Una semana después
Había pasado una semana desde esa conversación nocturna con Sebastiano. Durante esos días, nuestra interacción fue mínima, y él se ausentaba la mayor parte del tiempo. No supe si debía sentirme aliviada o frustrada por su repentina distancia. Quizás estaba tratando de darme espacio, o simplemente tenía asuntos que atender en su mundo.
Me dediqué a la rutina, recorriendo los largos pasillos de la mansión y procurando no pensar en nuestra conversación ni en el hecho de que, en algún punto, todo esto tendría que terminar. Sin embargo, esa tranquilidad aparente no duraría mucho.
Una tarde, cuando el sol comenzaba a ocultarse, Sebastiano regresó a la mansión sin previo aviso. Apenas entró, su mirada buscó la mía con una intensidad que me hizo tensarme de inmediato. Algo en su expresión, en la rigidez de su postura, advertía que no estaba de humor para sutilezas.
—Necesito hablar contigo, Mia —anunció con voz fría y cortante, omitiendo cualquier saludo o gesto amistoso.
A pesar de la presión que sentía en mi pecho, asentí y lo seguí sin decir una palabra hasta su oficina. Sebastiano cerró la puerta detrás de nosotros con un movimiento brusco. Una vez dentro, se giró para mirarme, su mandíbula tensa y su mirada fija, como si estuviera conteniendo algo que amenazaba con desbordarse.
—He estado investigando algunas cosas sobre ti —comenzó, su voz fue baja, casi desafiante—. Necesito entender cómo es que terminaste casada conmigo. Nada de esto tiene sentido, y… —hizo una pausa que parecía prolongarse más de lo necesario, sus ojos oscuros intensificándose—. Hay cosas que no encajan.
Sentí un nudo en el estómago, el miedo reptando por mi columna. Sabía que Sebastiano sospechaba, que había algo en mí que le parecía fuera de lugar, pero hasta ese momento no había tenido que enfrentarlo directamente.
—¿Qué cosas? —pregunté, esforzándome por mantener mi voz firme.
—Todo. —Su mirada me recorrió de arriba abajo, como si analizara cada parte de mí, tratando de encontrar una respuesta oculta en mis gestos—. Tu historia, tus razones… nada encaja. ¿Por qué aceptarías casarte conmigo? ¿por amor? —Se rió con sarcasmo, la burla resquebrajando el ambiente—. Yo no creo en el amor, y tú no estás enamorada de mí. ¿Entonces, por qué estarías dispuesta a vivir bajo mis reglas?
La dureza de sus palabras me golpeó. Quise responder con algo que justificara mi presencia, que calmara sus sospechas, pero la verdad era que yo misma no sabía cómo habíamos llegado a este punto.
—Sebastiano, creo que… creo que hay cosas que no puedo decirte —murmuré, consciente de que mi evasiva solo alimentaría su desconfianza.
Él se acercó, acortando la distancia entre nosotros con pasos lentos y calculados. Su expresión era peligrosa, sus ojos me taladraban, y por un momento sentí que estaba a punto de perder el control.
—¿No puedes o no quieres? —Presionó con voz baja y envolvente—. Porque, Mia, ya sabes lo que pasa con la gente que intenta ocultarme cosas. Supongo que te lo llegue a decir, ¿verdad? A esas personas las asesino.
Tragué con dificultad, sin apartar la vista de sus ojos. Había un abismo entre nosotros, una verdad que ninguno estaba dispuesto a admitir, pero que ambos podíamos sentir. Estábamos atrapados en este juego, y el riesgo aumentaba con cada palabra, cada silencio compartido.
—No es lo que piensas… —intenté decir, pero antes de que pudiera terminar, él alzó una mano, indicándome que me callara.
—Si no es lo que pienso, entonces, ¿qué es? —indagó, su tono peligrosamente suave—. Porque cada día me das más motivos para desconfiar de ti.
El silencio que siguió a sus palabras fue tan denso que casi podía tocarse. Sus palabras estaban impregnadas de una decepción que no esperaba y, a la vez, de una expectativa que no lograba comprender. Sus ojos estaban fijos en mí, expectantes, como si esperara alguna confesión que pudiera justificar todo.
Finalmente, él apartó la mirada y se giró hacia la ventana, dejando que el silencio se apoderara de la habitación.
¿Qué iba hacer?
—¡¿Por qué carajos firmamos las capitulaciones matrimoniales?! —estalló, sus palabras cortando el aire como una cuchilla—. ¡Nos casamos, y después alguien intenta matarme! ¿Y qué casualidad, que tú te quedas con absolutamente todo? ¡Con cada centavo, cada propiedad, todo lo que he construido durante años, solo por una maldita firma en un documento!
—Sebastiano… no fue así… —intenté defenderme, aunque sabía que cualquier palabra solo enredaría más el conflicto.
—¡Silencio! —su grito resonó en las paredes, y de inmediato el miedo me recorrió el cuerpo—. Tan dolida estabas por mi muerte, que al día siguiente de llegar aquí ya estabas en contacto con el abogado para el traspaso de mis bienes. ¿Crees que soy estúpido?
Avanzaba hacia mí, cada paso resonando como un golpe en el pecho. La habitación, antes amplia y serena, ahora parecía más pequeña, confinada, como si se cerrara en torno a nosotros. Sus ojos ardían con una furia contenida, y por primera vez en todo este caos, sentí auténtico pánico.
—Sebastiano… por favor, déjame explicarte —logré decir, apenas en un murmullo. Sabía que no serviría de nada, pero el instinto me pedía intentarlo.
—¿Explicarme? —Espetó, con una amarga sonrisa—. He conocido muchas personas dispuestas a traicionarme, Mia, pero ninguna tan osada como para intentar engañarme de esta manera. ¿O acaso fue alguien más quien firmó esos documentos?
Cada palabra era un puñal que no cesaba de clavar en mí, y aunque quería sostener su mirada, el peso de sus acusaciones me hacía bajar la vista, ahogada en el miedo y en el sentimiento de impotencia.
—No… yo no… no quería esto —balbuceé, tratando de contener las lágrimas que amenazaban con brotar—. No firmé esos papeles con intención de quedarme con nada… solo intentaba…
—¿Intentabas qué? ¿Salvarme? —Se burló, ladeando la cabeza mientras sus ojos me observaban con una intensidad oscura—. No eres mi salvadora, Mia. Eres una farsa en mi vida y una mentira en mi cama.
La frialdad de sus palabras me golpeó como un mazazo, y sentí cómo una lágrima, traicionera, se escapaba, recorriendo mi mejilla. La enjuagué rápidamente, sin querer darle la satisfacción de verme vulnerable.
Él me observó en silencio, y por un instante creí ver un destello de algo diferente en su mirada: duda, quizás, o un rastro de vulnerabilidad que desapareció antes de que pudiera entenderlo del todo. Sus ojos volvieron a endurecerse, pero no antes de que un leve suspiro escapara de sus labios, como si la carga de su furia lo hubiese agotado.
—Nos casamos… fue más… —dudé, mis palabras estaban a punto de convertirse en otra mentira. Pero no podía permitir que su desconfianza creciera, no si eso significaba perder a mi madre.
Respiré hondo, y antes de poder detenerme, las palabras fluyeron de mis labios en un intento desesperado por mantenerlo cerca de una verdad que pudiera apaciguar sus sospechas.
—Mi mamá está enferma —comencé, el peso de la verdad impregnando cada palabra—. Le pagaste el tratamiento que ahora está recibiendo… porque te salvé la vida. —Mi voz temblaba, pero seguí adelante, sin atreverme a mirar si mi confesión tenía algún efecto en él—. Iban a matarte, y logré evitarlo. Me dijiste que era tu ángel, qué harías cualquier cosa por devolverme el favor.
La tensión en el aire se volvió aún más espesa. él seguía mirándome, pero ahora sus ojos reflejaban algo nuevo, un destello de sorpresa que no esperaba ver. Sus manos, que antes parecían listas para atraparme, se aflojaron, y por un instante, la dureza en su expresión pareció desmoronarse.
—¿Mi ángel? —repitió, su voz un susurro, como si tratara de recordar algo enterrado en su memoria.
Sentí que mi propio corazón tamborileaba con fuerza, una mezcla de miedo y esperanza. Sabía que mi explicación no era más que una distracción, una verdad disfrazada que apenas sostenía nuestra fachada, pero en sus ojos vi una grieta en la coraza, una duda que podría ser mi única oportunidad de escapar de esta red de mentiras.
Respiró profundamente, sus ojos aún fijos en los míos, y de repente, el peso de su control se desvaneció un poco. Era como si estuviera enfrentándose a sus propios recuerdos, tratando de reconciliar lo que creía saber con la verdad que acababa de escuchar.
—No recuerdo nada de eso, Mia —admitió finalmente.
En su mirada había una mezcla de incredulidad y escepticismo. Pero sus palabras se sintieron menos severas, como si la posibilidad de algo más estuviera comenzando a derribar las paredes que había levantado entre nosotros.
Y mientras lo veía, supe que esta mentira tenía el poder de salvarme... o de destruirnos a ambos.