La sospecha

4544 Words
Morgana sentía que el dolor la arañaba por dentro como si fuese una garra. Era un suplicio constante como si llevara un animal vivo en el pecho. El estómago le rugía de hambre, pero comer era en lo último que pensaba. Llevaba el cansancio tatuado en el rostro, coronado por unas profusas ojeras que le hundían los ojos en las cuencas. Apenas lograba mantenerse despierta y sentía los párpados pesados, arenosos. Pero la duda le mantenía en alerta y una única palabra se adueñaba de su cabeza: "Bean Wicca". Recordaba que así había nombrado a su abuela en su última despedida. El apodo le había llegado a la mente y lo había pronunciado sin oponer resistencia; fue como si esas palabras hubiesen tenido vida propia y se hubiesen apoderado por completo de su boca. De niña había escuchado a cientos de personas nombrar a su abuela de esa manera. Nunca había entendido muy bien el significado, pero le parecía que era un nombre casi sagrado. Con el correr del tiempo lo había olvidado, pero ahora había vuelto a ella y el maldito apodo no le abandonaba los labios. ¿Qué significaba? ¿Por qué la había utilizado con su abuela a modo de despedida? No lo sabía y no estaba segura si en algún momento sus dudas se disiparían. Con las dudas a flor de piel, se removió incómoda en la silla y se esforzó por mantener la calma. «No es el momento» — se dijo, mirando de reojo el féretro, controlando la incertidumbre que la estaba matando por dentro. Pero, por más que trató de apaciguar sus pensamientos, no lo logró. Las dudas eran como unos malditos cuervos que le asechaban la cabeza obligándola a buscar la verdad. Además, sospechaba que las personas que habían conocido a su abuela en vida algo sabían o, al menos, lo intuían. Aunque no podía leer los labios, sabía que se aproximaban al ataúd musitando esas palabras en voz muy baja para que nadie más los escuchara. Tampoco miraban a la vieja Morgana; se limitaban a tocar el féretro y luego se alejaban. ¿De miedo por el cuerpo que yacía allí dentro? ¿Por el profundo respeto que infundía su solo recuerdo? No supo a qué atribuirlo, por lo que la sospecha inicial mutó en un evidente desespero. Despacio, como si se abriera camino por la niebla, se levantó de la silla y caminó hacia el ataúd. Cuando llegó al féretro, inhaló profundo y miró hacia abajo. A través del vidrio, divisó el rostro amado. La cara de la anciana se veía más angulosa, amarillenta, ajada. Aún tenía los labios pintados y la cinta roja que le decoraba la cabeza, contrarrestaba poderosamente con la opaca cabellera canosa. «Te ves muy hermosa, abuela»— susurró en su fuero interno, acariciándola a través del cristal. Ensimismada en su contemplación, no escuchó que alguien le susurró: —Tu abuela no era católica. Morgana, inmersa en sus pensamientos, no le prestó atención. La mujer se aproximó un poco más y alzó la voz: —Te felicito por haber respetado sus creencias. Sobresaltada, la muchacha se giró bruscamente hacia el costado. A su lado, apareció una mujer de pelo n***o, rostro pálido y ojos enigmáticos. ¿Quién era esa mujer? ¿Cómo había llegado hasta ella tan rápido? Hace unos segundos estaba sola en la habitación, sin nadie alrededor. Palideció. — ¿Qué? —balbuceó, presa de la impresión. La mujer dio un paso hacia Morgana y le tomó una mano. Bajo la palma, la muchacha sintió la tibieza del contacto. — Es un alivio el saber que respetaste las creencias de tu abuela. No veo cruces ni santos; nada que evoque al Dios cristiano. Morgana parpadeó como si no la hubiese escuchado. Miró la venda que cubría la muñeca de la mujer, pero la ignoró: sus últimas palabras habían acaparado toda su atención. Si su abuela no veneraba al Dios cristiano, entonces ¿a qué dios veneraba? Retrocedió un paso y se desasió de la tibia mano de la mujer. Entonces la miró directamente, buscando la mentira o algún indicio de doblez. Pero, por más que buscó, solo encontró una enorme tristeza en el fondo de esos ojos color miel. —¿La conocías? —le preguntó, controlando el tono de voz. Antes de que la mujer pudiese replicar, se oyó un grito: — ¡La vieja era una maldita bruja! Morgana sintió que el rubor le subía del cuello hasta las orejas. Enrojeció y frunció duramente el ceño. Había reconocido la voz de su padre, había percibido su tufo a alcohol en el aire. Violentamente se giró hacia atrás y, entre el gentío, divisó el rostro sonrojado e hinchado. — ¡Lárgate de aquí! —le gritó. El viejo soltó una risotada burlona y siguió aproximándose. Caminaba zigzagueante, afirmándose de las sillas, chocando contra los muros. Iba arrebujado en el viejo abrigo n***o roído, que ya se había transformado en su segunda piel. Hedía a vómito, a orina, a vino. Todas las miradas se giraron en su dirección. El hombre los miró con una cólera tan pura que ninguno fue capaz de intervenir. Cuando detuvo el paso, volvió la vista hacia Morgana. Tenía los ojos desorbitados, el rostro desencajado. — ¿Me echarás de la casa, en donde viví tanto tiempo con tu madre? — Soltó un eructo y sonrió. La muchacha sintió cómo la ira le apretaba el pecho. Miró al viejo y lo vio cómo era: un ser mezquino, agresivo, cruel. El asco apareció en su rostro sin que lo pudiese evitar. —Esta era la casa de mi abuela. Retírate, por favor. El hombre sonrió con sorna y le refutó: — Era la casa de tu abuelo y de tu madre, no de esa vieja asquerosa. —Se tambaleó un poco a los costados, pero logró mantenerse en pie. Con los ojos enrojecidos, miró de soslayo hacia el cajón y bisbiseó—: Ojalá que la maldita anciana se pudra y que esta asquerosa casucha se destruya. —Soltó un grosero escupitajo al suelo y se limpió los labios con la palma. Morgana sintió que se ahogaba: la ira la sofocaba. —Eres un desgraciado — le espetó. La rabia que sentía le había hecho arrastrar las palabras. El viejo soltó una hosca risotada y se pasó una mano por el pelo. Las manos le temblaban. — ¿Es así cómo me agradeces todo lo que he hecho por ti? Morgana bajó peligrosamente las cejas. En su rostro, enrojecido por la ira, brillaron sus ojos. —Lo único que recibí de ti fueron golpes y malos tratos. El viejo alzó las cejas sobre sus enrojecidos ojos oscuros y levantó una mano como si pretendiera golpearla. Morgana le sostuvo la mirada sin acobardarse y sin soltarlo. No retrocedió y alzó el mentón con un gesto desafiante. Ya no era una niña y no permitiría que volviera a golpearla. El viejo la miró con atención, y el despreció que vislumbró en el fondo verde de esos ojos lo intimidó. Bajó la mano y volvió la vista hacia la pared. Luego de unos segundos se volvió hacia ella nuevamente y la miró como si no la conociera. La observó con atención y su examen se detuvo en el pecho, en el bruñido medallón. Hizo un gesto de rabia con los labios y dio un paso hacia ella. Entonces alzó el brazo con ademán violento, la mano temblorosa, el índice enhiesto. —¿Qué es esa mierda que te cuelga del cuello? —le preguntó con voz traposa —. ¿Estás usando el medallón de la vieja? Morgana no contestó, pero le miró con cólera pura. Se hizo un incómodo silencio. Con el poco dominio que le quedaba de sí mismo, el viejo se restregó la cara con las palmas de las manos, apretó la mandíbula y le espetó: — ¿Cómo te atreves a usar ese símbolo del mal? ¡Eres de la misma calaña que esa maldita bruja! Enfurecida por la dureza del insulto, Morgana endureció la expresión y le gritó: — ¡Lárgate! —Apretó firmemente los puños. En la piel, suave y bronceada, destacaron los blancos nudillos. El viejo inclinó la cabeza hacia el costado como un pájaro y la sopesó una vez más. Reconoció la rabia en los ojos, el desprecio en los gestos, el odio en la voz. La muchacha le recordaba a la vieja Morgana. El gesto de aflicción que le desfiguraba el semblante mutó en un odio aún mayor. —Tú no eres mi hija— le espetó con rabia. Morgana, harta, alzó el mentón con indiferencia y señaló la salida. El viejo, ruborizado hasta las orejas, giró sobre sus tembleques tobillos y se retiró retorciéndose de la rabia, mirando de reojo a la muchacha. Mientras el viejo se marchaba, los murmullos se alzaron por la casa. Eran voces de mujeres que repudiaban el desprecio que el hombre sentía por la vieja Morgana. Conocían de cerca esa historia añeja y sabían, a ciencia cierta, la verdadera razón de ese odio inconmensurable que ni el tiempo ni la muerte habían podido apaciguar. ººº Luego de estar un año en coma, Alba murió. La desconectaron de aquellas máquinas y nunca regresó. La vida se le fue en cada molesto zumbido del monitor, en cada bocanada de aire que le negaba el respirador. Javier la vio marcharse lentamente, como si fuese un eco que revolotea en el aire y se va silenciando de a poco hasta extinguirse. No pudo hacer nada para regresarla, aunque hacía mucho tiempo que la mujer le había abandonado en cuerpo y alma. Después de la muerte de Alba, al hombre le quedó un odio implacable por la vieja Morgana y un recelo exagerado por todo lo que había en esa antigua casa. Detestaba tener que respirar el aire oloroso a incienso que se esparcía por los rincones y ver las penumbras que invadían las habitaciones. Odiaba tener que mirar esos ojos negros que le reprochaban en silencio y aborrecía, aún más, el hecho de ver en su hija los rasgos de la vieja Morgana. Se negaba a reconocer la muerte de su esposa y culpaba a la vieja de haberle separado de ella. Rechazaba la idea de que Alba hubiese escapado de él y no toleraba el hecho de que ya no tuviese poder sobre la mujer. De alguna extraña forma, intuía que Alba había cruzado el espejo y que aquel endemoniado objeto se la había llevado lejos. Y, como era un hombre tozudo y orgulloso, nunca reconoció que sus propios actos habían decretado su destino funesto. Nunca supo cómo manejar su frustración y escondió el dolor en el mismo lugar en donde enterró sus sentimientos. Como creía que la vieja Morgana lo embrujaría, buscó refugio en un viejo crucifijo. Aunque no era un hombre religioso ni mucho menos creyente, el hierático objeto le calmó los temores que le poblaban la mente. Pero no hubo dios ni rezo que pudiera protegerle de la culpa que le abatía, por lo que se refugió en el alcohol y con ello perdió la vida. El alcohol potenció su frustración hasta que se transformó en una bestia irracional que nunca fue capaz de controlar su ira. Una tarde, embriagado de alcohol, entró en la casa y cruzó el corredor. Morgana, que aún era una niña, oyó los violentos pasos de su padre y le siguió. Entonces vio cómo el hombre se desplazaba a trancazos por el pasillo, soltando insultos y lanzando puñetazos contra los muros. Luego advirtió que su padre llegaba hasta la pequeña habitación y escuchó los gritos que el hombre lanzó: — ¡Morgana! ¡Haz que mi mujer regrese a mí! ¡Tráela de vuelta, maldita vieja! — Se dio un par de cabezazos contra la puerta y, entre sollozos, volvió a gritar—: ¡Alba, sé que puedes escucharme! ¡Regresa de donde estás, maldita mujer, y vuelve a mí! Sin entender muy bien lo que el hombre decía, la niña se acercó hacia él y preguntó: — ¿Mamá volverá? El hombre no contestó, pero le propinó un brusco bofetón. Debido al golpe, la niña cayó de espaldas al piso. Hecho un energúmeno, Javier se abalanzó sobre la pequeña y comenzó a golpearla con violencia. En cada golpe que le propinó centró toda su frustración. No golpeaba a la niña; golpeaba a la mujer que se le escapó. Luego de unos minutos, la furia que le había poseído el cuerpo se calmó. Entonces, retrocedió mirándose los nudillos enrojecidos, las manos violentas, los dedos torcidos. El remordimiento le asaltó y su propia cólera lo horrorizó. La niña, media atontada por los golpes, levantó la cabeza y lo miró. En sus ojos latía un odio inmenso. Sin decir nada y llorando a lágrima viva, la niña se echó a correr por el corredor buscando algún consuelo para su dolor. Al reconocer el odio en esos pequeños ojos verdes, una dolorosa intuición lo embargó: había sido su mano iracunda quien había despertado el odio en la niña. No supo qué hacer ni que decir, pues no podía retroceder el tiempo ni deshacer lo que había hecho. Era innegable que la ira le estaba poseyendo y era demasiado cobarde para luchar contra esa fuerza primaria que lo estaba enloqueciendo. ¿Cuántas veces más desataría su furia en contra de esa niña? No lo sabía con certeza. Pero, a juzgar por el odio que sentía, intuía que serían muchas. En esa niña veía la cara, los rasgos, la expresión de la bruja Morgana. Era una proyección de esa vieja, una visión siniestra que no podía sacarse de la cabeza. En ese momento sintió miedo de sí mismo y le aterró la idea de que sus manos se dejaran guiar por el desprecio. «Me iré lejos», se dijo en silencio, movido por ese alud de sentimientos que ya comenzaba a atenazarle el pecho. Sin decirle a nadie que se iría, el hombre se marchó. Dejó a la niña con su abuela y arrastró con el peso de su propia frustración. Solo la certeza de calmar el odio que le incineraba el cuerpo logró mantenerlo lejos, aunque se juró un día volver por la niña cuando ya pudiese superar los recuerdos y gobernara al demonio que llevaba dentro. ººº Con los ojos rojizos por el llanto, Morgana vio cómo unos hombres echaban paleadas de tierra sobre el oscuro ataúd. Pronto, el cuerpo de su abuela sería engullido por una profunda fosa negra que la hundiría en un marasmo de tierra húmeda y frías piedras. ¿Qué pasaría después de eso? ¿En qué quedaría reducida esa mujer que tanto la había amado en vida? ¿En un cadáver gusaniento que se iría descomponiendo con el paso del tiempo? La sola idea le resultó asquerosa. La boca se le repletó de la amarga baba de la náusea y todo giró a su alrededor. Tuvo que respirar muy hondo para controlarse, aunque las piernas le temblaban y el estómago se le enroscaba por las arcadas. Imposibilitada de ver cómo la tierra cubría por completo el cajón, bajó la mirada y aferró las manos al extraño medallón. Aún no se explicaba porqué se había negado a incinerarla, aunque creía que se debía a una extraña intuición: algo le decía que la vieja Morgana no quería volver a sentir que el fuego le quemaba el cuerpo. Aquel extraño presentimiento le había llegado a la mente como una exhalación y le había hecho sentir que, si llegaba a quemarla, la anciana experimentaría un enorme dolor. Cuando razonó su conducta, le asaltaron las dudas. ¿Era posible que, en otro tiempo, la vieja Morgana hubiese muerto por el poder del fuego? Y si era así, ¿ Bean Wicca era el apodo de las brujas? La pregunta le había dado vueltas por la cabeza, pero luego de unos minutos la desechó. Repleta de dudas, alzó la cabeza y miró hacia la multitud. Entre un murallón de rostros llorosos y vestidos negros, divisó el pálido rostro de esa enigmática mujer. ¿Por qué estaba allí? ¿Qué la unía a su abuela? Sin pensarlos dos veces, se aproximó hacia ella. Algo había en esa mujer; algo que le hacía recordar a la vieja Morgana. Mientras se aproximaba hacia ella, reparó en su extraña vestimenta. ¿Por qué se vestía de esa manera? ¿Acaso pensaba que vivía en el siglo XVI? Esa larga falda negra, esa ancha camisa blanca no eran propias de este tiempo y la gruesa manta negra que le cubría la espalda parecía una reliquia del medioevo. Sin lugar a dudas, era una mujer extraña. Cuando llegó al lado de la mujer, sintió una bocanada de hierbas aromáticas. Era una mezcla de ruda y lavanda, el mismo aroma que expelía la ropa de la vieja Morgana. Con un suspiro gobernó la emoción que sentía, dio un paso hacia ella y susurró: — ¿Dónde conociste a mi abuela? Al escucharla, la mujer giró la vista atrás. Sonrió con un gesto pesaroso y se volteó por completo hasta quedar frente a ella. En el fondo de sus ojos brilló la emoción. Morgana la contempló. La mujer tenía el pelo n***o como la noche y unos mechones canosos le coronaban las sienes. En los ojos color miel se asomaba una sombra de tristeza, que parecía incrementarse debido a las lágrimas. Con manos temblorosas por la emoción, la mujer tomó las manos de Morgana entre las suyas y replicó: — La conocí hace mucho tiempo atrás, cuando tú eras solo una niña. — Quiso acariciarle la cara, pero se refrenó. A pesar de sentir una extraña familiaridad con el contacto de esos tibios dedos, Morgana le quitó la mano. Nerviosa, bajó la mirada y se dio cuenta de que la mujer todavía tenía la muñeca vendada y que llevaba unas hojas entre las manos. Eran grandes, de un verde muy oscuro y con el envés algo más azulado. — ¿Por qué traes hojas y no flores? —le preguntó. La mujer se miró las manos y tragó saliva para contener el llanto. — Son hojas de roble — le dijo con voz dolida—. A tu abuela le gustaban los árboles más que las flores. La muchacha asintió y se llevó una mano al medallón. Se hizo un incómodo silencio que denotó una aguda tensión. Morgana miró alrededor, y vio que el sepulturero aplastaba la tierra que cubría la tumba con la suela de sus botas. La garganta se le anudó y el dolor la golpeó. Quiso soltar un sollozo, pero se refrenó. Entonces volvió la vista hacia la mujer y la asedió con otra pregunta: — ¿Eres una de ellas? La mujer abrió los ojos como platos. — ¿Una de ellas? Morgana torció los labios con fastidio, la miró fijamente y replicó: — Sí. Una de ellas. ¿Cómo las llaman?... ¿Bean Wicca? La mujer dio un cauto paso hacia la muchacha y la asió de un brazo. — Calla, imprudente — le dijo en voz muy baja—. No puedes decir esa palabra delante de la gente. Morgana se desasió de ella con brusquedad y dio un paso atrás. Miró a la mujer con una sonrisa mordaz. — ¿Por qué no puedo decirla? Mi abuela, la misma que están enterrando aquí, era una de ellas. Y algo me dice que tú también debes ser una Bean Wicca. Había algo rabioso, imperioso en el tono. La mujer miró a los costados de soslayo. —Guarda silencio, Morgana. No sé de qué estás hablando. — Bean Wicca es una bruja, ¿verdad? ¿Por qué finges que no conoces esa palabra? — Cállate y ten respeto por tu abuela— le dijo la mujer con el ceño fruncido. Morgana la escrutó con rabia. Luego, luchando por controlar su malestar, miró al pequeño gentío que se acercaba hacia la tumba a paso cansino. Todos iban cabeza gacha, con las manos entrelazadas en el pecho protegiendo un ramo de hojas y bayas blancas. Murmuraban algo en voz muy baja, algo que Morgana no lograba escuchar. En los rostros de ellos se dibujaba la desazón, pero sus gestos denotaban un inmenso respeto. Morgana frunció el ceño. — ¿Qué es lo que dejan sobre la tumba? — preguntó, sin quitar la vista de aquellas blancas bayas. —Es muérdago — replicó la mujer, casi con solemnidad. Morgana asintió. Sin quitar la vista del pequeño séquito funerario, que se agolpaba en torno a la tumba, vio que un viejo dejaba un cuenco con agua sobre la tierra mientras farfullaba algunas palabras. Luego observó que una pequeña anciana encendía unas delgadas ramas oscuras y las batía alrededor de la tumba para esparcir el humo. Cuando el olor del incienso le llegó al olfato, el corazón le dio un vuelco. — Conozco ese olor — dijo de improviso. — Es verbena—señaló la mujer—. Sirve para limpiar las malas energías. Morgana la miró, arqueando las cejas con un gesto de sorpresa. — Muérdago, Verbena. Esto más que un funeral parece un extraño ritual. La mujer no contestó. Morgana frunció el ceño y volvió la vista hacia el pequeño gentío. Harta de no comprender lo que esa gente hacía, soltó un suspiro y una vez más miró a la extraña mujer. Ajena a la profunda frustración de la muchacha, la mujer murmuraba algo en voz muy baja, con las manos cruzadas en el pecho y cabeza gacha. Morgana se sobresaltó. A pesar de que aquella mujer le inspiraba ternura fraternal, también le provocaba miedo. Frunció el ceño. — ¿Qué murmuras? — le preguntó. La mujer abrió los ojos y volvió el rostro hacia la multitud como si no la hubiese oído. La muchacha se impacientó y la tomó por el brazo como exigiéndole una explicación. Con los ojos fijos en el pálido rostro de Morgana, la mujer replicó: — Sanación en mi alma, verdad en mis labios, naturaleza en mi ser, conocimiento en mi mente, todo esto pido humildemente. Que la bendición triple caiga como lluvia de luz sobre mí. Que el manto restaurador de la paz arrope a todos los seres. Que los dioses nos den descanso y santuario, desde el principio de la misericordiosa noche hasta la llegada del nuevo día. Morgana palideció. Nunca había escuchado esa plegaria en su vida. No era un rezo cristiano, por lo que intuyó que era parte de un rito pagano. La idea de que la vieja Morgana era una bruja tomó fuerza en su cabeza. — ¿Dioses? ¿A qué dioses adoraba mi abuela? La mujer sonrió con un gesto cansado y le acarició la mejilla. — Libérate de los dogmas que te han inculcado y abre tu mente a la verdad. Reconoce la existencia de los tres reinos y sitúate en el centro de ellos. Morgana miró a la mujer con asombro y le apartó la mano con brusquedad. —Todo esto es demasiado extraño— le espetó—. No sé qué estás diciendo. ¿Reinos? ¿qué reinos? ¿Acaso piensas que estamos en el medioevo? La mujer se miró las manos y lanzó un hondo suspiro. — No porque sea extraño quiere decir que no tenga sentido— le dijo. Morgana, sofocada, farfulló: — Necesito saber lo que ocultas. Necesito respuestas. ¿Mi abuela era una bruja? ¿Sí o no? Se hizo un profundo silencio. Entonces la diminuta anciana, que había sido amiga íntima de la vieja Morgana, se aproximó a la muchacha. Antes de hablar, carraspeó un poco para llamar su atención. Luego, con un gesto suave, le colocó una mano sobre el hombro y le dijo: — Tu abuela es una mujer especial. —La joven centró su atención en la anciana y todo lo demás desapareció. Con una sonrisa, la diminuta viejecilla continuó: —No deberías indagar en cosas que la vida misma te ha de enseñar. No juzgues a tu abuela por unas simples palabras. Júzgala por lo que hace, por lo que es, por el amor que te entregó—. Centró la mirada en el medallón que colgaba del pecho de Morgana y farfulló—: El cielo, la tierra, el mar se esconden y fluyen en nosotros como una manifestación de la divinidad. La vida, la muerte y el renacimiento, tres ciclos sin fin que convergen en un mismo centro. Morgana, pálida, se limitó a asentir. No entendió el significado de aquellas palabras, pero tampoco se atrevió a preguntar. Desconcertada, bajó la mirada. La cabeza le punzaba y al cansancio del desvelo se sumó la frustración de no entender nada. ¿De qué ciclos hablaba la anciana? ¿A qué divinidad adoraban? ¿Quién era su abuela realmente? ¿Una bruja? … ¿Una Bean Wicca? El eco de sus palabras le golpeó el pecho. Se estremeció. Tuvo la sensación de que el sonido de su voz le atravesaba la garganta hasta punzarle el corazón. Con esa sensación agobiante, recordó que en el velorio la viejecilla había manipulado unas varas humeantes y unos cuencos con agua. Casi en trance, la anciana había esparcido el agua por el féretro y había inundado de humo la vieja casa. En ese momento no le prestó atención, pero ahora le parecía que todo era parte de un ritual pagano; una especie de celebración. Atosigada por las dudas, alzó la barbilla y miró alrededor. La viejecilla se había marchado con la multitud y la pálida mujer había desaparecido sin dejar rastros. ¿Dónde se había ido? Nerviosa, la buscó con la mirada entre un montón de figuras oscuras que se alejaban por el camino. Al final del estrecho sendero y a paso presuroso, la mujer se alejaba del cementerio. Llevaba la cabeza cubierta por una capucha, por lo que era imposible divisarle el rostro. Morgana la reconoció por la vestimenta; por la manta que le cubría la espalda y por la enorme falda negra. Con una sensación de aflicción, que no logró explicarse, la miró alejarse. Le hubiese gustado ir tras ella, pero el cansancio y la tristeza le habían arrebatado la fuerza. Entristecida, desvió la mirada hacia la tumba de su abuela. Bajo esa enorme bóveda fría de tierra y piedras, yacía ella: la vieja Morgana, la Bean Wicca, la mujer de carácter fuerte y alma bella. Con un nudo en la garganta, alzó los ojos y una fuerza, mucho más poderosa que la tormenta, la empujó a mirar más allá de su visión periférica. Entonces, al final del sendero, divisó a la extraña mujer. Estaba erguida bajo un árbol, con las manos entrelazadas en el pecho y mirándola con un extraño interés. Morgana se estremeció. A pesar de la distancia, pudo percibir que la mujer estaba siendo sacudida por el dolor. Por unos instantes sus miradas se cruzaron entre sí. La mujer murmuró algo y Morgana palideció. «Mo chailín beag» — le escuchó decir, claro y nítido, como si la mujer lo hubiese gritado en voz muy alta. Morgana, asustada, no logró sostenerle la mirada. Entonces, la extraña mujer giró sobre sus talones y se marchó. Morgana se meció como hoja al viento y, sin poder evitarlo, lloró. ººº
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