qué conmigo si? No respondió, sólo me miró fijamente a los ojos. Javier me confundía, Máximo me confundía. Tenía mucho desorden en mi cabeza con ambos. —¿Quieres venir conmigo esta noche? —preguntó él, lo miré extrañada. —No, me quedaré aquí… —¿Y si regresa? —intentaba convencerme pero no podía aceptar eso. —Señor Castillo… No puedo ir a su casa, usted es mi jefe. Se acercó a mí, me tomó de la mano delicadamente y me miró profundamente a los ojos. —Eso no tiene importancia —susurró—, quiero cuidarte, sobre todo de él. ¿Acaso se conocían? ¿Por qué decía eso? —Está bien —lo miré un momento—, pero será la primera y última vez. ¿En cuál de los dos debía confiar? ¿En quién debía refugiarme realmente? ¿Qué pasaba entre Máximo y Javier? Busqué mi mochila de todos los días y preparé una muda de ropa, creo que Castillo tenía razón, lo mejor era prevenir otro incidente cómo el de hace un rato. No quería que nada malo me pasara. —Ya estoy lista —le dije al regresar al comedor. —¿Vamos? Asentí, me daba un poco de vergüenza. Salí del departamento, cerré con llave y nos encaminamos a su auto. Subí del lado del acompañante y él del lado del conductor. Puso en marcha y emprendimos camino a su casa. —Perdón por hacerte pasar por esto. —No te preocupes —sonrió de lado, por mi cuerpo recorrió un escalofrío. ¿Estaba haciendo bien? Llegamos luego de un par de minutos, estacionó su auto y apretó un botón de un control, el portón de su garaje se abrió automáticamente. ¡Vaya tecnología! Entró el auto y me bajé, esperé a un lado a que él se baje también. —Pasa dentro de la casa, está frío. —Te espero. Entramos juntos, dejé mi mochila en una de las sillas. —Puedes ir a ducharte si quieres —me regaló una sonrisa—, pediré algo de cenar. —No, no quiero que sigas gastando —me apuré a decir. —Tranquila… Me acompañó hasta su habitación para que pueda ducharme y cambiarme tranquila. Todo estaba impecable, olía súper bien, a limpio y perfumado. Me quité mi ropa y me encaminé al baño, todo era tan lujoso y perfecto, era un sueño. Me duché, sentir el agua caliente correr por mi cuerpo era lo que más necesitaba en ese momento. Terminé, salí y me cambié, un jean básico en color n***o, una camiseta en color mostaza y mis clásicas vans negras con blanco. Cepillé mi cabello y lo dejé suelto para que se seque. —¿Señor Castillo? —lo llamé buscándolo en la sala de estar pero no estaba allí, no quería andar por su casa. ¿Dónde diablos estaba? —¿Javier? —grité un poco más fuerte. Caminé hacia la cocina, no se veía por allí. Miré todo mí alrededor anonadada por tan impecable mansión. —¿Me buscabas? —su voz me hizo dar un salto, comenzó a reír. —Sí, perdón —me ruboricé, no tenía que estar allí sin su permiso. —¿Quieres conocer la casa? —Em… —dudé, no me correspondía—, descuida. —Ven —tomó mi mano y me encaminó vaya a saber a dónde. Entramos en una gran puerta, era una biblioteca, tenía varios libros allí, un escritorio, de seguro era su despacho personal. —¡Wow! El timbre sonó. —Recorre el lugar, enseguida regreso —me guiñó el ojo y se fue de esa habitación. No podía explicar lo que sentía en ese momento, mi cuerpo parecía flaquear, sentía un extraño cosquilleo dentro de mí. Caminé por el lugar, recorrí las estanterías y revisé cada título de los libros que había allí. Todo perfectamente acomodado, por abecedario, era un lujo. Vi un portarretrato, era un niño, supuse que era el señor Castillo. —Regresé —esa voz hizo que sobresaltara. —¿Eres tú? —le pregunté refiriéndome a la foto. —No —respondió, creí que le molestó mi pregunta—, han traído la comida, vamos a cenar. Me encaminé hacia la puerta sin decir ni una sola palabra más. Llegamos a la cocina y sobre la mesa había dos cajas, una pizza y otra de empanadas. ¡Qué delicia! —Siéntate —le regalé una sonrisa y me acomodé a esperarlo. —Disculpa si te he molestado —me atreví a decir. —No te preocupes, es una larga historia —se sentó a mi lado—, ya habrá tiempo para que sepas —susurró, ¿qué quiso decir? Cenamos, entre charlas y risas. Me agradaba su compañía y la verdad que le debía una por el favor que me hizo de salvarme ante Máximo. Terminamos de comer y le ayudé a limpiar todo lo que habíamos ensuciado. Me giré sobre mis pies y quedé apoyada contra la gran mesada, me quedé viéndolo cómo limpiaba el piso, me encantaba ese chico, la verdad. —¿Te gusta lo que ves? —preguntó, haciéndome salir de mis pensamientos. Me ruboricé. —Perdón —me tapé la cara, moría de vergüenza. Se acercó a mí a paso lento, con una sonrisa pícara que marcaba su rostro. —Descuida —susurró cerca de mi cuerpo—, a mí también me gusta lo que veo —un escalofrío recorrió mi cuerpo. Moría de ganas de besarlo, de sentir su cuerpo contra el mío. Algo se mojó, y no era de agua. —¿Vemos una película? —sugirió—, ya he pedido el postre. —¿Cuál es el postre? —ojalá fuera él. —Sorpresa —sonrió—, eres glotona —reímos. —Ya lo verás —le guiñé un ojo. Él quería jugar, pero se olvidaba que yo también podía seguirle el juego.
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