Migajas de amor.

2549 Words
Cuando Morgana abrió los ojos, lo primero que vio fue el rostro de Tomás casi pegado al suyo. Sintió el aliento tibio, oloroso a tabaco, del hombre y percibió un intenso aroma a perfume. Pestañeó, como queriendo quitarse de la cabeza aquella extraña visión, y miró el fulgor de pasión en esos intensos pozos azules. — ¿Qué haces aquí? — preguntó, incorporándose torpemente del lecho. El hombre sonrió con malicia y le acercó la boca a la cara. —Tú me llamaste — le dijo. Morgana soltó un suspiro y volvió el rostro hacia la pared. Tomás le tomó el mentón con una de sus manos y la obligó a que lo mirara a la cara . Morgana no tuvo fuerzas para negarse. Sus miradas se cruzaron entre sí. — No valen las llamadas si estás borracha —farfulló ella sintiendo que las manos de él comenzaban a meterse bajo su ropa. Tomás soltó una risotada que reprimió enseguida mientras la muchacha, incómoda, se remecía entre los brazos que la sostenían. Con el gustillo a licor aún metido en la lengua, Morgana rezongó: — ¡Ya basta, por Dios! Creí haberte dejado claro que esto se acabó. Tomás soltó una honda exhalación y se incorporó. Desde su altura y con una expresión que se batía entre la incomprensión y la ira, le preguntó: — ¿Para qué me llamaste entonces? ¿Acaso te volviste loca? Morgana se levantó de la cama y sintió que el mundo le daba vueltas. No recordaba haberle llamado, pero sí recordaba que se había bebido una botella de ron. La cabeza le estaba a punto de explotar y el estómago se le enroscaba por el asco. La resaca era insoportable: una sensación de estar habitando un cuerpo que no le respondía, un cuerpo que no le pertenecía. En sus oídos aún resonaban las palabras de Tomás y el eco de su voz se estaba volviendo insoportable. Mientras Morgana luchaba por ordenar sus ideas, el hombre seguía hablando sin parar. Harta de escucharlo vociferar, Morgana cerró los ojos y gruñó: —Ya cállate, Tomás. Hablas sin parar. No recuerdo haberte llamado, pero si así fue te pido las disculpas. Bebí más de lo normal y la resaca me está matando—. Se encaminó por el pasillo hacia la cocina —. Necesito un café con urgencia. Cruzado de brazos y apoyado en el umbral, el hombre replicó: — ¿Me llamaste para burlarte de mí? La muchacha colocó los ojos en blanco y meneó la cabeza. — Todo se trata de ti ¿verdad? Debe ser porque el mundo gira en torno a tu grandeza. Tomás torció los labios con una mueca de desagrado y dio un paso hacia ella. —Pensé que me llamabas porque habías pensado en nosotros y habías cambiado de opinión. —La asió por la cintura y la atrajo hacia sí —. No he dejado de pensar en ti. Morgana se desasió de los brazos que la mantenían sujeta y se apoyó contra la mesa. La cabeza le latía como un furioso corazón y tenía en la boca un molesto sabor a alcohol. La pequeña habitación le daba vueltas. No lograba concentrarse y se sentía nerviosa. Estaba segura de que no lo había llamado y no entendía que hacía él allí. Con el ceño fruncido lo estudió bajo la luz desvaída de la mañana. Lo vio altivo, déspota, demasiado seguro de sí mismo. Sintió una extraña mezcla de amor y rechazo. — ¿Por qué debería cambiar de opinión? —le preguntó con voz seca —. ¿Dejaste de mentir? ¿De manipularme?... ¿Terminaste con tu esposa? Al escucharla, el hombre se irguió y se restregó las mejillas con las palmas de las manos. Luego se despejó el rostro, apretó los dientes y gruñó: — ¿Vas a seguir con eso? Morgana lo miró. Había algo violento en el tono; algo que le trajo a la memoria el recuerdo de su padre. Sintió tanta rabia que volvió el rostro hacia la pared. Tomás siguió insistiendo, tratando de sonar persuasivo: — Sabes que tengo un hijo y es por él que no me puedo ir. Estoy con ella por él, solo por él, pero te juro que te amo a ti. La muchacha esbozó una sonrisa mordaz y caminó hacia la máquina de café. — Deberías cambiar el guion — le dijo con sorna—. Aburre tener que escuchar tantos años lo mismo. El hombre la miró como si no la conociera. La mujer se sirvió una taza de café y caminó hacia el salón, luchando contra la rabia que la embargaba, ocultando la pena que la consumía. Al pasar por el umbral, Tomás le quitó el tazón, la asió por la cintura y nuevamente la atrajo hacia sí. Morgana sintió el calor de ese cuerpo, la fuerza del deseo en un beso. El ardor le golpeó el pecho como una oleada y le recorrió cada centímetro de la espalda. Los poros se le erizaron y un viejo rescoldo de ternura le atizó el corazón. Ante él era vulnerable como una niña; su voluntad moría calcinada bajo la fragua de un amor que le dolía, pero que la hacía sentir viva. Luchó contra sí misma, pero una vez más perdió. Se sentía emborrachada: la cercanía de él la mareaba tanto como el vino fuerte y le era casi imposible resistirse a esa agradable sensación. Consciente de lo que provocaba en ella, Tomás la apretó contra él con rabiosa pasión. Entonces, embriagada por la necesidad de afecto, Morgana se dejó hacer. Dócil como una cría, aceptó que esos labios dañinos se adueñaran de su boca y que esos dedos lascivos le palparan la piel. Era un viaje sin retorno, un descenso al infierno disfrazado de placer. Mientras sentía que las manos de él cobraban vida, cada botón que iba cediendo al tacto le susurraba lo mismo una y otra vez: «son migajas. No son más que migajas. No te quiere y nunca te ha querido. Aléjate de él». Ensordecida a la razón, apartó los susurros que le revoloteaban en la cabeza y se concentró en las reacciones de su cuerpo: las rodillas le temblaban y el vello de la nuca se le erizaba. El pecho se le agitaba, los pezones le ardían mientras el corazón le latía en la garganta y la espalda se le arqueaba. Cada vez que esa lengua húmeda le lamía el cuello, la sangre le fluía con mayor potencia y la entraña le latía con fuerza. Toda ella era sensación, un espíritu que se desprendía de la carne para volverse vibración. Iba a caer, a hundirse en el lodo de la infamia, a ahogarse en un mar de mentiras, violencia y promesas falsas. ¿Era eso lo que quería? ¿En eso se transformaría su vida? ¿Seguiría aceptando sus migajas? Un gemido se le escapó de la boca y comenzó a sollozar. Se sentía demasiado vulnerable, indefensa; subyugada por un astuto depredador que la había transformado en su débil presa. Tomás, jadeante, se separó de ella y la miró. — ¿Por qué lloras?—le preguntó. Había algo déspota, apático en el tono. Morgana se secó las lágrimas de las mejillas y lo observó de soslayo. ¿Era ese el hombre del que se había enamorado locamente? La nula empatía, la falta de amor, le parecieron detestables. Asqueada, dio un paso atrás. Entonces se arregló la melena hirsuta y replicó: — Mi abuela murió hace pocos días, aunque ya lo sabías y no te importó. —Estiró una mano hacia él y murmuró—: Pásame el café. El hombre la miró como si no la conociera. Con un gesto ladino le aproximó el tazón. Hizo ademán de besarle, pero ella le rechazó. Molesto por el rechazo, murmuró: —No te entiendo, Morgana. No sé qué esperas de mí. Morgana apretó los labios reprimiendo una respuesta. Le temía más a la reacción de Tomás que a cualquier otra cosa. Todavía molesta y fingiendo una seguridad que estaba lejos de sentir, se dio la vuelta y caminó hacia el salón. Con sumo cuidado se sentó en el sillón. Por el rabillo del ojo, vio que Tomás nuevamente se acercaba. La presencia de él la intimidaba; algo en él la conectaba con su infancia. Sin saber qué hacer se acomodó en el sillón y miró el espejo. — Lindo, ¿no? — murmuró. Tomás la miró con incomprensión. —¿Qué? Morgana lo miró, pensó en su padre, en la muerte de la vieja Morgana, y escondió la mirada. Bebió un sorbo de café. —El espejo— dijo—. Es del siglo XVI, una antigüedad labrada en madera y estaño repujado. La expresión de Tomás era inescrutable. Echó una rápida ojeada al espejo y arqueó una ceja. —Deberías venderlo. Morgana lo miró con asombro. El rubor le pintó las mejillas. —Es lo único que me queda de mi abuela. El espejo y el gato son las únicas cosas que me recuerdan a ella. No lo vendería por nada de este mundo. — Se interrumpió para beber un sorbo de café. Tomás, desde su lugar, la miró fijamente. Tenía los ojos clavados en ella; en el escote que dejaba ver la pequeña porción de piel que insinuaba el nacimiento del placer. Morgana frunció el ceño y guardó silencio. Se sentía observada, intimidada. Era evidente que a él no le importaba su tristeza, tampoco su pérdida. Solo le importaba saciar el deseo que sentía por ella, calmar la pasión y alimentar su descomunal ego. Sintió rabia. Ajeno a los sentimientos de la mujer, Tomás se aproximó hacia ella y le acarició el pelo. Ella levantó la vista y sus miradas se cruzaron entre sí. Entonces, en el mar azuloso de los iris, ella descubrió una veta escalofriante de frenesí. Nerviosa, sonrió y ladeó la cabeza hacia un costado. Tomás le aproximó la boca a los labios y de nuevo trató de besarla. Ella se hizo a un lado rechazando el contacto y se puso pálida. —Vete Tomás — le dijo con un tono de voz que no aceptaría réplicas. Tomás parpadeó como si no la hubiese escuchado. Luego, ignorando sus palabras, se inclinó aún más sobre ella y la tomó por la quijada obligándola a que lo mirara a la cara. Ella soltó un quejido y se desasió de la mano que la hería con un brusco empujón. —¡Suéltame, imbécil! — le espetó. La rabia hizo que le temblara la voz. Ofuscado y despeinado, Tomás la miró desde su altura. Tenía el ceño fruncido y los ojos brillantes por la ira. Dio un paso y la aferró del brazo con innecesario vigor. Aun por sobre la tela, ella sintió que los dedos de él le arañaban la piel. Soltó un quejido. — ¿Crees que puedes jugar conmigo, maldita mujer? —le preguntó él, zarandeándola bruscamente del brazo. Morgana lo miró y vio a su padre en ese rostro iracundo. Rápidamente se desasió de él y se incorporó del sillón. En su rostro se reflejaba la incredulidad mezclada con el miedo. No era la primera vez que Tomás reaccionaba de forma tan iracunda, pero jamás la había tratado de esa manera. Armándose de valor, extendió la mano hacia la puerta y le dijo: —Vete y deja mis llaves sobre la mesa. Su voz sonó clara, aunque sentía las piernas de lana. Tomás nuevamente la miró como si no la hubiese oído. En su cara se asomó el odio. —¿Me estás echando? Morgana no contestó. Tomás dio un paso hacia ella mientras negaba con la cabeza. Morgana se mantuvo quieta. El hombre apretó los dientes y se acercó un poco más. La distancia entre ellos era tan mínima, que la mujer pudo ver la rabiosa contracción de las pupilas. Con peligrosa familiaridad, Tomás le puso un índice tembloroso sobre la frente. Morgana alzó el mentón, tratando de conservar la calma. Él comenzó a deslizarle el dedo por el estrecho tabique hasta que llegó a la punta de la nariz. Luego, con una sonrisa, le recorrió las comisuras de la boca y dejó el dedo quieto sobre la pálida piel de los labios. Morgana miró el dedo, rígido como una espada, y luego lo miró a él. Tomás la contempló con malicioso interés. ¿Renunciaría a ella así de simple? No. No lo haría, aunque tuviese que tragarse la ira e inventar otra mentira. Con ese pensamiento se aproximó hacia ella y le susurró: — Eres mía y yo soy tuyo. Soy tu esclavo y tú mi prisionera. Nada ni nadie podrá separarnos, pues nadie te amará como yo. Morgana dio un paso atrás. —Vete—volvió a decir—. Nunca cambiarás. Bruscamente, el hombre se abalanzó sobre ella, la tomó por el cuello y la empujó contra el muro convirtiéndola en su rehén. Morgana, sobresaltada, cerró los ojos. Impulsada por el miedo y el desconcierto, la habitación le dio vueltas. Él, iracundo y con la mano libre que le quedaba, estampó un puño en el muro, a unos centímetros de la cara de ella. —¡Ya basta! —gritó—. ¡No estoy para tus jugarretas! —La soltó del cuello y respiró agitado sobre ella. Morgana percibió el aliento levemente acido de él, y sintió náuseas. Abrió los ojos de golpe. —Si no te vas ahora, juro que llamaré a tu esposa—le dijo sin pensar. Tomás retrocedió un paso. Los ojos se le veían enormes. De antes solo tenían el color, pues ahora se habían transformado en dos pozos vacíos, carentes de emoción. —Te gusta llevarme al límite, ¿verdad? —le preguntó entre dientes. Morgana se enderezó y lo miró una vez más. Se apartó el pelo de la frente, dilató las fosas nasales y apretó la quijada hasta que le dolieron los dientes. Apabullada por el temor, no advirtió que el teléfono de él sonaba. Con el rostro enrojecido, Tomás se alejó unos pasos y contestó la llamada. Morgana, sin permitir que el miedo la dominara, aprovechó su oportunidad y caminó hacia la salida. Una vez allí, abrió la puerta de golpe y esperó afuera. Un sentimiento contradictorio la avasalló: sentía miedo de él, sabía que podía dañarla, pero no quería perderlo. ¿Por qué aceptaba someterse a su ira descontrolada? ¿Por miedo a sentirse abandonada? Tomás apareció en el antejardín con el teléfono en la mano. Morgana, abrazándose el cuerpo, lo miró en silencio. Tomás esbozó una sonrisa, que tenía algo de burla, y se inclinó sobre el hombro de ella. —Te vas a arrepentir—le dijo bajito, y se quedó mirándola con ansias. Morgana, sorprendida por la violencia de la amenaza, levantó la cabeza. Él, con un gesto inexpresivo, le sostuvo la mirada. Ella no dijo nada y se mantuvo en la misma posición. Respiraba pausadamente, pero en sus ojos latía el temor. El hombre asintió con un hosco gesto, se dio la vuelta y se marchó. Morgana le vio alejarse. Sintió que el corazón se le desbocaba. Pensó en su madre y comprendió que estaba experimentando el mismo miedo de ella, la misma angustia, la misma decepción. ººº
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