La noche nupcial continúo en una celebración de su atracción y fervor. En ese santuario de pasión y devoción, Hariella y Hermes se perdieron el uno en el otro, sus almas tocándose en un baile eterno de amor y deseo.
Hariella dirigió sus manos a la entrepierna de Hermes y se acomodó encima de él. Ese muchacho al que había conocido en el ascensor, despistado y reservado, había logrado, no solo, robarle una sonrisa, también el corazón. Ahora eran esposos y compartían el tacto, el ardor y la firmeza de él en su más privilegiada humanidad.
Desde aquel primer encuentro en el ascensor, Hermes había sido una presencia constante en su vida. La forma en que sus ojos tímidos se iluminaban al verla, sus torpes, pero adorables intentos de conversación, y la genuina bondad que emanaba de él la habían cautivado desde el principio. Con el tiempo, había descubierto en él una profundidad y una fortaleza que la sorprendieron y la hicieron alguien atractivo.
Ahora, mientras estaba encima de él, sentía la intensidad de su conexión. Sus manos exploraban cada centímetro de su piel, grabando en su memoria cada sensación, cada contorno. Sus dedos se deslizaron con suavidad, pero con determinación, acariciando y provocando, mientras ella se acomodaba para sentirlo más cerca, más profundo.
Hermes, con sus manos firmes en las caderas de Hariella, la ayudaba a encontrar el ritmo perfecto. Su respiración se volvía más pesada, sus ojos nunca dejaban los de ella, llenos de una mezcla de deseo y adoración. Cada movimiento de Hariella, cada gemido, era una prueba de la pasión que los unía, una pasión que solo había crecido con el tiempo.
—Eres increíble —susurró Hermes, su voz entrecortada por el placer.
Hariella sonrió, sus labios entreabiertos por la intensidad del momento. Se inclinó hacia adelante, sus pechos rozando el pecho de Hermes, mientras susurraba en su oído:
—Tú me haces sentir increíble.
Las palabras se mezclaron con el calor de sus cuerpos, creando una atmósfera cargada de sensualidad y amor. El cuarto se llenó con los sonidos de su unión, sus respiraciones entrecortadas y sus gemidos sincronizándose en una melodía íntima.
Hermes, sintiendo el control de Hariella, dejó que ella marcara el ritmo. Sus manos recorrían su espalda, sus dedos dibujando caminos de fuego sobre su piel. Cada movimiento de Hariella era una promesa de placer, una declaración de amor que se expresaba con cada contorno de su cuerpo.
Mientras el ritmo aumentaba, Hariella sentía la intensidad de sus emociones crecer. Su amor por Hermes, su deseo por él, todo se unía en un torbellino de sensaciones que la hacía perderse en el momento. Sus gemidos se volvieron más altos, sus movimientos más urgentes, mientras buscaba ese clímax que sabía que los uniría aún más.
En ese instante, todo lo demás parecía desvanecerse, dejando solo a dos almas unidas en un amor que era más fuerte que cualquier obstáculo. La promesa de un futuro juntos, lleno de momentos como este, los envolvía, dándoles la certeza de que, sin importar lo que viniera, siempre se tendrían el uno al otro.
Hermes le apretó para asegurarse con más fortaleza. Estar sumergido adentro de la aterciopelada y envolvente intimidad de Hariella lo hacía delirar con el suave ritmo de sus caderas, mientras ella se apoyaba en el abdomen de él para seguir con el armonioso movimiento.
Hariella gemía de manera alternada, sus pechos brincando con levedad ante la mirada de su enamorado. Ella era quien saltaba sobre él, quien controlaba el ritmo con maestría y confianza. En esa posición, el talento de su esposo le causaba una sensación demasiado placentera, elevándola a un estado de éxtasis y conexión profunda. Cada movimiento suyo estaba cargado de deseo y pasión, mientras sus gemidos se mezclaban con los susurros de su esposo, creando una sinfonía íntima que solo ellos dos compartían. La mirada de Hermes, fija en ella, estaba llena de adoración y asombro ante la belleza y el control que Hariella exhibía. Cada vez que ella se movía, él podía sentir la intensidad de su deseo y la profundidad de su ardor.
El cuarto estaba envuelto en una atmósfera de intimidad. Los sonidos de su unión llenando el aire y resonando en sus corazones. Hariella, con su cabello dorado cayendo en cascada y sus ojos cerrados en éxtasis, era la imagen misma de la perfección en ese momento, cada fibra de su ser vibrando con el placer compartido con su amado esposo.
La suavidad de su piel contrastaba con la firmeza de su agarre, sus manos recorriendo el torso de Hermes, sintiendo cada músculo tensarse bajo su toque. Los movimientos de Hariella eran hipnóticos, una danza de amor y deseo que parecía no tener fin. Su respiración se volvía más pesada con cada momento que pasaba, el placer aumentando a medida que ambos se entregaban por completo a la pasión que los envolvía.
Hermes, con sus manos en la cintura de Hariella, la ayudaba a mantener el ritmo, sus dedos presionando suavemente, guiándola, pero dejando que ella tomara el control. Su conexión era palpable, una sincronía perfecta que solo podía venir de años de amor y entendimiento mutuo. Cada mirada, cada toque, cada susurro contribuía a la intensidad del momento, haciéndolo aún más especial.
Mientras Hariella se movía, sus gemidos se convertían en pequeños gritos de placer, su cuerpo temblando con la proximidad del glorioso éxtasis. Hermes no apartaba la vista de ella, sus propios suspiros y jadeos sincronizándose con los de su esposa. El ambiente estaba cargado de electricidad, una energía que parecía llenar cada rincón de la habitación.
Así, con un grito ahogado, Hariella alcanzó el clímax, su cuerpo arqueándose mientras el placer la atravesaba. Hermes, sintiendo la intensidad de su orgasmo, la siguió poco después, su propio orgasmo en un reflejo del de ella. Se quedaron así, unidos, ambos respirando pesadamente mientras la oleada de placer se desvanecía con lentitud, dejando tras de sí una sensación de profunda satisfacción.
Hariella se dejó caer con suavidad sobre Hermes, sus cuerpos aún entrelazados, sus corazones latiendo al unísono. Permanecieron en silencio durante unos momentos, disfrutando de la cercanía y el calor del otro. Hariella levantó la cabeza y miró a Hermes a los ojos, una sonrisa de pura felicidad en su rostro.
—Hermes —susurró, su voz llena de emoción y sinceridad.
Hermes la abrazó con fuerza. Sus labios encontraron a los de ella en un beso suave y prolongado.
En ese momento, todo lo demás parecía desvanecerse, dejando solo a dos almas unidas en un amor que era más fuerte que cualquier obstáculo. La promesa de un futuro juntos, lleno de momentos como este, los envolvía, dándoles la certeza de que, sin importar lo que viniera, siempre se tendrían el uno al otro.
Hermes veía a detalle los abultados y provocativos atributos de Hariella. Acarició con lentitud los carnosos muslos de ella, hasta que llegó a los senos y los apretó con suavidad en sus manos. Alzó sus brazos y le colocó el sedoso cabello rubio que comenzaba a taparle la cara a su bella esposa. Suspiraba, en tanto recibía los suaves golpes de las virtudes de Hariella en su entrepierna.
Hariella se derrumbó en el torso de Hermes y le dio un extenso beso. Era sofocante y bastante agotador seguir en la misma posición.
—¿Quieres cambiar? —preguntó Hermes y ella asintió.