Capítulo 1

4118 Words
Luisa una hermosa mujer de cabellera rubia y hermosos ojos azules, veía el sobre que el mozo, un jovencillo tan flaco que pensaba que, si le soplaba con el abanico se iría hacia atrás, le ofrecía con mano temblorosa. Le arrebató el sobre y agitó la muñeca enguantada, indicándole al flacucho que se retirara. Al escuchar el clic de la puerta al cerrarse, se levantó del banco frente al piano, en el que estaba sentada tocando una pieza musical antes de que el chico llegara, y se dirigió hasta el sofá que le fue traído de París por su novio, o, debería decir exnovio, el señor Armand Terracort. Él, que por mero capricho lo había mandado a traer solo para pintarla desnuda en ese mismo sofá, ha terminado con su relación hace unos días, sin siquiera darle la cara, sin enfrentarla por su desliz con el mocoso de Averlade, hijo de un banquero. Un pillo que era nada comparado con Armand. Estaba tan furiosa con su mayordomo por su incompetencia, pero no lo había despedido todavía, porque seguramente su noble señor, Armand, volvería cuando se le pasara el coraje. Al menos, eso era lo que creía que pasaría. Sin embargo, cuando Armand no apareció por su casa, y se negó a recibirla en su mansión, comenzó a sudar frío. Preocupada, esa mañana como los últimos tres días se levantó y escribió un recado que fue enviado con urgencia a la mansión Terracort, con la esperanza de que esta vez él recibiera el recado. Y al parecer lo hizo. En su mano yacía una carta con la respuesta a sus súplicas. Rompió el sello de cera roja de Armand y abrió el sobre solo para darse cuenta de que había otro sobre dentro que no era otro que su propia carta. La sacó e inspeccionó solo para descubrir que él no la había abierto. No, él no quería saber nada de ella y ella no podía darse por vencida, porque Armand era un amante que no solo sabía pagar bien por sus atenciones, sino que estaba segura de que él quería entablar una relación más seria con ella. Si tan solo lo hubiera sabido antes. La esposa del joyero más respetado de los alrededores le había dicho que Armand se presentó hace un par de días a su tienda para comprar el mejor anillo de compromiso que tenían disponible. Y Armand no tenía ninguna novia, ni tampoco era la clase de hombre que pretendiera ni cortejara a una mujer, al menos no de la manera tradicional. Armand era un hombre apasionado y viril, por lo que dudaba que tuviera la paciencia para tan aburridas costumbres. Se maldijo mil veces por dentro por su tonto error. Él había comprado el anillo el mismo día que visitó su casa la última vez. Si ella no fuera importante para él, Armand no estaría haciendo tal rabieta por encontrarla en la cama con otro hombre. Bueno, sabía que él fue preciso cuando le solicitó, un año atrás, fuera exclusiva o mejor dicho su querida permanente, pero si rompió las reglas no fue por otra cosa que su abandono. Él había trabajado más en los últimos meses y sus visitas pasaron de ser cada dos días a una visita por semana. A ella se le ocurrió llamar su atención con algún pretendiente, pero todo se había salido de las manos cuando el joven Averlade, la besó. Siendo una mujer apasionada y no había visto a Armand, se dejó llevar. Grave error. Ahora estaba empecinada en encontrarlo y hacerle ver cuán arrepentida estaba. Así tuviera que arrastrarse y llorar mucho frente a él. Ella tenía que convencerlo de que lo amaba. —¡Frederic! —gritó la mujer. Sus facciones duras la hacían parecer una mujer bella pero tirana. El mayordomo que aguardaba fuera de la puerta del salón, tragó en seco. Ya sabía lo que ocurriría. Ella lo había amenazado por lo que entró con toda la dignidad posible y luego de una reverencia preguntó: —Dígame, señora —Frederic se mantuvo impasible con la espalda bien recta esperando a que la mujer desatará su ira contra él. —¡Toma tus porquerías y lárgate de esta casa! —ordenó. El pobre hombre no tuvo más remedio que volver a hacer una reverencia y salir del salón con la frente en alto. No suplicaría porque no era su culpa que ella engañara al señor que todo le había dado.  A veces él pensaba que era una mujer ambiciosa y estúpida que no veía más allá de su nariz excesivamente empolvada. Sí, Luisa echó al mayordomo que había trabajado con ella desde que Armand le hubiera comprado la propiedad y regalado como un obsequio de cumpleaños. Lo ha despedido porque el inútil, no estaba atento a la puerta, y por lo tanto Armand llegó y fue directo a su habitación sin esperar a que alguien se percatara de su presencia. El mayordomo no impidió que se fuera y el hombre tampoco dio aviso de la visita de Armand cuando se fue. No, el idiota esperó a que su amante se fuera muy entrada la noche para hacerle saber de lo sucedido. Se puso en pie y caminó hasta la chimenea que se encontraba encendida. Las mañanas eran frías y ella odiaba el frío. Arrojó la carta y el sobre de Armand. Vio con demasiada atención como el papel se consumía lentamente. Después gritó con todas sus fuerzas para sacar la frustración que carcomía su corazón. La doncella que esperaba servirle desde una esquina de la habitación, se apresuró a ella y le cogió por los hombros para levantarla de alfombra. —¡Tranquila, mi señora! Todavía puede verlo mañana. Recuerde que, según la ama de llaves del señor, él asistirá mañana al almuerzo de los Massie. Usted fue invitada, ¿lo recuerda? Luisa se dejó ayudar por su buena doncella, ella siempre la acompañaba a sus giras y era buena muy buena con sus deberes. Así que se permitió ser consolada por esa criada. La única persona en esa casa que le era leal en esa casa. Ella lo sabía, los sirvientes le eran fiel a Armand porque él era quien pagaba las cuentas hasta hace unos días. Tenía que recuperarlo y bien decía la buena Mary, podrá verlo mañana. —¿He arruinado mi rostro? —Solo hay que colocarle un poco de frio en sus ojos. Para mañana no habrá rastros de su llanto. Frederic salió del salón, cruzó el pasillo dirigiéndose directamente a su habitación. Ya tenía arregladas sus maletas, no soñaría con pedir una carta de recomendación. Solo tenía una idea clara en la cabeza, debía ir con el señor Armand, él lo contrató, él le daba el dinero a la señora para cubrir los gastos de la casa. Por lo tanto, su fidelidad debería estar con él, no con una mujer que pensaba que era más importante que la reina Victoria de Inglaterra. El hombre llegó a la casa del señor Terracort después del mediodía y había esperado con paciencia a que él pudiera atenderlo o, mejor dicho, se dignará a hacerlo. Honestamente, no le culpaba por no querer ver a nadie que le recordará lo estúpido que había sido. Para cuando dieron las seis de la tarde una doncella se acerco a él, estaba esperando sentado en una silla a un lado de la puerta trasera de la casa.    —Mi señor lo atenderá, ahora. Por favor sígame —le dijo la joven mujer. Caminaron por los pasillos de la casa, hasta encontrarse frente al despacho del señor Terracort. Dio un toque y abrió la puerta para anunciar al señor Frederic. —¡Qué pase! —Frederic escuchó la voz fría y resonante de Armand. Le produjo un escalofrío, y hubiera desistido si no fuera porque estuvo esperando ser atendido por más de cuatro horas. Además de necesitar, de verdad, el trabajo. Cuando entro al oscuro despacho de Armand él se encontraba detrás de su escritorio con una vaso de un liquido ambarino. —Ve al grado, no tengo tiempo —ordenó el señor. —La señora Luisa me ha echado de la mansión. Ha dicho que soy un incompetente por no informarle de su llegada. Frederic intentó con todas sus fuerzas evitar que su voz temblara, pero Armand en su estado molesto, por no decir furioso daba miedo. Y eso que él, no se consideraba un cobarde. Él que se crio en las calles y a veces tuvo que ganarse la vida a puños, no era tan fácil amedrentarlo, pero sabía identificar a una bestia herida y esas era las más peligrosas.   —¿Qué es lo que quiere? —Empleo o una carta de recomendación —Frederic, bajo la cabeza en un signo de sumisión y respeto. Arman que era un hombre muy humano, asintió hacia el hombre. —Odio la deslealtad. ¿Dónde está ahora su lealtad? —Con usted, señor- de otra manera no estaría aquí.   Y mientras se acordaba y definía el destino del pobre Frederic, la señorita Donatella estaba siendo peinada por su doncella cuando su madre entró en su habitación. La mujer vestía todavía su camisón de dormir, ella siempre decía estar enferma, pero en realidad Donatella sospechaba que la mujer solamente fingía para no asistir a los compromisos de su padre. Ella los detestaba de verdad. —Hija, ¿qué haría sin ti? No me siento nada bien. Estos terribles dolores de cabeza… ¡Me matan! ¡Me matan! La mujer mayor chillo, con fuerza hasta que el dolor o supuesto dolor se desvaneció. Donatella hizo una seña a la doncella que estaba esmerándose por dejarla preciosa, para que se retirara. —Tranquila, madre. Iré en tu lugar. Su madre se acercó y comenzó a colocar las últimas horquillas para acomodar un mechón suelto de su amplio peinado.   —Gracias. Tu padre continúa exigiéndome que los acompañe, quiere que lo ayude a encontrarte un prospecto para esposo. Pero, no puedo, no puedo. La mujer parecía muy nerviosa y agitada. Sus nervios eran una cosa delicada. —Tranquilízate, mamá. —Tu padre me tiene al borde de la locura con eso de que no has encontrado esposo. Piensa que morirá pronto y te dejará desamparada. ¿Puedes creerlo? Por favor Donatella, tienes que ser menos quisquillosa. Hazlo por tu padre. —Sí, madre. Pero Donatella no podía simplemente hacer que alguien apareciera y deseara casarse de pronto con ella. Era tímida, tenía una voz horrible y tampoco era muy bonita. No quería decirle eso a su madre, porque entonces ambas echarían a llorar. Nadie quería casarse con ella. Nunca recibieron una sola carta para propuesta de cortejo e incluso su padre ha llegado tan lejos para lucirla en cada reunión como un trofeo abollado, pero trofeo, al fin y al cabo. Era tan vergonzoso para ella ver que él hombre siempre decía: «Caballero, ¿ya conoce a mi hija? ¿No? Se la presento. Cuando estuvo lista besó la mejilla de su madre y ambas salieron de la habitación, solo que su madre se dirigió a su puerta y desde allí agitó la mano para desaparecer por la puerta. Donatella bajó las escaleras y se encontró con su padre al pie de la escalera esperando por ella. —Mi hermosa princesa, tengo el presentimiento que hoy al fin será el día. Donatella no hizo más que sonreírle, el hombre decía lo mismo cada vez que salían a un evento. —Sí, papá. Por supuesto. Cuando subieron al carruaje, su padre iba parloteando sobre si estará presente este o aquel hombre soltero. —Por favor, hija. Debes prometerme que te esforzaras por sonreír si algún caballero se acerca a ti. ¿Lo prometes? Donatella al ver los ojos esperanzados de su padre, se compadeció de él y se prometió, mentalmente, esforzarse por ser más sociable y agradable para cualquier caballero que se dignará en no solo mirarla un momento e ignorarla por el resto de la noche. —Sí, padre. No te preocupes, yo… lo intentaré. Donatella bajo del carruaje después que su padre. Y luego juntos caminaron dentro de la mansión. Fueron anunciados y entregaron sus abrigos a los sirvientes. Sin embargo, Donatella tenia la sensación de que alguien la observaba. Por lo que disimuladamente recorrió con la mirada el salón. El salón de la mansión de los señores Massie tenía para el gusto de Armand una mala imitación de los grandes salones de las mansiones en París. Echó un vistazo a los pisos de mármol de mala calidad, de nuevo para su gusto y luego miró a la anfitriona que no era otra que una dama de unos sesenta años y que lo había invitado a un desayuno en donde se encontraban los señores más poderosos de Chicago. Hombres que al igual que él, han visto en esa pequeña ciudad una gran oportunidad para hacerse de dinero y poder. Chicago era una ciudad que estaba en crecimiento y había rumores de que algún día se convertiría en el centro de transportes del país. Si las predicciones de los grandes hombres de negocios eran ciertas, obviamente él quería quedarse allí. Armand tomó un vaso de coñac de un mesero que pasaba junto a él y caminó hacia la chimenea que otorgaba calor al gran salón. Él no tenía por qué preocuparse de caminar hacia un grupo de hombres, los hombres venían hacia él, ya sea para pedirle su opinión sobre la construcción y diseño de la iglesia o tal vez, sobre lo que opinaba del nuevo alcalde. Los caballeros hablaban de política mientras que él de forma educada permanecía en silencio. Luego de crecer en una familia que desayunaba, comía y cenaba política estaba cansado de hablar de ella. Miró con aburrimiento hacia la entrada del salón, cuando de pronto apareció por aquella puerta la misma joven dama que conoció en el baile del fin de semana pasado. Ella traía en esta ocasión un vestido verde con detalles dorados, que acentuaba su pequeña cintura. Miró al padre de la joven, un hombre pequeño y regordete que a leguas se notaba que se desvivía por su única hija. Llevó a sus labios la copa de coñac sorbiendo un pequeño trago mientras que grababa a en su mente cada detalle de la Dama. Ella no era una belleza extraordinaria como lo era su anterior amante, Luisa, sin embargo, había en ella un atractivo que lo llamaba a querer plasmar su rostro en sus pinturas. De un momento a otro la mirada azul de la joven se cruzó con la oscura de él. Ella pestañeó y desvió el rostro a otra parte, ignorándolo de inmediato, o tal vez estaba demasiado avergonzada por lo ocurrido esa vez, ya sea porque se vieron en medio de un jardín en un lugar que era solo casi alumbrado por el atardecer y que, además, eran los únicos allí. Si alguien más lo supiera, estarían en serios problemas. Por ejemplo: la reputación de la joven estaría en un entredicho.   Luego ella regresó su mirada a la de él, Armand, notó que no le era indiferente después de todo. Sus mejillas sonrojadas, le daba ese aire inocente con la que los hombres que no buscan una relación formal, huyen o adoran, para obtener lo que quieren y luego marcharse dejando a la dama destruida. Pero en el caso de la joven pelirroja en especial, se notaba que ella era diferente a la mayoría de las jóvenes casaderas. No se dejaba engañar tan fácilmente, incluso, tenía un buen sentido común, como para darse cuenta de inmediato cuando alguien le está mintiendo. Ella lo había descubierto casi de inmediato en el momento que le presentó su obra. Y aunque fue algo inconsciente, porque al pintarla, terminó por afinar sus facciones a semejanza de Luisa. La miró interactuar con los anfitriones y cuando finalmente se sentaron a la mesa, sus lugares estaban casi al frente uno con el otro... El padre llevaba de la mano a la dama y se sentó frente a él. Cuando el desayuno comenzó, el pequeño hombre inició la conversación. —Oh, señor Terracort. Me alegra encontrarlo de nuevo por aquí. Ese día fue imposible presentarle a mi querida hija. Ella es Donatella. Armand miró a la joven que estaba con la mirada fija en el plato frente a ella, sus mejillas seguían sonrojadas y respiraba un poco más rápido de lo normal. —Es un placer gozar de su compañía, señorita Donatella. Mi nombre es Armand Terracort. Ella le dirigió su mirada azul con nerviosismo y agradecimiento por no decir que ya se conocían, claro que, a él tampoco le convenia decir cómo la conoció, ya que se vería comprometido con una falta a la moral. —El placer es mío, señor. El almuerzo fue del agrado de los presentes. Pero a pesar de que él había mantenido una larga plática con el señor Betancourt, Donatella se mantuvo todo el tiempo evadiendo su mirada y por supuesto solo respondió a la constante lucha de su padre para incluirla en la conversación con monosílabos. Al termino del desayuno las damas salieron al jardín mientras que los caballeros se reunieron para conversar sobre negocios. Pero, Armand tenía algo más en mente. Luisa pagaría por su osadía, por infidelidad. Tenían un trato, él había comprado un anillo de compromiso y nadie sabía de alguna supuesta novia. Lo ha humillado, porque el idiota de Averlade se había encargado de decirles a todos sus estúpidos amigos lo que había sucedido. Él los había descubierto y no había hecho nada para limpiar su honor. Y por supuesto que no haría alguna estúpides como batirse en duelo por una mujer de vida alegre. Por lo que se le había ocurrido buscar a una mujer que lo salvara del desastre y de la escoria en la que su nombre ahora estaba pisoteado. Y al ver a la dulce dama, una mujer callada y de buenos modales se le ocurrió que tal vez no era una mala opción. Si era callada seguramente olvidaría continuamente que tenía una esposa caminando entre las paredes de su mansión. Y era lo suficiente atractiva como para salir con ella en alguna reunión de negocios, además su padre parecía un hombre de mundo con buenas relaciones, tanto comerciales como políticas. Otra virtud era que la mujer tenía un cuerpo exquisito y si bien su rostro no era perfecto en los estándares de belleza actual, tampoco era espantosa. Sus hijos no serían feos. Armand se acerco al señor Betancourt. —Señor, pido su autorización para hablar un momento con su hija en los jardines de la casa y a la vista de esa ventana— señala la ventana— a la vista de usted. Quisiera conocerla, mejor. Armand no era estúpido sabía que a la joven se le estaba pasando la edad para conseguir un esposo joven, un buen partido. Así que ante la urgencia del señor por presentarlos le dijo que lo que deseaba en realidad era la posibilidad de entablar una relación que se encaminara al compromiso y luego terminara en matrimonio. —¡Oh! Pero por supuesto señor Terracort. Tiene mi autorización. Armand salió a los jardines en donde se encontraba la señorita Donatella, mirando los rosales. Era una mujer con mucha luz, inocente como lo es un ángel y podría decir que en sus movimientos elegantes también desplegaba paz. Ella lo ponía en paz consigo mismo. —¿Le gustan las flores? —Armand le preguntó a la joven que hasta ese momento no se había dado cuenta de su llegada, sorprendida se giró hacia él. —Disculpe, señor. No le sentí venir y sí, me gustan. Armand se acercó a ella y le ofreció el brazo. —¿Me acompañaría a dar un paseo? Ella parpadeó y miró a su alrededor, nerviosa. —Su padre está frente a la ventana aquella —señaló hacia la propiedad—, si caminamos hacia esa dirección él podrá vernos. Me ha dado su autorización para hablar con usted. —En ese caso, sí, podemos dar un paseo. Ella tomo su brazo y él lentamente la condujo frente a la propiedad exactamente a la vista del hombre mayor que aparentemente estaba enganchado en una emotiva conversación política, pero que a su vez observaba a la pareja. —Espero que mi padre no haya insistido demasiado en esto —le dijo a modo de disculpa. Armand que ahora la tenía más cerca, y expuesta a la luz del medio día, pudo ver con mayor exactitud cada detalle de su rostro, cada imperfección, cicatriz y hasta… peca que estaba posada alegremente en su nariz.   —¿Cree que su padre me ha enviado a pasear con usted? Donatella parpadeó. —¿No lo ha hecho? —No. Ha sido por mi propio placer que lo he propuesto. —Si se refiere a caminar entre tan bellas flores, y bajo el sol de medio día… Es placentero por un momento hasta que el calor comienza a irritarte. —¿Le irrita el sol? —No- —Cierto. Debí proponerle la sombra o tal vez quiere que la acompañe por una sombrilla. —Gracias, no he traído una para mí, he olvidado. Armand asintió. —¿Por qué querría pasar su tiempo conmigo? —pregunto ella con voz suave. No porque tuviera miedo sino porque le avergonzaba. —Le debo una disculpa, esa noche mi vista no fue objetiva. Armand cortó una flor y se la ofreció a ella. Donatella estaba impactada. Armand a la luz del día le pareció más atractivo. —No se preocupe, su dibujo era hermoso. Intenté rescatarlo, pero… fue inútil quedó arruinado. —Siempre puedo hacerle otro. —¡Donatella!  —el padre de Donatella caminaba deprisa hacia ellos. Para él, había sido tiempo suficiente para que se conocieran un poco. —Padre. —Señorita, fue un placer conocerla. Señor, gracias. Armand continúo su camino hacia la mansión. —¿De qué hablaron? —Me preguntó si me gustaba las flores y me hablo pinturas. —¿Crees que me pida permiso para cortejarte? —Padre no tengo prisa por casarme. Armand estaba dispuesto a retirarse de aquella propiedad, pero se topó con la llegada de Luisa, cuando él esperaba su carruaje ella descendía del suyo. Sintió que el estómago se le comprimía y las ganas de estrangular a alguien especialmente a ella, En cuanto ella noto su presencia a unos metros cambió su bello rostro de Dama de mundo a el de mujer triste y desconsolada. Pero Armand conocía a la actriz, a la embustera que se ganaba la vida en las tablas de la fama. No le creyó nada. —Armand. Armand caminó hasta ella y de cara a cara, por fin se dignó a dedicarle una sola palabra: —No. Solo eso le basto decir para que ella retrocediera un paso y se diera por vencida de querer hablar con él. Sin embargo, sabía que no todo estaba perdido, él todavía sentía algo por ella, ya sea furia o despecho, es porque la amaba. Ella rompería cada una de sus defensas y encontraría de vuelta el camino hacia su corazón. Bajó la mirada y fingió sentirse profundamente herida por su desprecio. El carruaje de Arman llegó entonces y él pasó a su lado desplegando un aire frio que heló la piel de Luisa. Él subió al carruaje con elegancia y se marchó. Luisa había llegado tarde al propósito, quería que él se sintiera confiado de que ella no se presentaría a la reunión en caso de que supiera que también estaba invitada. Fue una bendita suerte encontrarlo a su llegada. Para ella no fue una mala suerte hablar con él unas escasas palabras, el gusano del deseo, el despecho y el dolor se ha hecho mella en el corazón de Armand. Y ella estaba segura que un hombre despechado siempre volvía, aunque fuera a intentar hacer daño, pero al final era solo un pretexto para volver a su objeto de deseo. Armand se maldijo por haber aspirado el perfume de Luisa cuando pasó a su lado. Todavía lo embriagaba, y llenaba de deseo. Ella estaba tan hermosa como siempre, y ahora que ya no la consideraba suya la notaba todavía más adorable y preciosa. La adoraba. Y se maldijo por eso. El cochero se detuvo y Armand que se había mantenido con los ojos cerrados durante el trayecto de vuelta a casa, soñando o mejor dicho recordando cada momento de pasión que había vivido con Luisa abrió los ojos con una resolución en mente. Se casaría con Donatella, y humillaría a Luisa convirtiéndola en su amante. En su segunda.
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