La muerte siempre vuelve.

2129 Words
Una brisa fría le removió el pelo trayéndola de regreso. La embargaba una extraña sensación de frío y tenía el vello de los brazos erizado. El grito que había escuchado seguía fijo en su memoria, diezmado por los ladridos de los perros, por el olvido que imponen los años. Había olvidado ese momento, como si nunca hubiese pasado, pero ahora el recuerdo rompía la línea del tiempo y volvía a ella después de muchos años. La angustia la abrazó con rabia y sintió el pecho apretado. La imagen del bruñido medallón, que había vislumbrado en un recuerdo, le llegó a la mente como una exhalación. Se obligó a pensar y la aflicción inicial mutó en una incertidumbre aún mayor. ¿Era ese medallón el mismo que la vieja Morgana se empeñaba en ocultar? Y si era así ¿Por qué se mantenía tozudamente aferrada a él? ¿Por qué no lo quería soltar? Las preguntas se le agolparon en la mente demasiado rápido como para poder razonarlas. Estaba demasiado agotada y lo único que quería era descansar. Con un suspiro, se volteó hacia la cama. Su bruñida mirada recorrió todo y volvió al ajado rostro de la anciana. Le sobresaltó notar que las mejillas de su abuela estaban sumamente pálidas. La cara de la anciana semejaba una lámina traslucida que no reflectaba ningún color. El rostro había perdido toda expresión y un hilillo de baba le colgaba de un extremo del labio hacia el mentón. Tenía la canosa cabeza inclinada hacia un costado y los párpados ajados permanecían cerrados. La mano había perdido la fuerza y ya no se mantenía aferrada al medallón. ¿Qué le pasaba? ¿La muerte ya la había reclamado? Quiso soltar un grito, pero el pavor la amordazó. Entonces, movida por el dolor, se abalanzó sobre la anciana, la asió de los hombros y la sacudió. Bajo las manos, sintió que el frágil cuerpo de la anciana se agitaba como si fuese un trapo. Un sollozo le atenazó la garganta mientras seguía intentando regresarla. Cuando se dio cuenta que la mujer no regresaría, dejó de remecerla. Entonces se desplomó sobre el pecho exánime y lloró. Lloro todo lo que nunca había llorado y siguió llorando hasta que el pecho le dolió. En ese espacio, diminuto y frío, no había lugar para nada más que no fuera dolor y desesperación. Luego de eternos minutos, disfrazada de una tranquilidad pasmosa, le llegó la resignación. Nada sacaba con llorar; la vieja se había marchado para siempre y ya no había vuelta atrás. Con doloroso aguante, se separó del pecho amado y se irguió. El rostro de la vieja Morgana apareció frente a sus ojos como una dolorosa visión: ya no sonreía y la ausencia de expresión anunciaba que se le había ido la vida. Con suma delicadeza, Morgana alargó una mano hacia la pecosa frente y secó el sudor que la humedecía. Luego, apartó el largo mechón canoso que cubría la pálida cara y lo ordenó detrás de las diminutas orejas. Entonces la observó con atención. Al igual que su madre, la anciana parecía dormida; abrazada a un estado de sopor del cual nunca despertaría. El dolor la inundó, pero logró contenerse. Por última vez, se inclinó sobre la anciana y le besó los párpados ajados, la frente rugosa; palpó los delgados labios y recorrió con los dedos el pequeño tabique de esa nariz respingona. Las lágrimas le repletaron los ojos. Sin poder evitar que el llanto le inundara la cara, se incorporó con cierta torpeza y caminó hacia la puerta. Antes de traspasar el umbral se detuvo, pero no volvió la vista atrás. «Tarde o temprano la volveré a encontrar—se dijo—. Ella no se ha ido para siempre. Esto no es un final». De alguna forma, en esas simples palabras encontró el valor suficiente para enfrentarse a la muerte y no romperse. Con los ojos perlados por las lágrimas, se encaminó hacia el final del pasillo hasta llegar a una pequeña habitación. Tenía frío y el cuerpo se le sacudía por un repentino temblor. En sus ojos brillaba el dolor, aunque respiraba pausadamente y se mantenía bajo control. Antes de que la enfermera notara su presencia, dio un paso hacia ella y declaró: —Mi abuela ha muerto. La mujer, sorprendida por la súbita declaración, se giró hacia ella y la observó. Notó los ojos hinchados, llorosos, y el rostro sumamente pálido. —Lo siento—susurró—. Al menos, estuvo contigo en sus últimos momentos. —Morgana asintió con un gesto pesaroso y bajó los ojos. La mujer miró hacia el pasillo y agregó—: Toma asiento y espera acá. El médico la verá y te avisaré cuando puedas volver a entrar. Morgana volvió a asentir y caminó como un zombi hacia un pequeño sillón. Una vez allí, echó el cuerpo sobre el asiento, se inclinó hacia adelante y se tomó la cabeza con las manos. En ese momento le acudió a la mente el recuerdo de su padre. La tristeza inicial mutó en un odio colosal. «Me alejaste una vez más de ella, maldito borracho infame»—gritó en su fuero interno, crispando los dedos como si buscara algo que desgarrar. La primera vez le había separado de ella por capricho, pero ahora lo había hecho solo por maldad. Había esperado el momento propicio y se había deshecho de la vieja como si fuese un simple desperdicio. La rabia la asaltó como una repentina enfermedad. Sintió un agudo dolor en el pecho y tuvo que esforzarse para no gritar. Por el resentimiento y la desdeñosa voluntad de un hombre que exudaba licor por los poros, había perdido a la única persona que la había amado de verdad. Él la había empujado hacia la muerte, alejándola de todo lo que la vieja quería; encerrándola entre cuatro paredes frías. Él y la maldita soledad eran los únicos culpables de que su abuela se hubiese marchado para no volver jamás. Temblando de ira, se restregó las mejillas con las palmas de las manos y se incorporó. Los blancos pasillos se veían desolados y el frío se abrazaba a los muros como un detestable musguillo. Se abrazó el cuerpo y miró alrededor: unos metros más allá, lloriqueando en un rincón del corredor, diviso a una pequeña niña. Suspiró y, en silencio, compartió su dolor. Nuevamente un recuerdo la asaltó: se vio de pequeña, acurrucada en ese mismo rincón, abrazada a una foto de su madre, tratando de gobernar el dolor. «Ella no despertará del coma»— fue la única frase que recordó. Se lo había dicho su padre, abrazado al lánguido cuerpo de su madre. En ese momento, su mente de niña comprendió que su madre no volvería y un dolor, que nunca había sentido en la vida, la sacudió. Ignorada por su padre, sola y acurrucada en un rincón, lloró. Y siguió llorando hasta que la vieja Morgana la encontró. Entonces la abrazó, le secó las lágrimas y la besó. «Tarde o temprano la volverás a encontrar. La muerte no es el final»—le había dicho ella, y en esas palabras encontró un alivio para el dolor. Ensimismada en sus recuerdos, Morgana no escuchó que la enfermera la llamaba. Entonces, luego de unos minutos, sintió que una mano la remecía por el hombro y alzó la vista, sobresaltada. La enfermera la observó. Los ojos de la joven, rodeados por un halo oscuro, se veían ajados. No eran los ojos de una muchacha. Eran los ojos de la vieja Morgana. —Ya puedes pasar—le dijo, mirándola con cierta lástima. Morgana, con la mirada fija en el pasillo, replicó: —Gracias. Hizo ademán de alejarse, pero la mano de la mujer se lo impidió. Entonces, con el ceño fruncido, se volvió hacia ella y la miró. Antes de que pudiese murmurar alguna palabra, la enfermera le tomó la mano y le dejó una cosa fría sobre la palma. —Esto era de tu abuela. Ahora es tuyo — le dijo. Morgana bajó los ojos y observó el objeto. Era el extraño medallón que su abuela mantenía apegado al pecho. Con un suspiro, apretó el puño y asintió. Trató de sonreír, pero no pudo. Con un nudo en la garganta, se echó a andar por el blanco pasillo. Iba ensordecida por el batir de la sangre en los oídos y sentía en la espalda un molesto sudor frío. Sabía que, una vez traspasando esa pequeña puerta, se encontraría con el cadáver de su abuela. Tendría que vestirla, acicalarla, peinarle los cabellos muertos, palparle la piel fría, manipular su cuerpo tieso. La sola idea le resultó dolorosa. Al llegar a la puerta de la habitación inhaló profundo, como armándose de valor, abrió la puerta y entró. La vieja Morgana permanecía rígida sobre la cama, envuelta en una delgada sábana blanca. Extrañamente, el lugar hedía a hierbas aromáticas. Era una mezcla de ruda y lavanda que transportó a Morgana hacia una vieja casa. La luz del atardecer enrojecía la habitación, entraba en picada por la ventana y caía suavemente sobre el cuerpo de la anciana. Con determinación, controló el sollozo que le atenazaba la garganta, se colgó el medallón al cuello y dio un paso hacia la cama. Por unos segundos, frente a la anciana, se sintió petrificada. No fue capaz de moverse, ni siquiera logró levantar la mirada. Era presa del pavor, una coraza de emociones nefastas que le paralizaba incluso el corazón. Entonces, como si estuviese inmersa en un sueño, escuchó una voz: «Seoithín, seo hó, mo stór é, mo leanbh. Mo sheoid gan cealg, mo chuid gan tsaoil mhór…» Un escalofrío le recorrió la espalda y una súbita sensación de calidez la inundó. En ese momento lo recordó: todos los días, al esconderse el sol, su abuela solía cantarle ese arrullo de cuna para hacerla dormir. La tristeza, nuevamente, la golpeó. Sin poder evitarlo, soltó el llanto. Con sumo cuidado, se inclinó sobre la anciana y le besó la frente fría. Luego, susurrando aquella melodía, se acercó a un pequeño armario y tomó un elegante vestido n***o. Por instinto, se llevó la prenda a la cara y la olisqueó. Olía a su abuela, a esa mezcla de hierbas e inciensos tan propia de ella. Pronto, el llanto fue reemplazado por una lánguida sonrisa. El rostro se le iluminó. La vieja Morgana revivía en esa prenda y volvía a abrazarla con su olor. Con el vestido apretado al pecho, se volteó hacia la anciana y sonrió. —Te verás hermosa — le dijo con voz tan temblorosa como sus manos. El viento entró por la ventana y la habitación se repletó del olor de la anciana. Con lágrimas en los ojos, Morgana se aproximó hacia la anciana y la despojó de la sábana que le cubría el cuerpo. No quiso mirarla en detalle, pues sabía que se encontraría de lleno con una figura consumida por el paso del tiempo. Entonces se concentró en el rostro, en los párpados cerrados, en las cejas canas, en las pecas que le cubrían las mejillas, en la boca que se mantenía entrecerrada. Con manos torpes por el dolor, comenzó a vestirla. Desterró de su mente el frío que emanaba de esa piel ajada y recordó a la mujer que la había acompañado durante su niñez. Bajo los dedos, sintió la fragilidad de los huesos, el desgaste del cuerpo, la ajada textura de la vejez. Ahogó el sollozó que le atenazaba el pecho y vistió a la anciana con ese hermoso vestido n***o. Luego, con delicadeza, le cepilló la plateada melena hirsuta y le colocó una pequeña cinta en un largo mechón de pelo. No contenta con el aspecto de la anciana, sacó un labial de su bolso y le pintó de rosa los labios. Después de un rato, se irguió y acarició la rugosa frente alba, las sienes plateadas, las cejas canas. Una vez más, se inclinó sobre el cadáver de la anciana y le besó los párpados, las manos, los labios. Luego respiró sobre esa boca asfixiada y susurró su nombre una y otra vez: —Morgana, Morgana, Morgana. Despacio, se incorporó y miró a su abuela por entre los párpados hinchados por el llanto. Impulsada por el desvelo y el dolor de la pérdida, la habitación le dio vueltas. Cerró los ojos e inhaló profundo, hasta que sintió que el aroma de su abuela le removía el ánimo. Un poco más tranquila, abrió los ojos de golpe y clavó la mirada en la anciana. Sonrió y declaró con un hilo de voz: — Tarde o temprano nos volveremos a encontrar. No te has ido para siempre. Esto no es un final. Descansa en paz, Bean Wicca. El abuelo Miguel te está esperando. ººº
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD