De niña a mujer.

3601 Words
Morgana sintió que las piernas le temblaban. El solo hecho de imaginar a su abuela en el lecho de muerte le provocaba náuseas. Aún recordaba la última vez que había visto a su madre y ese doloroso recuerdo la atosigaba. Recordaba nítidamente el pálido rostro de la mujer, las sábanas blancas que le ocultaba las piernas enjutas, la enorme cama que la mantenía adormilarla. Todavía podía ver los párpados tozudamente cerrados, los gruesos mechones de pelo n***o que le coronaba la frente alba y esa mueca impávida que le desfiguraba la cara. En ese momento su corazón de niña se había partido a la mitad, pero aferrada a las palabras que le había dicho su abuela se negó a sollozar: «Tarde o temprano la volverás a encontrar. Ella no se ha ido para siempre, Morgana. Esto no es un final». Abrazada a aquella frase, se encaminó por un amplio corredor. Ya no estaría su abuela para consolarla cuando tuviese que mirar a la muerte y hacerle frente, pero tenía esas palabras y en ellas encontraría el valor suficiente. Al llegar a la habitación de su abuela, detuvo el paso e inhaló profundo. A través de la puerta oyó un murmullo. Sin detenerse a pensar, giró la manilla y abrió. Afuera el frío se apoderaba de aquel blanco laberinto de cemento, pero adentro el aire estaba caliente, seco. Una bocanada de orina le llegó al rostro como recibimiento, y tuvo que suspender el aliento para no vomitar. Desmelada y desde la cama, la anciana la miró con ojos desorbitados. Estaba cubierta por una manta, atrincherada entre un montón de sábanas y colchas destartaladas. Sudaba y el pelo se le apegaba a la cara. En el rostro, pálido y enjuto, se destacaban unos ojos rabiosamente negros rodeados por un halo oscuro que le daban una expresión de dolor. La vieja movía los ojos de un lado mientras crispaba furiosamente los dedos como si buscara algo que desgarrar. El resto de su cuerpo, sumergido en el letargo de la vejez, se mantenía apegado al lecho, imposibilitado de cualquier movimiento. Morgana miró el pelo sucio y reseco de su abuela. La cabellera azabache había mutado en un montón de hebras grisáceas y el lustre se había marchado dejando a cambio una opaca melena pajosa. La rugosa piel de la frente, humedecida por el sudor, le brillaba y unos risos grisáceos le cubrían las huesudas cienes. Los ojos opacos, cubiertos por una mucosa blancuzca, se mantenían fijos sobre un punto muerto. No eran los ojos de su abuela. Eran los ojos de un muerto. Morgana controló el sollozo que le atenazó la garganta y caminó hacia la ventana. Con dedos temblorosos, abrió los pórticos y respiró hondo. El aire, fresco como el rocío de las hojas, la reconfortó. De improviso, la abuela murmuró: — Nos volveremos a encontrar una vez más. La voz sonó entrecortada, sin fuerza. Morgana se volvió hacia ella. Tenía el rostro empapado de lágrimas. —Abuela — susurró. La anciana sacudió la cabeza de un lado a otro —No llores. Esto no es el final. Morgana se abalanzó sobre ella y le apegó el rostro al enjuto pecho. —No hables. Ya estoy aquí, junto a ti. —Bajo el oído escuchó el débil latido de ese viejo corazón. La anciana entreabrió los ojos y la observó. En el fondo de sus ojos latió el amor. — Mo chailín beag, mi Morgana— balbuceó—. Espérame en el árbol, allí nos volveremos a encontrar. Al escuchar el apodo que solía escuchar cuando era una niña, el corazón le dio un vuelco. Los sollozos le remecieron los hombros. Con sumo cuidado, le aproximó una mano a la cara y le acarició las mejillas ajadas. —Ahí te esperaré. La vieja sonrió y siguió hablando: — Cientos de vidas y cientos de muertes, pero nunca es el final. Mis ojos te volverán a ver y mis manos te volverán a tocar. Mira más allá de lo que tus ojos te muestran y verás la realidad. Morgana frunció las cejas con escepticismo. Con la punta de los dedos quitó las lágrimas de la cara amada. —No te aflijas, abuela — le dijo—, y trata de descansar. La vieja negó con la cabeza y abrió los ojos como platos. Entonces miró a la muchacha y la expresión de su rosto muto: los ojos volvieron a brillar como rescoldos y las mejillas rebosaron vitalidad. Clavó la mirada en el rostro de la muchacha y endulzó la expresión. A Morgana le pareció que la vida volvía a abrazarse a ese viejo cuerpo. La anciana soltó un quejido y se incorporó torpemente hasta quedar sentada en el lecho. — ¿Eres feliz, Morgana? — le preguntó. La muchacha esbozó una escueta sonrisa y le acarició el pelo. El rubor le subió del cuello hasta las orejas. —Supongo que sí — replicó. —No lo eres — le refutó la vieja—. En esta vida no. Morgana le rehuyó la vista y miró hacia la ventana. La seguridad con la que la mujer había pronunciado esas palabras, la intimidó. La abuela le apretó la mano y la muchacha volvió la mirada hacia ella. Trató de sonreír, pero no pudo. — Amo lo que hago—le aseguró. La anciana sonrió con tristeza y meneó la cabeza. —Deja de buscar idiotas como tu padre, mi pequeña. Debes buscar un hombre, no un padre. —Soltó un leve quejido y se reacomodó bajo las mantas—. Si me quedé anclada a esta vida fue solo por ti, pero ha llegado el momento de partir. —Morgana hizo ademán de replicar, pero la anciana continuó—: Traté de hacerte feliz, tal como se lo prometí a tu madre, pero no pude luchar contra la rabia de tu padre. No te dejaré en esta vida, pagando por culpas que no son tuyas. Aunque tenga que volver, te mostraré el camino a seguir—. Hizo una pausa para contener un sollozo y luego agregó—: Debí haberte señalado el camino antes, pero no pude desprenderme de ti. Lo siento tanto, mo chailín beag. Nerviosa, Morgana solo se limitó a asentir. ¿Qué podía decirle? ¿Cómo podía refutarle? Si a duras penas lograba asimilar esas frases. La vieja Morgana siguió hablando como si estuviese envuelta en un trance: movía las manos de un lado a otro y los ojos se le habían vuelto rabiosos. Parecía otra: una versión más joven de sí misma, una evocación de un pasado remoto. De improviso, la muchacha escuchó el eco de unos pasos provenientes del pasillo. La puerta se abrió de golpe y alguien ingresó a la habitación. Con el rabillo del ojo, notó que una enfermera, pequeña y regordeta, caminaba directo hacia el lecho. Morgana desvió la vista hacia la mujer y sonrió. — ¿Quién eres tú? — le preguntó la mujer con voz hosca. Morgana sintió el malestar en la voz. Alzó el mentón con altivez y replicó: —Su nieta. La enfermera soltó un bufido y meneó la cabeza. —La vieja Morgana ha estado acá más de dos meses, ¿ y ahora que agoniza vienes a verla? La muchacha se removió incómoda en la cama y le lanzó una mirada apática. Estuvo a punto de abrir la boca para replicar, pero la voz de la anciana le impidió hablar: —No seas metiche, Isabel. Mi nieta estaba de viaje y no sabía que yo estaba acá. Morgana sonrió en su interior y agregó: —Antes de que la internaran acá, iba a visitarla todos los días a su casa. Debería preguntar antes de hablar. La enfermera hizo un gesto huraño de asentimiento y profirió: —No dejes que hable mucho. Tu abuela debe descansar. La anciana miró a la enfermera con cólera pura. Enfurruñada, endureció la expresión y le espetó: — ¡Por todos los dioses, mujer! ¡No hables como si yo no estuviese acá! La mujer arqueó una ceja y miró de soslayo a la muchacha. — Que descanse—volvió a decir en voz baja—. El hecho de que logre hablar no implica una mejoría. Morgana asintió mientras la enfermera colocaba una mano sobre la frente de la vieja y echaba un vistazo alrededor. Luego de unos segundos y sin murmurar palabras, se retiró. —Esa mujer me trata como si fuese una lisiada — refunfuñó la anciana con molestia. Morgana rio y le acarició la plateada cabeza. — Cuando te mejores, te prometo que volveremos a casa—le dijo. La vieja Morgana hizo un hosco gesto de negación con la cabeza y volvió a echar el cuerpo sobre la cama. Se volvió hacia un costado y se acurrucó en el rincón. —No. Ya no volveré. Mi tiempo se agota. Había algo mustio, doloroso en el tono. Con un gesto suave, pero firme a la vez, Morgana la asió por el hombro huesudo y la atrajo hacia sí. La anciana alzó el rostro hacia ella y la observó con atención. Debajo de las oscuras ojeras y de las líneas de expresión que le endurecían el rostro, estaba la pequeña niña que tanto amó. Entonces, cansada, sonrió. Morgana aquietó el sollozo que ya comenzaba a deslizarse por su garganta, aunque los ojos se le perlaron de lágrimas. Tragó saliva y acarició el rostro amado. Bajo los dedos, sintió la piel mustia, helada. La vieja entrecerró los ojos. La joven la sopesó una vez más. Vislumbró los párpados rugosos, las mejillas pálidas, los labios extremadamente delgados. Reconoció el paso del tiempo en las profundas arrugas que agrietaban la piel de las mejillas y descubrió, con dolor, que a la anciana se le iba la vida. Con infinita ternura, la joven se inclinó sobre la anciana y le apartó un mechón canoso que le cubría la frente. Luego, con lágrimas en los ojos, le besó el pelo, la diminuta cabeza. La vieja Morgana exhaló y cerró los ojos. Los rugosos párpados le temblaron y una pequeña lágrima le escurrió por el enclenque mentón. Morgana le arregló las mantas y le reacomodó la almohada bajo la cabeza. La anciana exhaló un largo suspiro y se reacomodó. Morgana sintió pesar al verla así. —Duerme, abuela—le dijo, y se esforzó por no llorar. La vieja Morgana se removió inquieta y farfulló: — An crann… Fan dom ag an crann. Morgana la miró como si no la conociera. No reconoció ninguna de esas extrañas palabras. ¿Era la cercanía de la muerte lo que la hacía balbucear como una niña pequeña? No lo sabía, pero la última palabra le resonaba como un grito en la cabeza. «Crann, crann»—se repitió una y otra vez, mirando a la ahora disminuida mujer. Era extraño, pero intuía que había escuchado esa palabra más de alguna vez. Pero ¿Dónde antes la había escuchado? La vieja soltó un murmullo de angustia y sacudió la cabeza a los costados. Entonces, como si el dolor la hubiese desgarrado por dentro, se dobló sobre sí misma y balbuceó. —El árbol…Espérame en el árbol. Morgana frunció el ceño y observó a la vieja con atención. Notó que el enjuto pecho de la anciana subía y bajaba al compás de una acelerada respiración. Parecía que algo le dolía mientras se acurrucaba en un costado del lecho como si fuese una niña. Morgana le acarició el pelo y le besó la mejilla. La anciana olía, como siempre, a lavanda. La anciana exhaló un quejido. Morgana se inclinó sobre ella y volvió a reacomodarle las mantas. En ese momento, notó que la vieja mantenía una mano tozudamente cerrada como si se negara a mostrar lo que guardaba entre la palma. La joven le abrió la mano con delicadeza. La palma de la vieja estaba sudada. La luz oblicua que ingresaba por la ventana iluminó la palma, y un extraño medallón de plata brilló bajo la débil luz del sol. Morgana estudió el objeto en detalle: semejaba una bruñida moneda de plata, con unos extraños dibujos que sobresalían en relieve de la superficie. Eran tres óvalos encerrados en un pequeño círculo, cuyos vértices terminaban en punta y se unían entre sí por uno de sus extremos. Alrededor de los extraños dibujos había unas letras escritas en lengua extranjera, que Morgana no logró reconocer. Sin poder apartar la mirada del extraño objeto, frunció el ceño. Lentamente, el medallón comenzó a deslizarse de la palma de la anciana. Cuando la vieja Morgana sintió que la separaban de su amuleto, cerró la mano y se llevó el puño al pecho. A modo de caricia, Morgana le colocó una mano sobre el puño. La anciana entreabrió los labios y se quejó quedamente. Morgana suspiró. Después de la muerte de su madre, se había hundido en un marasmo de dolor y rabia que le había aniquilado el corazón. Solo el amor de su abuela la rescató. Pero ahora, después de muchos años, volvía a revivir ese viejo dolor. El llanto le asaltó de improviso, y los hombros se le remecieron por los sollozos. La abuela pronto partiría dejándola sola, desprotegida. Por interminables minutos, pensó que el dolor no menguaría. Nada se comparaba al dolor que estaba sintiendo. Era como tener una herida en el medio del pecho, un orificio que se repletaba de angustia y resentimiento. Desde ahora, la soledad y el abandono serían su única compañía, estaba segura. ¿Podría resignarse a perderla y continuar con su vida? No. Definitivamente, no podría. Soltó un gemido de dolor y apartó suavemente la mano de la mano de su abuela. Se levantó trabajosamente de la cama y se restregó los ojos con las palmas de las manos. Caminó lentamente hacia el ventanal y centró los ojos en el cristal. Miró fijamente el reflejo de su rostro. En su cara, pálida como la masa cruda, reconoció algo de su abuela. Quizás eran los labios o, tal vez, la expresión de agonía que le latía en los ojos. De improviso la visión se le estrechó y lo único que vislumbró fue el recuerdo de su niñez nadando en el fondo verde de sus ojos. Entonces el pasado cobró vida a través de sus pupilas, y todo volvió a suceder… ººº La puerta estaba entreabierta y un murmullo se alzaba por la muralla. El lugar olía a menta, a ruda, a lavanda, a todas esas hierbas aromáticas que siempre se adueñaban de los rincones de la casa. Entre las hierbas y su abuela había una complicidad perfecta que Morgana percibía, pero no lograba entender. Apremiada por la curiosidad, se aproximó lentamente hacia la puerta. El corazón le batía deprisa. A pesar de saber que tenía prohibido el ingreso a la pequeña habitación, había algo muy dentro de ella que la empujaba a ese lugar. Tal vez, eran las plegarias que escuchaba o, quizás, las invocaciones que se alzaban. No lo sabía, pero había algo en ese lugar que la atraía como un poderoso imán. Con el rabillo del ojo miró hacia el interior de la habitación. El lugar estaba oscuro, alumbrado tenuemente por unas velas. Aún en la penumbra que proyectaban los cerillos, descubrió que su abuela danzaba enérgicamente frente a un viejo espejo. La mujer movía la cabeza de un lado a otro, agitaba los brazos y crispaba las manos como si estuviese inmersa en una locura pasajera que la hacía contorsionarse y engrifarse como un gato. Morgana rio para sí. Rápidamente se llevó las manos a la boca y reprimió una carcajada. En ese momento escuchó la voz inconfundible de su abuela Morgana: — Por el agua que le fluye por dentro, por sus raíces que emergen desde la tierra amiga, por el viento que se cuela entre sus hojas meciéndolas, y el fuego que despierta en la fricción de sus ramas que se elevan hacia el cielo infinito, los Druidas contemplamos en el árbol la esencia del mundo. La muchacha abrió los ojos como plato. La sonrisa inicial fue reemplazada por un gesto de pasmo. No entendía muy bien de qué se trataba ese ritual, tampoco lograba comprender del todo las palabras, pero la fuerza que transmitía la voz de su abuela y la energía que crepitaba en el aire la estremeció. Hizo ademán de retroceder, pero el cuerpo no le respondió. Entonces oyó otra voz: — La medida de un druida es la fuerza de su tronco. La grandeza del druida se centra en sus raíces. La belleza de las ramas es el Awen que lo ilumina. Era una voz suave, melodiosa. La amada voz de su madre. Morgana dio un paso adelante y abrió un poco la puerta. A lo lejos aullaron los perros y se escuchó el chillido de las bisagras. Su corazón de niña latió con violencia. El miedo la abrazó como una fría mortaja y un escalofrío, como una filosa garra, le recorrió la espalda. Quiso huir. Sin saber porqué se echó a correr por el corredor hacia otra habitación. En el medio del pasillo chocó con su padre. El hombre le lanzó una mirada enfurruñada y le dio un brusco empujón. La niña trastabilló, pero no cayó mientras sentía que el olor a hierbas moría bajo un potente tufo a alcohol. Los ojos se le repletaron de lágrimas. Por instinto se acurrucó en un rincón, haciéndose más pequeña de lo que ya era. El hombre, moreno y corpulento, se encaminó tambaleante por el pasillo hacia la pequeña habitación. Morgana lo miró. Vislumbró la espalda ancha, el corto pelo n***o, las piernas tembleques, las manos en puño. Temió lo peor. Entonces gobernó el pavor que el hombre le provocaba, se irguió torpemente y le siguió. Inmerso en su furia, el hombre no se percató de que la niña le seguía. Con todas sus fuerzas, echó el cuerpo contra la puerta y entró. Miró alrededor y vio que, frente al espejo, el cuerpo de su mujer yacía en el suelo. Soltó un ronco grito. Morgana, detrás de él, divisó el cuerpo inerte de su madre sobre el piso: parecía dormida, envuelta en un poderoso letargo que a duras penas le permitía respirar. Quiso abalanzarse sobre ella, pero el miedo se lo impidió. El corazón le latió deprisa y un soplo de pavor la amordazó. Tembló. Con movimientos torpes, el hombre se arrodilló al lado su mujer y soltó un sollozo. Hizo ademán de levantarla, pero el temblor de sus manos se lo impidió. — ¡No la toques! ¡Nunca más podrás ponerle un dedo encima! La voz de su abuela sonó dura. Sobresaltada por el grito, Morgana se tapó los oídos con las manos y, detrás de un estante, se acurrucó en un rincón. El hombre, desde el suelo, alzó un dedo inquisidor hacia la mujer y replicó: — ¡Devuélvemela, maldita vieja! Sin saber que la niña estaba escondida en la habitación, la aludida alzó el mentón con un gesto altivo y sonrió. — Está lejos de tu alcance, maldito borracho, y ya no podrás dañarle. El hombre la miró con cólera pura mientras colocaba la cabeza de su mujer sobre su regazo y le besaba las frías mejillas. — Aún respira. No permitiré que la alejes de mí. La mujer, desde su altura, lo miró con odio y replicó: — Ya no habrá nada ni nadie que logre regresarla. Ella jamás volverá a ti. Javier apretó los labios reprimiendo la respuesta que ya comenzaba a deslizarse por su lengua. Miró primero a su mujer, luego a la vieja y en sus ojos se asomó el desprecio. La vieja Morgana le lanzó una mirada despectiva y se marchó. Con la mujer entre sus brazos, el hombre se incorporó torpemente del suelo. De la borrachera solo le quedaba el olor, pues la impresión había eliminado los efectos del alcohol. Morgana, desde su rincón, vio cómo el hombre se alejaba tambaleante por el pasillo. Ya no era el vino quien le hacía tambalear, era el dolor, el orgullo herido. Al descubrirse sola en la habitación, la niña se incorporó. Los cerillos seguían encendidos y el olor a hierbas saturaba el aire. Miró alrededor: en el centro de la habitación, el espejo brillaba con un extraño resplandor. A un costado del espejo y apoyado sobre la base de un altar, había un extraño medallón con un símbolo en el centro. Sintió miedo, se abrazó el diminuto cuerpo y rehuyó la vista del brillante objeto. Entonces, centró la mirada en el espejo y todo lo demás desapareció. Empujada por una fuerza sobrenatural, caminó directo hacia el espejo hasta situarse frente a él. Sentía que flotaba por el piso como si, de pronto, pudiese levitar. Sin saber porqué, colocó la pequeña mano sobre la lámina y centró los ojos en su reflejo. De improviso, la imagen de su reflejo desapareció y el espejo se tornó n***o. Luego de unos segundos, en el centro de la lámina, apareció un árbol inmenso. En ese momento una voz, proveniente del espejo, le habló: — El secreto del árbol vive en sus raíces. Lo que el árbol revela viene de su semilla. Lo que corona al árbol está entre las ramas y las hojas. —Se hizo un profundo silencio. Luego, la extraña voz, la llamó—: Morgana, Morgana. Ven a mí, mo chailín beag. Como si estuviese envuelta en un profundo trance, la niña comenzó a acercarse a aquel enigmático objeto. Cuando estuvo a punto de apegar la mejilla al espejo, su abuela pegó un grito que la trajo de regreso: — ¡Morgana noooo! ººº
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