Capítulo 37 Celebración en la bañera

1344 Words
—¿Cuándo? —comentó Hariella, manifestando molestia en su precioso rostro—. Estoy segura de que pospondrán su venida. No quiero que se coloquen a investigar mi vida y diles que ahora no estoy en el país y que, si van, lo harán en vano. —Está bien, señora. Yo le estaré avisando de cualquier novedad que surja. —Otra cosa —dijo Hariella, curiosa, aunque ya había dado el mandato hace varios días—. ¿La casa que te mandé comprar, ya la tienes lista? —Por supuesto, señora. Usted ya puede disponer de ella cuando quiera —dijo Lena, orgullosa por cumplir su trabajo—. No le hace falta nada y he preparado lo necesario para un par de meses. —Bien hecho. Eso era todo. Ya puedes descansar. —Como usted ordene, señora Hariella. La llamada finalizó y Hariella dejó escapar un suspiro acompañado de una sonrisa. Se dejó caer de espaldas sobre la acolchada cama. Alzó su mano diestra y vio el anillo en su dedo. Recordó entonces la primera vez que conoció a Hermes. —“Ella es mi sueño” —dijo Hariella, repitiendo la frase de Hermes, mientras hablaba con ella misma—. Yo soy tu sueño. ¿Cómo esperas que no me enamore de ti, si dices cosas tan hermosas de mí? Aquella vez ni siquiera te presté atención y ahora míranos, ya estamos casados. Hariella regresó hasta donde estaba Hermes y se acomodó en sus brazos. Hermes apretó su agarre alrededor de la cintura de ella y jugó con su cara en el sedoso cabello rubio de ella. —Volviste —dijo Hermes, recostándola sobre el sofá. Hariella vestía un camisón escotado de seda color n***o al igual que una bata. Los dos compartían sin guardarse mucho a la vista del otro. Hermes se sostuvo con sus rodillas, mientras observaba el precioso rostro de su amada esposa. Se metió entre las piernas y ella lo acogió sin desdén. Cada vez que la miraba, se le hacía más hermosa y la piel ahora le brillaba. Arrugó el entrecejo y puso una cara seria. Hariella no sabía por qué había hecho esa expresión; siempre supo de agigantada belleza, pero por esta vez dudaba: ¿acaso tenía algo en la cara? —¿Qué sucede? ¿Por qué me miras así? —preguntó Hariella, nerviosa. ¿En verdad sí había algo en su rostro? —Es que cada día eres más linda, mi ángel —confesó Hermes con una gran sonrisa y le dio un beso lento, disfrutando del sabor de los labios de su esposa. Hariella lo miró culpándolo, pero se alegró de escuchar esas palabras. Cada vez que tenía un pensamiento extraño, Hermes siempre la sorprendía con algo diferente a lo que ella creía. —Tengo una mala noticia —confesó Hariella, soltando un suspiro—. Debo volver mañana. Ha surgido un imprevisto con la señora. Discúlpame. Hermes se quedó viéndola, pero él solo estaba para complacer a su preciosa esposa y no tenía inconvenientes en acortar su viaje de novios. —No te disculpes —dijo Hermes, subiendo sus manos por los muslos de Hariella, mientras le alzaba el suave camisón de seda n***o—. Eso quiere decir que hoy es la última noche de nuestra luna de miel. Hariella lo rodeó por la nuca y la intensidad de sus besos y caricias aumentaba con cada segundo que pasaba. —Espera —dijo Hariella, respirando agitada y con sus mejillas ruborizadas—. Tengo una idea. Hermes escuchó atento y aceptó encantado ante la propuesta de su esposa. Entonces fueron al baño y rodaron la tina de porcelana con patas, después de haberla llenado. Fue una odisea moverla y se esforzaron para lograrlo. Al final consiguieron llevarla hasta el frente de la gran ventana del apartamento del hotel. Se miraron alegres por cumplir su propósito y se dieron un beso para celebrar la victoria. Ya se había anochecido y cada uno buscó lo necesario para ducharse. Apagaron las luces de los focos y acomodaron una lámpara a lo lejos para que les diera la claridad necesaria. Él había llegado primero, cubriéndose solo con una toalla blanca, por lo que su torso atlético se exponía a plenitud. Ya lo habían compartido en muchas ocasiones, pero eso no quitaba el hecho, de que cada vez que lo iban a hacer se colocaba ansioso y un poco nervioso. Aprovechó para agregar jabón de espuma. Movió su mano dentro del agua y un exquisito aroma se impregnó en sus fosas nasales. Pensó que su hermoso ángel se tomaría más tiempo. Pero su espera no demoró, pues ante él ya se encontraba su amada esposa, vistiendo una blanquecina toalla, que la hacía lucir demasiado incitadora. Las ganas de arrebatarle la prenda y devorarla con insaciable apetito en cada oportunidad aumentaban y no disminuían ni siquiera un poco. Se acercó a ella y sus lenguas jugaron con el mayor de los gustos. Sus labios se humedecieron con la saliva del otro y se saborearon sus labios después del candente beso. La acarició por la mejilla y después le sobó el sedoso cabello dorado. Hariella se soltó la toalla y quedó desnuda en su totalidad ante la vista de Hermes; acción que ya era rutinaria entre ambos. Luego lo hizo Hermes y entraron a la tina ovalada. Él se acomodó contra la pequeña pared de porcelana y ella en el pecho de Hermes. Hablaron sin cesar durante los minutos siguientes, mientras miraban las luces de los rascacielos y de las pantallas de la calle a través del transparente cristal de la amplia ventana del hotel, que le concedía una estupenda vista de la ciudad. Hermes circundó la cintura de Hariella y se acercó al oído de ella. —Te amo, mi ángel —susurró Hermes, de una manera tan sincera, que sentía una presión en el torso. Esa frase no se le decía a todo el mundo, y él sintió el peso de su declaración. A Hariella se le erizaron los vellos del cuerpo y una sensación eléctrica le recorrió sus adentros. —Yo también… —Las palabras se le quedaron atascadas en la garganta. Intentó seguir, pero no podía terminar y se dio cuenta de que había que concluir su intervención, porque esa era una declaración demasiado fuerte. Hermes deslizó sus dedos por el abdomen plano y aplastó en sus palmas los blandos senos de Hariella con cuidado. Acarició los tonificados y voluminosos atributos de ella por cuanto quiso, en tanto le besaba por detrás del cuello. El agua de la tina no era suficiente para calmar el naciente fuego en ellos. Hariella acomodó sus piernas y alzó sus caderas. Se les escapó un gemido y ella era quien dominaba con el movimiento de sus caderas. Las sensaciones eran diferentes, debido al agua de la tina, pero no menos placentera. Hermes la agarró por la cintura, en tanto observaba la línea de la espalda y el cabello rubio de Hariella, que tanto le gusta ver. El calor abrazador le hacía entrecerrar los ojos y, en repetidas ocasiones, liberaba suspiros de goce. Luego decidieron cambiar. Hariella se apoyó con sus antebrazos en el borde de la tina y con sus rodillas. Hermes se puso detrás y ambos continuaron con la despedida de la luna de miel. Respiraban apresurados y, al finalizar, Hermes descansó su cara en el suave dorso de Hariella. Pero después de hacerlo tantas veces, ahora ya podía seguir sin tanto cansancio y repetir las deleitosas sesiones, un par de ocasiones más. —¿Lo hacemos de nuevo? —preguntó Hermes, recogiéndole la dorada cabellera a Hariella y le comenzó a dar besos por detrás para iniciar otra vez la velada de despedida. —Sí —contestó Hariella, dándose la vuelta. Abrió las piernas para darle paso a Hermes, entre ellas—. Pero no aquí. Te daré un regalo para compensar el adelanto de nuestra luna de miel. Hariella se puso de pie y empezó a colocarse la ropa que había preparado.
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