Capítulo 3

4448 Words
—¡Frederic! —Los ojos de Luisa casi salen de la órbita al tener enfrente al que hace unos días era su mayordomo trabajando para nada más y nada menos que su examante. «¡Traidor!», pensó. —Señora. La voz de Frederic era neutra, tal pareciera que no le guardaba ningún rencor o como si ellos nunca hubieran tenido otro trato que ser el sirviente de Armand. —¿Qué demonios haces aquí? —ella susurró con veneno para que nadie más que el mayordomo escuchara. —Si me disculpa, el señor Armand la espera en su despacho. Luisa dio un paso al frente y hacia el mayordomo y le ordenó enérgicamente: —¡Te hice una pregunta, responde! —El señor Armand fue quien me ha contratado y, ya que usted presidió de mis servicios solo he vuelto al servicio del señor Armand en su casa. —¿Qué le has metido en la cabeza? ¿Qué le has hablado de mí? —Nada que no sea cierto y que yo no sepa. No le he inventado ningún amante, y tampoco le he hablado de usted y el señor Averlade, porque desconozco su relación ni el tiempo que ha estado teniendo encuentros con él. Nada, señora Luisa. No sé nada. Luisa levantó la barbilla. Sí lo que decía ese pedazo de imbécil era cierto entonces no tenía nada que temer. Armand estaba cediendo poco a poco. Ella estaba segura de que esta noche se reconciliarían, porque él la amaba. —Llévame con él. Frederic acompañó a Luisa hasta el despacho de su señor, dio dos toques y luego abrió la puerta para que ella pudiera adentrarse. Cuando la dama lo hizo, él salió cerrando la puerta tras de sí silenciosamente. Armand estaba sentado en el sillón a un lado de la chimenea, tenía un vaso lleno de brandy el cual bebió de un jalón mientras que la ignoraba mirando el fuego quemar los leños. Ella se quitó la capa y caminó seductoramente hacía él, aunque no la había volteado a ver, sabía que era muy consciente de ella. —¡Armand! Armand levantó una mano para silenciarla… —Dame una razón para no echarte de aquí, Luisa. —Te amo —dijo ella. Sin embargo, Armand, no le creyó. Tal vez, antes lo hubiera hecho. A pesar de que su relación había sido un acuerdo comercial y de conveniencia para ambos. Al final se había enamorado de ella, y como hombre no hubiera concebido que ella no lo hubiera hecho, sin embargo, ahora sabía que efectivamente no lo hizo. Él giró su rostro hacia ella y la miró de arriba abajo antes de susurrar: —No es suficiente. —Me tenías abandonada, casi no me visitabas y creí, creí que pronto me dejarías. Ella limpió una lágrima de su mejilla con la mano. Armand nunca creyó en las lágrimas de las mujeres y menos si estás estaban destinadas a ser derramadas solo para que la dama se salga con la suya. —¿Qué te hace pensar que ya no es así? —No lo sé. Pero lo que sí sé, es que no puedo vivir sin ti. Me he enamorado, de verdad lo he hecho. Te amo, Armand. Por favor, no me abandones. Dame una oportunidad. Sí, de esta manera la quería ver, suplicándole. Aunque sabía que ella solamente lo hacía por su dinero. —Desnúdate, entonces y demuéstrame cuánto es que me amas. Luisa comenzó a desabrocharse el vestido que había sido diseñado para poder quitárselo de forma rápida y fácil. Y lo dejó caer. Armand le tendió la mano y ella caminó hacia él, y cuando estuvo lo suficientemente cerca la sujetó por la cintura y la sentó en su regazo. Pronto la mujer bebió de los labios de Armand el sabor del brandy.   A la mañana siguiente, una doncella llevó a Donatella un servicio que constaba de una tetera, una azucarera, cuchara y taza para el té, la señorita solía beber esto cada mañana mientras se preparaba para iniciar el día. Pero en la misma charola se encontraba un sobre con el remitente de Armand Terracort. La doncella entró sigilosamente, dejó la charola en la mesilla de noche y luego se dispuso a abrir las cortinas de la habitación. Donatella fue despertando poco a poco. Y para cuando el baño estuvo listo ella ya se encontraba sentándose en el desván lista para comenzar su día con la infusión caliente. La doncella le acercó la taza ya preparada como se le había ordenado desde que comenzó a asistir la joven dama y también le entregó el sobre. —Mi señora, un mozo llegó esta mañana en nombre del señor Terracort para darle este mensaje. Donatella que había estado a punto de beber su té, levantó la vista hacia el sobre que la mujer le tendía.  Lo sujetó con delicadeza y tras ver el nombre de Armand dijo con emoción e impaciencia: —Dame el abrecartas, Elois. Elois la mujer de veinticinco años y que tenía trabajando para la casa Betancourt desde hace un par de meses hizo lo que le pidió. Buscó en el escritorio de la señorita y sacó del cajón el abrecartas. Luego se lo llevó dando zancadas largas para terminar con la angustia de su ama lo más pronto posible. La joven abrió el sobre y le pasó de vuelta la herramienta a Elois, luego sacó la hoja con cuidado de no dañarla en sus prisas, fue cuando vio la hermosa caligrafía del señor Terracort, mentiría si dijera a Elois que era la única testigo de su arrebato, que su corazón no late de prisa, emocionado como los aleteos de un colibrí frente a la flor a la que iba a succionarle la miel. Mi estimada, señorita Donatella: Desde el día en que la conocí a la luz de los últimos rayos del sol no he podido dejar de pensar en que debería armarme de valor y buscarla para entablar con un usted una bella amistad. Ayer por la noche, mientras la veía caminar del brazo de un hombre que no era yo, y que, además, era totalmente inadecuado para usted, me ha llegado el sabor amargo de los celos y la devastación de saber que, tal vez, he pedido mi oportunidad con usted. Ahora sé que debí dejar mis ocupaciones a un lado el día que su padre quiso presentármela; si tan solo hubiera sabido que era usted aquella dama de los jardines de la casa Averlade, habría esperado por usted. Hoy ruego que mi tontería y excesiva responsabilidad por mis compromisos, no me hayan hecho una mala jugada, perdiendo a la mujer que, sé con seguridad, puede convertirse con gran éxito la más importante de mi vida. Si todavía tengo una oportunidad para demostrarle mi más sincero interés, espero que pueda recibirme a medio día en su casa para beber un té y decirle personalmente lo que puedo ofrecerle a cambio de corresponder mis más sinceros sentimientos. Siempre suyo… Armand Terracort. Donatella cubrió su boca con la mano. Si no estaba equivocada el señor Terracort estaba interesado en ella. Por lo que corrió a la habitación de su madre y sin tocar la puerta entró encontrando a la mujer todavía durmiendo. —¡Madre! La mujer de mediana edad, abrió los ojos espantada y se sentó de prisa olvidando que anoche le dolía la cabeza y que hoy también. —¡Donatella! ¿Qué ocurre? —El señor Armand Terracort, el arquitecto que construyó la casa de tu amiga la señora Jonhson, él, quiere visitarme a medio día. ¡Mira! Donatella le tendió la carta. —¿Estás interesada en él? —Cualquiera es mejor que el señor Corvin. Su madre acercó la vela de al lado de su mesilla y leyó la carta del pretendiente de su hija. —¿Lo has conocido en los jardines de una comida? —preguntó la mujer un poco preocupada. —Sí, fue una coincidencia. —Es un hombre directo —dijo luego de volver a leer la carta por tercera vez. —Bien, me encargaré de que tu padre no acepte ninguna invitación del señor Corvin para hoy. —¡Gracias, madre! —Donatella abrazó a la mujer. Era la primera vez en meses que ella notaba rasgos de emoción. O tal vez los tenía, pero ella siempre estaba enferma. Casi no la veía. —¿El vestido ha servido? —Sí. —Veo que se sintió amenazado. No lo conozco en persona. ¿Es guapo? —preguntó con sincero interés, notando que su hija se sonrojaba. —Sí. Su rostro es hermoso. Pero él es muy serio. —No lo creo. Con esta carta tan ardiente. Hablaré con tu padre, antes que nada. La madre de Donatella se levantó de la cama y tocó la campanilla para que la doncella la ayudara a cambiarse de ropa. Mientras que Donatella corrió a su habitación con las emociones a flor de piel. Si había entendido bien la carta, él estaba interesado en ella. Por lo que era muy probable que el señor Armand sería quien la salvara del matrimonio con el señor Wilson Corvin. Mientras Luisa dormía en una de las habitaciones de su mansión, Armand, ya se había bañado y tomado un ligero desayuno. Había calculado que la respuesta a la carta que había enviado a la señorita Donatella esa mañana, llegaría a más tardar a las mueve de la mañana. No se equivocó cuando las nueve con diez minutos su mayordomo, el señor Frederic, se aproximó con la correspondencia del día y tendiéndole la carta de la señorita Betancourt sobre cualquier otra noticia o invitación. Mi estimado, Armand Terracort: Me complacería su visita a la hora acordada de las doce horas para hablar sobre su interés por mi persona. Tal vez, próximamente suya: Donatella Betancourt. Armand dobló la carta y metió al sobre de vuelta. —Frederic, llévala a mi despacho. ¿Ya se levantó, Luisa? —No, señor. —Puedes retirarte. Armand salió del comedor minutos más tarde dirigiéndose a la habitación donde Luisa descansaba. Dio dos toques fuertes a la puerta para anunciar su llegada y entró. Luisa estaba sentándose adormilada y del mal humor. —Tengo que salir con urgencia, te pido que te vistas ya, el carruaje te está esperando para llevarte a tu casa. —¿Qué? —abrió los ojos exageradamente. Todo en ella era exagerado y Armand lo notaba. —Está misma tarde tendrás tu p**o mensual. Pero si vuelves a meter a tu cama a otro hombre te pediré que no me busques más. —Pero… Ella quería decirle que no permitiría que la tratara de esa manera, no obstante, tuvo el presentimiento de que decirle algo así a Armand, provocaría su enojo y ella necesitaba el dinero que iba a darle. »¿Te veré esta noche? —No lo creo. Ella se puso de pie y se acercó al hombre colocando sus brazos sobre el cuello masculino.   —Entonces ¿cuándo? —Cuándo mi cuerpo te necesite —dijo y luego se deshizo de sus brazos y caminó hacia la salida de la habitación. —No me has perdonado… Armand la miró desde el umbral. —Lo hice, pero no me pidas que confié en ti, y que todo vuelva a ser como antes, porque no será así. Llevará un tiempo. Ahora que ¿si no lo soportas? —Me ganaré de nuevo tu confianza y tu cariño. Otra vez. Armand asintió y luego salió de la habitación para encerrarse en su despacho. Todavía seguía amándola con una fuerza descomunal, todavía la deseaba hasta las entrañas. No obstante, no permitiría que ella volviera a traspasar sus barreras. No la dejaría entrar de nuevo en su corazón. Y era por eso que se casaría con la señorita Betancourt, para no perder la cabeza. Romina se encontraba frente a su esposo desayunando en el comedor. El hombre que pocas veces tenía la dicha de convivir con Romina, parecía complacido de que su esposa se sintiera bien esa mañana. —Donatella recibió un mensaje del señor Terracort. —¿El señor Terracort? —preguntó asombrado. Ahora comprendía por qué su esposa estaba desayunando con él. Se limpio la comisura de los labios con el pañuelo. —Sí, he dicho el señor Terracort. —¿Qué es lo que quiere? —Le ha preguntado si puede visitarla a medio día. —¿Por qué querría verla? —¿Quién te entiende, hombre? ¿No querías presentarlos? ¿No esperaste una semana que se apareciera frente a nuestra puerta preguntando por Donatella? —Bueno sí, pero ¿por qué ahora? Después de tanto tiempo no es de extrañar que ponga un:  «Pero ¿qué pasa aquí?» —En su misiva dice que estuvo ocupado. —Ella no le diría que la razón por la que el hombre se decidió a buscar fue porque la vio del brazo de otro hombre. No era conveniente. —No lo sé. No es nada seguro que desee cortejar a Donatella, ¿qué pasa si el señor Wilson se entera? —Donatella tiene derecho de ver y tratar a otros pretendientes, ella todavía no es su novia. —Sí, pero ¿y si Wilson se ofende tanto que decide no casarse con ella? —¡Ay! Por favor, Gilbert, él no es exactamente un hombre que tenga a las mujeres de Chicago vueltas locas, o ¿sí? En el momento en que Luisa cruzó el vestíbulo de su casa, supo que tenía visitas. Los guantes y el sombrero de Averlade estaban en la mesita del recibidor. Miró a su doncella que había sido quien la recibió. —Está aquí el señor Justin Averlade. Luisa asintió y caminó hasta el salón de música que era el lugar en el que recibía a sus visitas más íntimas. Entró y lo vio sentado frente al piano acariciando las teclas del instrumento. —Justin. —¡Oh, mi amada Luisa! Has salido tan temprano, me pregunto ¿a dónde? —No es de tu interés. Además, ¿qué haces aquí? —Quiero invitarte a dar un paseo por el parque y tal vez, después invitarle a almorzar —dijo con una sonrisa en los labios. —Lo lamento, pero he rescatado mi relación con Armand. Y no es conveniente que nos volvamos a ver. —¿Te perdonó? ¡Vaya que de verdad es un estúpido! —No te permito que te refieras a el de esa manera. ¡Sal de mi casa ahora! —¿No me permites? No juegues conmigo, Luisa. No puedes simplemente deshacerte de mí. —¡Cásate, conmigo entonces! —¿Crees que él se casará contigo después de lo que has hecho? —Sí. —No, no lo hará. Para él no eres más que una mujerzuela una… Luisa golpeó el rostro de Justin con todas sus fuerzas. Tanto que él tuvo problemas para no perder el equilibrio. No esperaba el golpe y mucho menos la fuerza con el que se lo propinó. —¡Maldita mujer! Pagarás por lo que has hecho. Cuando él se case con otra, vendrás a mí. Porque te aseguro que ningún hombre quiere de ti más que una noche de lujuria. Averlade salió de la casa de la actriz a las once de la mañana, hecho una furia. Mientras que ella, sintiéndose cansada fue a su habitación y allí se quedó dormida por el resto del día. Gilbert Betancourt, tenía un desayuno con su buen amigo el señor Averlade, no estaba seguro de las intenciones del señor Terracort, primero no mostró interés por conocer a Donatella y luego de la nada aparece para hablar con ella y después vuelve a desaparecer por semanas para, finalmente, aparecerse como si nada. Las dudas lo carcomían, pudiera ser que estuvo empeñado en que se conocieran, pero al final de cuentas era su padre y se preocuparía para que ella, tuviera un matrimonio estable y en algún momento feliz.  Por lo que decidió preguntarle a su amigo que lo conocía mejor, cómo era el señor Armand y cuál era su opinión sobre él. La construcción de la mansión de las cariátides estaba a toda marcha, ahora que sabía que el padre de Donatella había encontrado a un futuro marido para su hija, no podía perder el tiempo. No había otra dama con la que se hiciera a la idea de convertir en su mujer. O eran demasiado superficiales, o demasiado ruidosas, o, peligraba con perder la cabeza, refiriéndose a Luisa. Por eso ha contratado a más personal para la construcción de la segunda casa, la de otoño. Llena de lujos y arte italiano, como le gustaba a Luisa, pero al ver la casa principal se dio cuenta de que todavía no tenía una idea de cómo terminar la fachada de la casa. Se preguntó cuáles eran los gustos de Donatella. ¿Le gustaría la mansión tal cuál ha ordenado su construcción? ¿Preferiría una casa más grande, querría ella que fuera de un arte francés o…? Luego de echar un vistazo a los avances se retiró rumbo a la casa de Donatella. Donatella estaba en la biblioteca de la casa, no quería recibir al señor Terracort en el mismo lugar que al señor Wilson, no deseaba tener recuerdos de ese hombre mientras conversaba con Armand o haría una terrible comparación y si al final el señor Terracort decidiera no avanzar con su amistad a un noviazgo, sería terriblemente infeliz recibiendo al señor Wilson con el recuerdo de Armand sentado en el mismo sitio. Caminó hasta el librero y cogió un libro acerca de arquitectura griega.  Miró el dibujo de las estatuas de los templos griegos. Era demasiado tarde para leer, Armand llegaría en cualquier momento, por lo que, pensándolo bien, intentar sorprenderlo con nulos conocimientos de arquitectura sería ponerse la soga al cuello. «Totalmente ridículo», pensó. Estaba nerviosa, y las palabras iban a atragantársele si intentaba hablar sobre un tema que desconocía totalmente. Dejó el libro sobre la mesa que tenía al frente y se dedicó a servirse una taza de té. Un leve toque en la puerta interrumpió el movimiento circular de la cuchara removiendo la infusión caliente de su taza. —Adelante —dijo luego de carraspear, de pronto tenía ese nudo en la garganta que no la dejaba hablar con seguridad. Le temblaba la quijada. —Mi señora, él señor Armand está aquí —dice Elois su doncella. —Hazlo pasar, por favor. Elois se apresuró a conducir al señor Terracort que esperaba pacientemente en el vestíbulo. Cuando la puerta se abrió de nuevo y entró el Armand, Donatella se dio cuenta por primera vez de lo alto y fornido que es el hombre. Dejó la taza en la mesa y se puso de pie. Esto sirvió de señal a Armand, para acercarse y tomar ambas manos de la mujer y acercarlas a sus labios, para finalmente besarlas. Ella no puede simplemente no sonrojarse. Había sido un movimiento astuto de su parte y totalmente íntimo, para dos personas que solo se han visto en cuatro ocasiones contando el actual encuentro. —Gracias por aceptar mi visita, Donatella. —«Ahora me tutea». Ella pensó que entonces podía hacer lo mismo. —Un placer verte, Armand. Ella le señaló el sillón frente al suyo y él tomó asiento. —¿Té? —Gracias, simple y con una cucharada de azúcar. Ella asintió. Y se dispuso a servir su té bajo su atenta mirada. Dio gracias a Dios por que sus manos no temblaron. —¿Arquitectura griega? —Armand preguntó con una sonrisa de lado, muy presumida. —Sí, creí que tal vez pudiera hablarme de ella o de la que más le gusta. —La que más me gusta es la que yo creo. ¿Qué le ha llamado la atención? —Me gustaron las estatuas de mármol, las de las mujeres que sostienen los techos de los templos —se maldijo, pensó que debía parecerle al señor Terracort una idiota. Ni siquiera sabía cómo se llamaban o si representaban dioses griegos. —Una hermosa coincidencia, Donatella. A mí también me gustan las cariátides. Creo que las mujeres son la base del hogar. Un hombre busca una esposa y desde el noviazgo busca complacerla, sabe que, si lo hace bien, ella será feliz, después su hogar será su propio templo en donde ella gobernará a su placer, tendrá los hijos del hombre y los educará y formará para que ellos crezcan fuertes e inteligentes para ser parte de la sociedad dando un aporte bueno o malo según los valores en los que se hayan formado. Son las mujeres quienes hacen verdaderos hombres a los hombres, pues hasta los mismo reyes y conquistadores tienen una madre a la que recordar. Su vestido, es precioso. Donatella se miró a sí misma. Llevaba un vestido azul cielo adornado con pequeñas flores ornamentales alrededor de su escote, ellas eran de un azul más fuerte. —Parece una hermosa flor: «No me olvides». Donatella tragó saliva muy fuerte. Y parpadeó antes de decir: —Gracias. Debe pensar que soy una tonta… yo… —Sus silencios no son silencios para mí. Sus ojos hablan por usted. Donatella bajó la mirada. —No los esconda de mí. Son preciosos, toda usted es perfecto. —No es así. Usted dibujo a otra mujer bajo mi molde. No quería sonar dura, sin embargo, lo hizo. —Tal vez, y fue totalmente inconsciente, le agradezco sinceramente que me lo haya hecho ver. —Era un dibujo precioso, perfecto. —Usted me obligó a romperlo… —Y lo lamento. —No lo haga, esa noche se rompió más que un dibujo. Se rompió un hechizo. Por eso quiero darle la felicidad que no tendrá con el señor Corvin —dijo él con una media sonrisa. —Gracias por salvarme este día de su presencia, pero me temo que no podrá salvarme por el resto de mi vida. Puesto que le ha hablado a mi padre de su intención de casarse conmigo. No lo había dicho pro presionar, pero… —¿No es a usted a quien tiene que preguntar? —Lo ha hecho. —¿Y que respondió? —Le pedí que esperara por mi respuesta hasta después del baile del gobernador. —¿Espera ser rescatada por un caballero esa noche? —No me hago ilusiones —dijo sonriendo—. Lamento no ser tan idealista ni fantástica como lo es un artista, señor. —No lo pediría. —Escucharlo de alguien, como usted… no es creíble. —¿Por qué lo dice? ¿Qué opinión tiene sobre los artistas? —Son aventureros, se aburren fácilmente de ver todos los días las cuatro paredes de su casa. Viajeros, románticos… idealistas… —Cásate conmigo, Donatella. —No habla en serio. —Lo hago. Quiero una esposa que me dé un hijo o más, solo si es su deseo. No estoy interesado en mantener el nombre ni el legado, ese trabajo es de mi hermano. Pero, sí deseo ser padre, por lo menos una vez. Quiero una esposa que me respete y sea mi amiga, pese a que he hallado en la arquitectura la manera de satisfacer mi pintor inquieto y, una manera digna y rápida para pagar las cuentas para no caer en desgracia como muchos otros pintores, sigo siendo un artista con mente fantástica e idealista. Y es por eso que si no logras amarme y si te hago infeliz no me opondría a que tuvieras un amante para satisfacer lo que he sido incapaz de darte. Siempre que no tengas hijos con él y guardes discreción, por supuesto. —Y si yo no logro hacerle feliz y satisfacerlo, ¿tendrá usted una amante? —Preferentemente no quiero saber cuándo o cómo ha conseguido a su amante al que visitar en una tarde de compras, usted ¿sí querría saberlo? —¡Vaya! Su franca honestidad es… inquietante. —Prefiero ser inquietante a un mentiroso. Procuro no mentir. La mentira nos lleva a la infelicidad más tarde que temprano. Imagínese un día va caminando por la calle y ve a su marido entrando a una casa. Usted pensaba que era la única y eso le partiría el corazón. —Creo que, aunque se sepa de una segunda persona de igual manera saberlo, que verlo, no es lo mismo y por lo tanto el resultado será de igual manera un corazón roto. —No, créame que no lo es. Se lo digo por experiencia. ―Pero me ha dicho que prefiere no saberlo. —Prefiero no saber cuándo, ni cómo.   —Le ruego que me dé tiempo, para pensar su propuesta. —Por supuesto, no esperaría menos. Esto es precisamente lo que me ha gustado de usted. Ni fantástica, ni idealista. Ahora si me permite señorita Donatella me retiro. —Por supuesto. —¿Irá al baile en compañía del señor Corvin? —Sí. Lo ha solicitado primero. —¿A usted o a su padre? —A ambos. —Bien. Voy a observarla y anhelarla entonces. Armand se puso de pie y ella también lo hizo para acompañarlo hasta la puerta de la biblioteca. Su doncella esperaba en el pasillo. Era una costumbre que una mujer no estuviera sola con un caballero en la habitación, pero también podía una doncella aguardar afuera. Por si la joven se encontrara en apuros y requiriera de ser salvada. Por eso antes de que Donatella abriera la puerta, Armand detuvo su mano antes de tocar el picaporte y luego con fuerza la atrajo a su pecho para después sujetarla de la cintura y el cuello atrayendo su rostro directo a un beso apasionado. Donatella no lo esperaba, nunca la habían besado, por lo que no supo reaccionar cuando sintió los cálidos labios de Armand tocando los suyos, ni cuando su lengua los lamió, o ni qué decir del momento en el que mordió su labio inferior para adentrar su lengua y unirla con la suya. Obligándola a reaccionar tímidamente al principio, y luego con deleite en una danza apasionada con la de Armand. Él la apretó más contra su cuerpo obligándola a sentirlo. Forzándola a dejar atrás su desconocimiento de lo que era para un hombre de veras, desear a una mujer. Y así como había iniciado el contacto, también lo había terminado. Armand la soltó y como era la horrible costumbre del artista egocéntrico, el caballero, la dejó de pie sola sin una palabra. Pero, a la vez, con mucha imaginación de cómo sería su vida a su lado si aceptaba su propuesta de matrimonio.
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