La tarde pasó sin que volviera a ver a Sebastiano, y la noche también. No escuché sus pasos en el pasillo hasta que la madrugada irrumpió en el silencio de la habitación. La puerta se abrió suavemente y él entró con un aire agotado y ausente. Apreté los ojos, intentando no pensar en ello, en volver a dormir, pero, de repente, una serie de maldiciones ahogadas y gruñidos provinieron del baño.
Rodé los ojos y suspiré, preguntándome qué tanto drama podría causar. Al final, no pude evitar levantarme para ver qué ocurría.
—¿Por qué tanto ruido? —pregunté.
Al abrir la puerta del baño, lo encontré peleando torpemente con los botones de su camisa, visiblemente frustrado. Su brazo herido no le permitiría moverse con facilidad; estaba pagando las consecuencias de no haber usado el cabestrillo durante el día, especialmente después de cargarme.
Él levantó la vista, sus ojos tensos suavizándose un poco al verme.
—Lo siento por despertarte, no era mi intención —respondió entre dientes, tratando de mantener la compostura.
Suspiré, sin perder tiempo en réplicas innecesarias, y me acerqué para ayudarlo.
—Como sea, ven, te ayudo.
Me acerqué para desabotonarle la camisa, pero en cuanto me aproximé, un suave pero inconfundible aroma a loción femenina me golpeó de lleno, un perfume dulce y embriagador que reconocí de inmediato. Me detuve unos instantes, procesando ese olor familiar. Claro que sabía de quién era: Alessandra.
Así que había estado con ella.
Mi respiración se aceleró ligeramente. Sin pronunciar una palabra, terminé de quitarle la camisa, mis dedos ágiles, aunque más rígidos de lo habitual. Luego desabroché los botones de sus pantalones y retrocedí, manteniendo mi expresión tan neutral como pude.
Antes de salir del baño, dejé caer las palabras que se anidaban en mi pecho como una advertencia:
—Te agradecería que te bañaras bien. No quiero tener que seguir oliendo la loción de otra mujer en la cama donde duermo.
Sin esperar una respuesta, salí del baño y me dirigí de vuelta a la cama, sintiendo una extraña mezcla de irritación y orgullo por haber dicho lo que pensaba. Unos segundos después, el sonido de la ducha llenó la habitación. Intenté convencerme de que su vida privada no debía afectarme, que todo esto no era real, pero… esa sensación incómoda en mi pecho se negaba a desaparecer.
Después de todo, si Sebastiano insistía en traer a casa el aroma de otra mujer, lo mínimo que podía hacer era respetar nuestra cama. Aunque no fuera más que una farsa.
Estaba al borde de caer dormida otra vez cuando el colchón se hundió a mi lado.
Instintivamente, me tensé al sentir el peso de Sebastiano, su mano firme en mi cintura, girándome para que quedáramos frente a frente. La tenue luz de la lámpara proyectaba sombras en su rostro, pero aun así podía ver la intensidad en sus ojos.
—Estaba con Alessandra —murmuró, su voz suave, aunque contenía un filo de sinceridad—. Cenamos. Se intoxicó, y tuve que llevarla al hospital. Por eso llevo su aroma. Solo por eso.
Intenté mantener mi expresión fría.
—No te pedí una explicación. Además, sé que me engañaste con ella y por eso nos divorciaremos pronto.
Un silencio pesado se alzó entre nosotros antes de que él hablara, y sus palabras, ásperas y directas, me hicieron tragar con dificultad.
—Si vuelvo a acostarme con Alessandra, ten la certeza de que tú y yo ya habremos terminado. Jamás le sería infiel a mi esposa.
Me quedé sin palabras por un instante, y esa pequeña chispa de orgullo se encendió en mi pecho, confundida entre emociones opuestas. Pero, aun así, no pude resistir decir lo que me quemaba en la garganta.
—Pero sigues viéndote con la mujer con la que planeabas casarte antes que yo.
Apenas lo pronuncié, mordí mis labios, arrepentida y avergonzada. Sabía que me había sobrepasado, que había dejado escapar una debilidad que él no necesitaba ver. Pero, para mi sorpresa, una leve sonrisa asomó en sus labios.
—Al parecer, la oscuridad hace de ti una persona valiente.
Sentí que mis mejillas se ruborizaban en la penumbra. Quise desviar la mirada, pero la intensidad de su mirada me ancló en el lugar. Sus dedos en mi cintura hicieron un leve movimiento, como si no quisiera dejarme escapar.
—Valiente, sí. O quizás solo cansada de fingir —dije, sintiendo la honestidad brotar sin remedio.
Él se inclinó un poco más, sus ojos ahora prendidos en los míos, y podía ver la lucha entre el deseo y la contención en su mirada, como si estuviera evaluando cada palabra mía, cada exhalación compartida entre los dos en esa oscuridad.
La mano de Sebastiano permaneció en mi cintura, y su pulgar trazaba pequeños círculos sobre mi piel, con una lentitud tan calculada que parecía estudiarme en cada leve reacción. Su cercanía, ese roce, comenzaba a encender un calor que creía haber controlado. Intenté mantener la calma, pero mis latidos traicionaban mi esfuerzo, resonando como tambores en mi pecho.
—¿Fingir, eh? —susurró—. ¿A qué te refieres, Mia?
Quise responder, decirle toda la verdad. Pero en ese momento, sus dedos se deslizaron hasta mi mejilla, apartando un mechón de cabello. Era un gesto tan íntimo, tan fuera de lugar entre nosotros, que mis palabras quedaron atrapadas en mi garganta.
Tenía que resolverlo.
—Fingir que no me importa lo que hiciste y haces, cuando es todo lo contrario —mentí, arreglando mi arrebato.
Tenía que tener cuidado con lo que decía, porque Sebastiano no podía tener mas dudas de que nunca se había casado conmigo. Tenía que soportar por mamá o Salvador la mataría.
La sombra de una sonrisa torcida apareció en sus labios, y pude ver el brillo de satisfacción en su mirada, como si mi respuesta hubiera confirmado algo que él ya sospechaba. Su mano en mi mejilla se mantuvo en su lugar, el pulgar acariciando la piel de mi rostro con la misma deliberada lentitud con la que su mirada recorría cada detalle de mi expresión.
—¿Así que te importa? —murmuró, acercando su rostro hasta que nuestras respiraciones se mezclaron en un espacio de aire que parecía cargado, tenso, como si al mínimo movimiento fuera a desatarse una tormenta entre nosotros—. Me pregunto hasta dónde estás dispuesta a llegar por ese "cansancio" que dices sentir. Porque tus palabras, Mia... tus palabras me dicen una cosa, pero tu cuerpo me dice otra muy distinta.
Podía sentir el calor subir por mi cuello, el peso de sus palabras y de su cercanía convirtiendo cada segundo en una agonía. Intenté apartarme, pero su mano en mi cintura me mantuvo en su lugar, firme, sin darme oportunidad de escapar de su dominio. Sabía que debía ser fuerte, que en este juego cada debilidad podía volverse una daga en mi contra. Así que respiré hondo, tratando de encontrar alguna calma dentro de mí, alguna pared a la que aferrarme mientras me miraba con esa intensidad que parecía dispuesta a consumirme.
—Tienes razón, estoy cansada —susurré, dejando salir una verdad que él nunca comprendería—. Pero no de lo que crees.
Sebastiano arqueó una ceja, la sombra de curiosidad y confusión cruzando su rostro antes de esfumarse, reemplazada de inmediato por esa expresión inescrutable que lo caracterizaba. Él no entendería jamás, y no tenía que hacerlo. Esto era mi lucha y mi sacrificio. Por mamá. Por mantenerla a salvo. Mi único papel era fingir lo que él esperaba ver, y debía resistir hasta que fuera libre de este acuerdo.
—¿Qué es lo que quiero creer, Mia? —cuestionó, su voz un susurro tan peligroso como tentador—. Porque empiezo a sospechar que no eres tan inocente como aparentas. ¿Qué escondes? ¿Qué pretendes realmente? —Su tono era desafiante, su mano bajando un poco más en mi cintura, acercándome hasta que nuestras frentes casi se rozaron, envolviéndome en una sensación de vértigo.
El silencio que se extendió fue profundo y sofocante, roto solo por el ritmo de nuestras respiraciones, cada vez más inestables. No había escapatoria, ni siquiera en la oscuridad. Apreté los labios, porque sabía que cualquier palabra más podría traicionar lo que no debía salir a la luz.
—¿Crees que me importa más de lo que debería? —dije al fin, mi voz apenas un susurro—. Pues créelo, porque es lo único que te diré.
Sus ojos se entrecerraron, analizándome, buscando algo en mi expresión que no pude ocultar. Su rostro se acercó un poco más, y sentí su aliento cálido contra mi piel. Por un instante, pensé que iba a besarme, que iba a darme esa última estocada que borraría todo mi autocontrol. Pero se detuvo, sosteniéndome en ese abismo de expectativa y frustración.
—Entonces déjame ver cuánto tiempo puedes mantener esa farsa. Porque hasta ahora, no estás haciéndolo muy bien.
La burla en su sonrisa fue lo último que vi antes de que se diera la vuelta, llevándose consigo su calor y dejándome sola en la cama. Cuando la puerta se cerró tras él, me permití respirar, sintiendo que mi pecho estaba tan oprimido que apenas me quedaba aire.