Hermes se dirigió a su armario. Sacó una camisa azul y bóxer n***o. Pero cuando iba a sacar una pantaloneta, oyó el melodioso sonido de la voz de su consorte.
—Así está bien. Pienso que ese atuendo es perfecto para una mañana de esposos —comentó Hariella, conociendo los pequeños detalles que hacían los enamorados.
Hariella se puso la ropa y la camisa le quedaba grande y holgada; así que era perfecto. Sentada en la cama, comenzó a peinarse su cabello rubio, pero se dio cuenta de que Hermes la miraba mientras lo hacía.
—Eres hermosa, mi ángel —dijo Hermes, orgulloso de que esa preciosa mujer fuera su esposa.
—Gracias —contestó Hariella, sonrojada por el halago.
Hermes se puso una pantaloneta gris y suéter casual n***o. Ambos llamaron a excusarse de sus trabajos y los dos fueron al baño y se lavaron la cara y los dientes. Hermes tenía varios artículos de higiene de repuesto y le cedió uno a ella. Juguetearon mientras los hacían y cuando terminaron fueron a la sala de estar y Hariella se sentó en el sofá.
—¿Quieres que te prepare algo en especial? —preguntó Hermes, desde la cocina.
En la cabeza de Hariella resonó varias veces la palabra: preparar; su fachada era el de una ama de llaves, pero su experiencia en actividades del hogar era casi nula. Nunca tuvo la necesidad de hacer algún oficio de la casa; siempre había tenido a Amelia y a un grupo de sirvientas bajo su cargo para que se ocuparan de esos asuntos. Si debía cualquier tarea del hogar, quedaría expuesta con su inexperiencia. Cambió la expresión en su rostro, no se había preparado para ello, ese detalle se la había pasado.
—Yo… —susurró sin fuerza.
—¡Hela! —exclamó Hermes por tercera, la había estado llamando y ella parecía estar pensando en algo.
Hariella escuchó la voz y salió de sus pensamientos. Solo le hizo caso al llamado, pero no al nombre falso. Miró a Hermes; él la veía atento y preocupado, pero cuando lo atendió, cambió su expresión.
—Lo que hagas está bien, si tú lo haces yo lo comeré —respondió, recuperando su humor.
—Hoy pide lo que quieras. Tú no harás nada, yo me ocuparé de todo. Puedes disponer de lo que quieras que haya aquí para distraerte —dijo Hermes y se dirigió al refrigerador para tomar lo que necesitaba.
—Entonces repito lo que dije antes —dijo Hariella, sonriendo.
Hariella se relajó en el sofá. Se había preocupado más de lo debido y por ese gesto atento hacia ella. Observó el apartamento de Hermes; era sencillo y estaba bien ordenado; un poco pequeño comparado con los que ella acostumbraba a hospedarse. Pero, un sentimiento de pertenencia, nació en su pecho, después de todo, ahora lo de Hermes, era de ella y lo de ella era de Hermes. Eso volvía a Hermes, un multimillonario sin que supiera que lo era. Le hizo gracia y sonrió mientras lo veía. El ruido de la tabla chocando varias con el filo del cuchillo le pareció curioso. No sabía que era diestro en la cocina, parecía un experto. Se levantó y, a paso sigiloso, se fue acercando hacia Hermes. Se quedó viéndolo mientras picaba las verduras. El cabello castaño lo tenía desaliñado, pero eso no importaba. Lo abrazó por detrás. Pegó su mejilla a la espalda de él y cerró sus ojos. Era satisfactorio tener a alguien en quien apoyarse de manera afectiva y que a esa persona también correspondiera el cariño. Para ella, Hermes se había ganado su confianza y su simpatía.
Muchas veces rechazó cualquier relación amorosa con distinguidos pretendientes, pero un humilde muchacho era el que la había cautivado; producto de una confusión que ella propició al no decirle su verdadera identidad. ¿Pero qué hubiera sucedido si no le hubiera mentido a Hermes? ¿Podrían estar hoy juntos como lo estaban ahora? No, eso era lo que creía. Lo que le molestaba era que pronunciara el nombre de otra mujer y no el verdadero de ella: Hariella Hansen.
Recordó las veces que había dado un abrazo sincero. Su cabeza se quedó en blanco. ¿Acaso este era el primero? Sí, a Hermes en este preciso instante, mientras le hacía de comer. ¿El primer beso? El que Hermes la había robado en el muelle, mientras la salina brisa del mar los acariciaba. ¿La última vez que algo la hacía reír? En el ascensor, cuando Hermes la sorprendió con inesperadas palabras que le causaron gracia. Hermes había sido su primera vez en todos los aspectos que ella recordaba del pasado y también los que acontecían en el presente; antes de él nunca hubo nadie más para ella, incluso, llegó a pensar que no tendría pareja por el resto de su vida, aunque el fondo lo que más quería era experimentarlo; esa inexplicable emoción que las personas se sentían afortunadas de vivirlas: amor, que ni todo su exorbitante dinero podía comprar y que ese modesto joven le hacía sentir de una forma tan bella y encantadora, que solo lo quería tener para ella.
Hermes dejó el cuchillo, se dio vuelta con cuidado, la acogió en su pecho con ternura y la apretó contra él.
Hariella alzó la cabeza y se quedó inmersa en los ojos azules del hombre que la había cautivado. El semblante de Hermes se le había hecho más lindo y atractivo. Le sobó la mejilla y se empinó con la punta de los pies y ladeó su cuello para entregarse a los labios de Hermes, que la recibieron con antojo.
Hermes metió las menos dentro de la camisa azul y con sus dedos recorrió cada trazo de la espalda de Hariella. La tomó por la cintura y se puso detrás de ella. Subió por el abdomen y llenó sus manos con los blandos atributos de ella. Le besaba por detrás del cuello y luego le quitó el bóxer que le había prestado.
Hariella se sostuvo en el borde de la rectangular mesada de piedra artificial de la cocina y se flexionó sobre la lisa superficie, sacando sus glúteos. Volvieron a entregarse al deleitoso calor de sus cuerpos, haciéndose uno, en la repetitiva cadencia de sus caderas.
Luego de varios minutos de suspiros, caricias y eufónicos gemidos colmados de gozo, Hermes se pegó con fortaleza contra ella y se desplomó en el dorso de Hariella. Su corazón latía acelerado.
Hermes evocó aquellos felices momentos que había vivido junto a su amado ángel, pero en ninguno de ellos le había dicho, las que quizás sean las palabras más importantes y que debían salir de sus bocas muchas veces para sellar su pacto de enamorados.
—Te amo, mi ángel —susurró cerca de la oreja de ella.