Si hubo algo que le advirtiera que su vida cambiaría, Morgana no logró darse cuenta. Estaba sumida en un profundo cansancio que le embobaba la razón y la tristeza que sentía era demasiado inmensa. Había perdido la noción del tiempo, y ya no recordaba si llevaba días u horas sentada en el mismo sillón, alejada de todos, bebiendo sorbos de café, desmelenada y angustiada; llorando por todo lo que había perdido; por lo que jamás había tenido. Hundida en el sofá y con la vista perdida en la nada, veía las horas pasar. Todavía sentía ese molesto gustillo a alcohol en la lengua y la resaca seguía martillándole la cabeza. Sigfrido, cerca de ella, ronroneaba de vez en cuando mientras le restregaba la cola entre las piernas. De improviso el teléfono comenzó a sonar, con esa estridente melod