Hariella se erizó desde la nuca hasta los pies al percibir la ajetreada respiración de Hermes en su oído. Si alguna vez se sintió sola y vacía, Hermes ahora la llenaba en todos los sentidos. Se alegraba de escucharlo, pero en sus adentros no podía repetírsela. El amor era muy complicado y debía sentirlo en el fondo de su ser para poder expresarlo. Se acomodaron la ropa y se abrazaron de frente.
—¿Quieres que tengamos nuestra luna de miel? —preguntó Hariella, mostrándose interesada.
—A mí me gustaría —respondió Hermes, pensando en las aventuras que podrían vivir en otro país, estando los dos solos.
—Una semana —dijo Hariella; ese era el tiempo necesario para prepararse y para que no descubriera que no sabía de trabajos domésticos—. Pediremos permiso en nuestros trabajos por dos semanas y nos iremos de luna de miel.
—Entonces debemos sellarlo. —Hermes sacó el meñique hacia ella. Hariella entendió a lo que se refería y unieron sus dedos—. Esa es la primera parte, ahora lo final. —Se acercó al precioso de rostro de Hariella y le dio un extenso beso.
Ambos culminaron la mañana, viendo series en la televisión, charlando, riendo y en varias ocasiones más, entregándose a las llamas del amor. En la tarde, Hermes revisó su celular y tenía varias llamadas de su madre. Al devolvérsela, su cara palideció y la preocupación lo hizo alterar; a una de sus tías, el banco le embargaría su casa al no pagar la deuda y ya había sobrepasado el límite de tiempo. Era una suma considerable y él ya se había gastado parte de su salario. Trató de mantenerse tranquilo frente a su esposa, pero fue en vano.
Hariella era excelente leyendo a las personas y, después de que Hermes llamara a la madre, se percibía un ambiente de inquietud. Aunque él no quería decirle nada. Aprovechó cuando Hermes estaba encima de ella en el sofá y lo aprisionó con fuerza por el dorso.
—¿Qué tienes? —preguntó Hariella, mirándolo directo a los ojos azules, con voz autoritaria y con una expresión de seriedad—. Tus problemas ahora son mis problemas y los míos son los tuyos.
Hermes vio en el semblante de su precioso ángel algo diferente; era como si ella pudiera ver a través de él y casi como si no pudiera negarse, aunque quisiera, como si estuviera en presencia de una mujer diferente y solo con el carácter podría doblegarlo.
—El banco le embargará la casa a una de mis tías —dijo Hermes, continuando de contar por la situación que pasaba.
—Espera hasta mañana —comentó Hariella, sonriendo—. Quizás todo se arregle sin necesidad de que interfieras. —Le dio un beso y se agarraron de la mano derecha, revelando sus anillos de compromiso en el anular derecho—. Tu hermosa esposa te dará mucha suerte —dijo con seguridad y confianza.
—No puedo objetar nada ante eso. —Hermes deambuló con la yema de sus dedos los muslos de Hariella y subió hasta la cintura, levantándole la camisa azul—. Estoy seguro de que así será…
Hariella volvió a su mansión en las horas de la noche con su vestido n***o, mientras sostenía su sombrero en las manos y su bolso en el antebrazo. Amelia la recibió junto al grupo de sirvientas y, al quedar solas, le encomendó a Amelia que le enseñara lo básico de una ama de llaves; era mejor saber algo y no necesitarlo, que necesitarlo y no saberlo.
Al día siguiente, en la oficina, como de costumbre, Hariella se había cubierto los brazos y las manos con guantes de cuero negros para ocultar el anillo de compromiso. Mandó a llamar a Lena, pero ella se mostraba como si tuviera algo que preguntarle.
—¿Algún inconveniente? —preguntó Hariella, sentada en la silla de su oficina.
Lena dudó en contestar, pero se llenó de valor y su garganta pareció resecarse al hacerlo.
—Usted nunca había faltado al trabajo, señora Hariella —dijo Lena con voz apacible.
—¿Y? —Hariella arrugó el entrecejo, sospechando de lo que su secretaria pensaba.
—Hermes Darner también se ausentó el día de ayer.
Hariella inclinó su cabeza hacia atrás. Entre las pocas personas que podía confiar estaba Lena y no tenía ningún sentido de ocultárselo a ella. Se quitó el guante de la mano derecha y le mostró la sortija con el pequeño diamante reluciente en su dedo anular.
—Me he casado con Hermes —confesó Hariella, sin inmutarse.
Lena palideció y la fuerza las piernas fueron disminuyendo. Creía que era un capricho de su señora y que no llegaría a tales extremos.
—Pero señora, él no es digno de usted, solo es un mensajero —dijo Lena, alterada—. No está a su nivel.
—Cuida tus palabras, Lena. No olvides a quien le estás hablando —espetó Hariella, enojada y molesta—. Yo soy quien decido si es digno, no tú. Ahora es mi esposo y, mientras lo sea, cualquier ofensa contra él, también es contra mí.
—Lo siento, señora Hariella —dijo Lena, haciendo una reverencia—. Usted puede estar con quien quiera, pero Hermes no me gusta para ti. —Lena miró fijo a Hariella y la expresión de su cara cambió a uno más retador—. Esto no le digo como tu secretaria, sino como tu amiga, Hariella; Hermes no está a tu altura. ¿Se casó contigo sabiendo quién eres en verdad?
—No —dijo Hariella, relajando más su semblante ante Lena—. Si se lo hubiera contado, no hubiéramos llegado ni siquiera amigos.
—Entre más tiempo transcurra, más será el dolor que sientan al salir a la luz la verdad. Lo que menos quiero es que tú sufras, Hariella —dijo Lena con su voz quebrada y sus ojos llorosos—. Te admiro y te respeto como mi jefa y como la presidenta de Industrias Hansen, y también te quiero y te aprecio como mi amiga. Hermes y tú solo viven una ilusión… Tarde o temprano ese mundo de mentiras, se derrumbará.
—Entiendo y acepto lo que dices. Tú tienes la razón, pero nunca antes había sido tan feliz como lo soy con Hermes —dijo Hariella, melancólica por sus solitarios recuerdos del pasado—. Yo me encargaré cuando llegue el momento de contarle. Es mi asunto, no el tuyo.
Ambas guardaron silencio por los segundos siguientes y recuperaron sus roles diarios.
—Lo dejaré en sus manos, señora Hariella —dijo Lena, calmada—. ¿Necesita alguna cosa?
—Sí —confesó Hariella, dibujando una arrogante sonrisa en su boca—. Compraré un banco.