—Vamos, Mia. No te pongas tan nerviosa —continuó, su tono burlón nunca desapareciendo—. ¿No te parece algo absurdo, siendo mi esposa, que no puedas ayudarme a ponerme una simple camisa?
Mis manos temblaban mientras trataba de procesar lo que me estaba pidiendo. Estaba atrapada en una situación surrealista, incapaz de apartar los ojos de su cuerpo… de la tensión en su mandíbula, de la forma en que sus músculos se tensaban con cada movimiento. Todo lo que tenía en mi mente era que estaba en una pesadilla. Una de la cual no sabía si podría despertar.
Se inclinó hacia mí, tan cerca que podía sentir el calor de su piel, y susurró en mi oído:
—Te prometo que no morderé… a menos que me lo pidas.
El pánico y la confusión explotaron en mi pecho, mientras intentaba mantener la compostura, pero sabía que había perdido completamente el control de la situación. Estaba atrapada.
Mis manos temblaban mientras intentaba controlar mi respiración. Sebastiano me estaba mirando con una expectativa peligrosa en los ojos, como si supiera que lo que estaba a punto de pedirme me destrozaría por dentro.
—Vamos, Mia —repitió con ese tono burlón que empezaba a quebrar mi autocontrol—. Ayúdame a vestirme. No es gran cosa, ¿verdad? No deberías estar nerviosa… al fin y al cabo, ya hemos compartido momentos más íntimos, ¿no?
Mi corazón latía desbocado. No podía decirle que no, no después de todo lo que había pasado. ¿Qué más podía hacer? Respiré hondo y asentí, aunque mi cuerpo se sentía como si estuviera hecho de plomo.
—Empieza por la camisa —me dijo, señalando una prenda blanca y limpia que estaba doblada sobre la silla al lado de la cama.
Me levanté de la cama, sintiendo que cada paso era un desafío, y tomé la camisa con manos temblorosas. Me acerqué a él, mis ojos evitando su mirada lo más que podía. Sabía que, si lo miraba directamente, no podría sostenerle la mirada.
Él levantó el brazo sano, facilitándome el acceso, pero su sonrisa satisfecha nunca abandonó su rostro. Deslicé la camisa por sus hombros, tratando de no tocar más de lo necesario su piel caliente y musculosa, pero con el cabestrillo, me obligaba a acercarme demasiado a él.
Cada roce accidental con su torso hacía que mi pulso se disparara aún más.
—Más cerca —murmuró, su voz baja, casi como un susurro que recorría mi columna vertebral—. Necesitas estar más cerca para abotonarla.
Con las manos temblorosas, empecé a abotonar la camisa, sintiendo cómo su respiración lenta y constante me rodeaba, mezclada con el aroma de su piel, limpia y masculina. Su presencia era tan abrumadora que hacía que cada movimiento mío pareciera torpe y mecánico.
Cuando terminé con la camisa, retrocedí instintivamente, pero Sebastiano no parecía dispuesto a dejar que terminara tan pronto.
—No te vayas todavía. Aún falta lo más importante.
Me miró con una mezcla de burla y algo oscuro, indicándome con la barbilla que tomara los pantalones y los boxers que estaban sobre la misma silla. Boxers. Pantalones. Todo. Sentí un nudo formarse en mi garganta.
—No pensarás que voy a hacer eso solo, ¿verdad? —ladeó la cabeza, observando cada pequeña reacción en mí—. ¿O es que de repente te da vergüenza? Somos esposos, Mia. Ya deberías haberme visto desnudo más de una vez.
Sus palabras hicieron que el calor subiera por mi cuello y se asentara en mis mejillas. No podía respirar bien. ¿Cómo podía decir algo así tan casualmente? Mi cuerpo temblaba mientras me acercaba a recoger los boxers, sabiendo perfectamente lo que venía.
—Estás… estás loco —murmuré, mi voz apenas un susurro, pero él sonrió, una sonrisa de triunfo, como si hubiese logrado exactamente lo que quería.
Cuando me arrodillé frente a él para ayudarle a ponerse la prenda, la cercanía era abrumadora. Su mano libre se apoyó en mi hombro, obligándome a mantener el equilibrio mientras yo temblaba ante lo que estaba a punto de hacer. Deslicé la prenda hasta sus caderas, y mis ojos, traicioneros y fuera de mi control, se posaron en su m*****o.
Y fue imposible no sorprenderme.
Era enorme.
Mi mente se quedó en blanco por completo. El shock me golpeó como un martillo. No era solo su tamaño lo que me sorprendía, era el hecho de que mi cuerpo reaccionara de una manera que no entendía. No debería estar pensando en eso, no debería estar sintiendo absolutamente nada. Pero allí estaba, con su cuerpo tan cerca, invadiendo mi espacio personal, mientras mi corazón golpeaba con fuerza dentro de mi pecho.
—Sorprendida, ¿eh?
Sentí el calor aumentar en mi rostro.
—No… no es eso —balbuceé, intentando apartar mi mirada de él.
Terminé de subir los boxers, mis manos temblando aún más mientras él seguía observándome desde su altura, disfrutando de cada segundo de mi incomodidad. Cuando por fin terminé, Sebastiano alzó una ceja, como si estuviera esperando algo más.
—¿Y los pantalones? —preguntó, con esa maldita voz burlona, desafiándome a no terminar lo que había empezado.
Tomé los pantalones rápidamente, mis manos sintiéndose torpes y mi mente aún tratando de procesar lo que había visto, lo que había sentido. Él, mientras tanto, seguía mirándome, como si todo aquello fuera un juego.
Mientras deslizaba los pantalones por sus piernas, traté de concentrarme en cualquier cosa que no fuera la cercanía de su cuerpo, el calor que irradiaba de su piel, o la sonrisa que no se borraba de su rostro. Este hombre me iba a volver loca.
—Deberías estar acostumbrada a esto —habló mientras yo terminaba de abrochar los pantalones—. No es la primera vez que me ves así… o que me tocas, ¿verdad?
Mentira. Era todo mentira.
Mis manos se apartaron de él rápidamente, como si me hubieran quemado, y retrocedí, intentando respirar profundamente para calmar los latidos desbocados de mi corazón. No podía lidiar con él, no así, no ahora.
—Pues…nunca lo... —me detuve de inmediato.
Sería algo sumamente ilógico.
Estábamos casados y él se veía el tipo de hombre amante al sexo. Era obvio que tendría que ser un sí, pero lo mucho que yo había llegado con un hombre era el sexo oral. No podía decirle que era virgen, aun así, no importaba porque no tendría relaciones sexuales con un desconocido.
—Lo hicimos, pero solo una vez…cuando nos casamos.
Su risa, cargada de burla, resonó en la habitación.
—¿Una vez? —repitió, con incredulidad evidente en su tono mientras seguía riéndose—. ¿De verdad? ¿Solo una vez?
Asentí, incapaz de hablar, mi mente atrapada en la tensión de ese momento. El silencio entre nosotros se volvió casi insoportable, y podía sentir el calor de su cuerpo a pesar de la distancia que había puesto entre nosotros. Sebastiano avanzó un paso hacia mí, acortando ese espacio de manera deliberada. Su mirada recorría mi rostro, como si buscara una reacción que aún no había obtenido.
—Una vez —susurró para sí mismo, como si saboreara la palabra en su boca—. ¿Y me estás diciendo que no volví a tocarte? —Su tono se tornó cínico, pero sus ojos se oscurecieron de una manera que me hizo sentir vulnerable, expuesta.
No respondí, no podía. Las palabras estaban atascadas en mi garganta, y cada fibra de mi cuerpo temblaba con una mezcla de miedo y deseo confuso que no lograba controlar. Sabía que era mentira, sabía que todo era parte de este matrimonio que no existía en la realidad, pero en ese momento, bajo su mirada intensa, todo parecía peligrosamente real.
Demasiado real.
Dio otro paso más hacia mí, hasta que el borde de su cuerpo rozaba el mío. El calor que emanaba de su piel, apenas cubierto por la camisa que acababa de abotonar, me envolvía. Su mano se levantó lentamente, y por un segundo pensé que iba a tocarme.
Me tensé, mi pulso acelerado. Pero su mano se detuvo a centímetros de mi mejilla, y él ladeó la cabeza, como si estuviera contemplando algo profundamente.