Dio otro paso más hacia mí, hasta que el borde de su cuerpo rozaba el mío. El calor que emanaba de su piel, apenas cubierto por la camisa que acababa de abotonar, me envolvía. Su mano se levantó lentamente, y por un segundo pensé que iba a tocarme.
Me tensé, mi pulso acelerado. Pero su mano se detuvo a centímetros de mi mejilla, y él ladeó la cabeza, como si estuviera contemplando algo profundamente.
—Seguramente eres tan poca agraciada como para que yo solo te haya follado una vez, Mia.
La frase me golpeó como una bofetada invisible, y me quedé quieta, mi mente aturdida mientras intentaba procesar lo que acababa de decir.
¿Cómo podía ser tan cruel?
La frustración y la incomodidad se mezclaban con una rabia creciente. No sabía qué responder. Nunca había estado en una situación así.
Fruncí el ceño, tratando de mantener mi dignidad a pesar de las circunstancias.
—¿Qué? —murmuré, casi sin voz, sintiendo cómo mi pulso martilleaba en mis oídos.
Me observó de arriba abajo, sus ojos recorriendo cada parte de mi cuerpo sin disimulo. Había algo oscuro y depredador en su mirada, algo que me hizo estremecerme, pero no de la manera que hubiera deseado. Lentamente, negó con la cabeza, su sonrisa ladeada cargada de arrogancia.
—Y no eres poca agraciada —dijo, sus palabras como un susurro peligroso que caló en mi piel. Antes de que pudiera alejarme o reaccionar, su mano se deslizó rápidamente por mi cintura, apretándome contra su cuerpo con una fuerza que me dejó sin aliento.
Mi cuerpo chocó con el suyo, y el calor de su piel atravesó la fina tela de mi ropa.
Demasiado cerca.
Mi corazón latía desbocado mientras mis manos instintivamente intentaban empujarlo, pero no me soltó. Su aliento cálido se derramaba sobre mi rostro, tan cerca que podía sentir cada una de sus exhalaciones.
—Eres malditamente sexy. Así que no entiendo cómo pude contenerme teniendo a mi merced a alguien como tú.
Mi garganta se cerró. No sabía cómo responder a eso, no sabía cómo manejar la mezcla de terror y deseo que me invadía al estar tan cerca de él. Sus manos eran firmes y posesivas, su toque me quemaba, y cada célula de mi cuerpo gritaba por escapar, aunque mi mente, traicionera, no dejaba de estar consciente de la potencia de su presencia.
Intenté respirar profundamente, pero el aire no llegaba a mis pulmones. Las palabras quedaron atrapadas en mi garganta mientras él inclinaba su cabeza hacia mí, sus labios peligrosamente cerca de mi oído.
—Dime, Mia… —murmuró—. Si lo hicimos solo una vez, ¿cómo fue? —Su tono se volvió oscuro, y sentí que sus dedos se apretaban en mi cintura, como si estuviera desafiándome a seguir mintiendo—. Porque no recuerdo haber sido tan generoso como para conformarme con una sola vez.
Mi mente corría en círculos, buscando una salida, buscando algo que decir que lo detuviera. Sabía que no podía dejar que supiera la verdad. Él no lo entendería, y la burla se convertiría en algo peor. Tragué saliva, intentando mantener la calma mientras mis manos empujaban sus brazos, pero él no cedía.
—Sebastiano, suéltame —dije finalmente, mi voz quebrada pero firme.
Su mirada se oscureció, y aunque sus labios aún estaban torcidos en una sonrisa, pude ver el peligro en sus ojos. Lentamente, muy lentamente, su agarre en mi cintura se aflojó, y me dejó apartarme. Pero no antes de que sus dedos rozaran mi espalda de una manera que me hizo estremecer.
Di un paso atrás, intentando recomponerme, pero el calor de su cuerpo y el recuerdo de su tacto seguían presentes en mi piel.
—Deberías estar agradecida. No muchas mujeres tienen el privilegio de ser mías, aunque solo sea una vez.
Sus palabras me golpearon de nuevo, pero esta vez, algo dentro de mí se rebeló. No podía dejar que me humillara así, no podía dejar que jugara conmigo como si no fuera nada. Lo miré directamente a los ojos, tratando de encontrar mi fuerza.
—Una vez fue más que suficiente. No importa si lo recuerdas o no.
Sebastiano me observó en silencio por un momento, como si estuviera evaluando mis palabras. Luego, una sonrisa lenta y cruel se formó en su rostro.
—Si solo lo hicimos una vez… —murmuró en voz baja, su aliento acariciando mi rostro—. Entonces eso significa que no recuerdas cómo me gusta tenerte, ¿verdad?
Mi garganta se cerró, mis palabras atrapadas bajo el peso de lo que estaba insinuando.
—No te preocupes, Mia. Si no lo recuerdas, no hay problema. Podemos empezar de nuevo.
Las palabras flotaron en el aire entre nosotros, cargadas de promesas que no estaba dispuesta a cumplir. No podía. Apreté los puños, tratando de mantener el control de la situación, pero cada segundo a su lado me hacía sentir más atrapada.
—No —hablé finalmente, sacando fuerzas de algún lugar desconocido—. No habrá otra vez.
Su sonrisa desapareció, reemplazada por una expresión indescifrable. No sabía si estaba enojado o divertido, y eso me aterrorizaba aún más.
—Eres mi esposa. —Sus palabras fueron dichas con una certeza absoluta, como si fueran ley—. Lo que tú quieras o no quieras… no siempre es una opción.
Di un paso atrás, pero su mano se movió rápidamente, agarrando mi muñeca con firmeza, sin lastimarme, pero lo suficiente como para mantenerme en su control. Su mirada ardía con una intensidad que me hacía querer escapar, pero sabía que no había salida.
—¿Por qué estás tan nerviosa? —inquirió, su voz suave pero afilada como una navaja—. Se supone que me conoces, ¿no? Ya hemos estado desnudos el uno frente al otro, Mia. Ya me has tocado, y yo a ti. No debería sorprenderte nada de esto.
Mi corazón golpeaba contra mi pecho, y el silencio entre nosotros era ensordecedor. No sabía cómo salir de esta situación, no sabía qué hacer o decir que pudiera sacarme de su control. Todo en mí gritaba que huyera, pero no había escapatoria.
Sebastiano se inclinó un poco más, su rostro tan cerca del mío que podía sentir su aliento cálido en mi piel.
—¿O es que hay algo que no me estás diciendo? —susurró, y por un segundo, sus ojos se clavaron en los míos con una sospecha peligrosa—. Porque si me estás ocultando algo, Mia, lo sabré.
Tragué saliva, intentando mantener la calma, pero sus palabras se clavaban en mí como dagas. No podía decirle la verdad. No podía confesarle que jamás había estado con él, que yo seguía siendo virgen y mucho menos, que todo esto era una farsa. La vergüenza y el miedo se mezclaban en mi interior, pero sabía que no podía dejar que lo descubriera.
—No estoy ocultando nada —exclamé, mi voz más fuerte de lo que esperaba.
Sebastiano me observó por un largo momento, sus ojos buscando en los míos alguna señal de mentira, pero al final, soltó mi muñeca y retrocedió un paso. Sus labios se curvaron en una sonrisa, pero era una sonrisa fría, sin rastro de humor.
—Bien —dijo simplemente—. Espero que estés diciendo la verdad. Porque si descubro que me estás mintiendo… —Se detuvo, inclinándose una vez más hacia mí—. Será peor para ti.
Me quedé quieta, paralizada por el miedo y el poder que irradiaba su presencia, mientras él se alejaba, dejándome en la habitación con la cabeza llena de pensamientos oscuros y sin escapatoria posible.