Hariella reposó sus antebrazos y sus rodillas en el colchón, quedando de forma cuadrúpeda. Arqueó su espalda y levantó sus glúteos. Era vergonzoso para ella, estaba a la merced de la vista de Hermes. Además, pensaba que era una pose muy vulgar para una dama. Pero, ya que había creado una gran mentira, no se limitaría por cuestiones éticas y de etiqueta, al contrario, la abriría la puerta a la inmoralidad sin el menor de los impedimentos. Volvió la mirada encima de su hombro para ver a Hermes detrás de ella con expresión atrevida.
Hermes le miraba la línea de la espalda y los omoplatos. El panorama que se revelaba ante él era cautivador y hermoso. Detalló el rostro de su esposa, y ambos se sonrieron. Apretó la cintura de Hariella y la placentera velada siguió su travesía. Empujaba contra su consorte con un ritmo alto y fuerte desde que empezó, pues ya no tenía que contenerse.
Los corazones de los dos latían golpeándoles el pecho con increíble vehemencia y sus pieles ardían como tela cubierta en fuego. Sus agitadas respiraciones se combinaban con melodiosos gemidos y al final cayeron extenuados ante el arrebatado goce de sus cuerpos ensamblados al haberse vuelto solo uno.
La atmósfera en la habitación de los recién casados era intensa y cargada de pasión. Hariella sudaba, sintiendo sus párpados pesados, mientras Hermes, en un estado de excitación, se colocaba sobre ella. Con firmeza, acomodó su dura virtud de nuevo en el interior de Hariella, embistiéndola con fuerza. La estrechez de ella lo oprimía de forma enloquecedora, añadiendo una sensación de placer inigualable.
Hariella, delgada y esbelta, ofrecía un interior cálido y compacto, tan placentero que Hermes no podía contener sus jadeos. Los sonidos de sus respiraciones entrecortadas y gemidos llenaban la habitación, creando un ambiente de entrega y deseo absoluto.
La luz de la luna se filtraba a través de las cortinas de la habitación, iluminando los muebles y proyectando sombras danzantes sobre las paredes. El aire estaba cargado de un calor sofocante, amplificado por la pasión que envolvía a los recién casados.
Hariella, con la piel perlada de sudor, sentía sus párpados pesados por el cansancio y el placer acumulado. Su respiración era errática, entrecortada por los gemidos que no podía contener.
Hermes, con los ojos encendidos de deseo, se inclinó sobre ella, apoyando sus manos con firmeza a cada lado de su cabeza. Sus músculos se tensaban mientras ajustaba su posición, acomodando su dureza en el interior de Hariella una vez más. El contacto era electrizante; era una mezcla de calor y presión que parecía unirlos en un solo ser. Cada embestida era un golpe de placer puro, resonando a través de sus cuerpos con una intensidad que los dejaba sin aliento.
Hariella arqueaba su espalda, buscando acercarse más a Hermes, sentirlo más profundamente. Sus manos se aferraban a las sábanas, sus dedos blancos por la fuerza del agarre. El ambiente estaba cargado de susurros de piel contra piel, de jadeos y gemidos que llenaban cada rincón de la habitación. Hermes movía sus caderas con un ritmo calculado pero feroz, cada movimiento diseñado para extraer el máximo placer de ambos.
Ella, delgada y esbelta, ofrecía una resistencia que solo aumentaba el frenesí de Hermes. Su interior era cálido y compacto, un refugio que lo envolvía con una suavidad que rozaba lo insoportable. Cada penetración era un nuevo pico de éxtasis, una sensación que recorría su columna vertebral y se extendía hasta la punta de sus dedos.
Los sentidos de Hariella estaban sobrecargados. Podía sentir cada latido del corazón de Hermes, el calor de su piel, el peso de su cuerpo sobre el suyo. Sus gemidos se mezclaban con los de él, creando una sinfonía de placer que resonaba en la habitación. La cama crujía bajo el movimiento constante, las sábanas arrugadas y empapadas de sudor.
Hermes, con la mandíbula apretada, se inclinó hacia adelante, capturando los labios de Hariella en un beso ardiente. Sus lenguas se encontraron en una danza frenética, mientras sus cuerpos seguían el mismo ritmo frenético. El sabor de ella, salado y dulce, era una adición más a la mezcla de sensaciones que lo consumían.
La intensidad del momento parecía eterna, cada segundo estirándose en una eternidad de placer. La conexión entre ellos era palpable, una corriente eléctrica que los unía más allá de lo físico. Los ojos de Hermes ardían con una mezcla de adoración y deseo, reflejando los sentimientos que bullían dentro de él.
En un clímax conjunto, ambos se tensaron, sus cuerpos alcanzando el punto máximo de placer. Los gemidos se volvieron gritos ahogados, sus movimientos frenéticos se detuvieron en un último espasmo de éxtasis. El tiempo pareció detenerse, dejándolos suspendidos en ese momento perfecto de unión y satisfacción.
El silencio de la habitación se rompió cuando Hermes, aun respirando de forma pesada, se inclinó sobre Hariella y le susurró al oído con una voz cargada de deseo:
—Colócate boca arriba —dijo él, ordenándole, sin saber que, era su jefa al que estaba mandando.
Hariella, con el cuerpo aun temblando por el reciente frenesí, asintió y obedeció, girando lentamente hasta quedar de espaldas. Sentía el calor de Hermes sobre ella, su presencia dominante y protectora. Hermes tomó sus piernas con cuidado, levantándolas y doblándolas hasta que sus rodillas casi tocaban su pecho, sosteniéndolas firmemente en la posición de Yunque.
El nuevo ángulo abrió nuevas sensaciones en el cuerpo de Hariella. Hermes, sin perder tiempo, alineó su dureza con el centro de ella y, con una embestida firme, la penetró profundamente. El grito de placer de Hariella resonó en la habitación, sus manos buscando cualquier cosa a la que aferrarse mientras Hermes comenzaba una nueva ronda de pasión. Cada movimiento era preciso y potente, cada embestida un recordatorio de su conexión. Hermes mantenía sus piernas en alto, la forma permitía una profundidad que arrancaba gemidos de ambos. El contacto era intenso, el roce de piel contra piel enviando ondas de placer a través de sus cuerpos.
Hariella podía sentir cada pulgada de Hermes dentro de ella, el calor y la presión d dura virtud, llenándola por completo. El ritmo de Hermes era implacable, sus movimientos calculados, pero llenos de una pasión que parecía inagotable. Los ojos de Hermes, fijos en ella, brillaban con una mezcla de intensidad y adoración, observando cada reacción de Hariella, cada espasmo de placer que recorría su cuerpo.