Cuando la luz que entraba por la ventana despertó a la muchacha, la regordeta mujer la observaba. Estaba sentada a los pies de la cama, vestida solo con una delgada enagua. Se veía ojerosa, demacrada, pálida, como si hubiese pasado la noche en vela. No sonreía y una sombra de angustia le opacaba la mirada. Morgana, al verla tan cerca de ella, se incorporó sobresaltada de la cama. No sabía donde estaba y no logró reconocer a esa pálida mujer que no le apartaba la mirada. Algo asustada, se cubrió con las mantas y miró alrededor. Afuera, los perros ladraban y las gallinas cloqueaban con escándalo. Sin decir nada la mujer se aproximó hacia ella y le acercó una mano a la cara. Con el ceño fruncido, le palpó la frente alba. Luego sonrió. —Ya no tienes fiebre, Étaín. Dios escuchó nuestros ru