POV SEBASTIANO LOMBARDI
El recuerdo de Mia probándose aquella lencería aún persistía en mi mente como un tatuaje indeleble. Esa mujer tenía un cuerpo que cualquier hombre en mi lugar querría perderse una y otra vez. Verla cubierta solo con mis camisas me había dado una idea equivocada de sus curvas, pero al verla con cada prenda ceñida a su piel, todo cambió. Era una provocación andante, una obra de arte que no debería estar oculta entre mis camisas.
Jodida perfección.
Me maldije por haberla obligado a ponerse esa lencería de encaje. Fue un capricho, una orden que había dictado con intención de incomodarla y dominarla, pero terminé siendo yo quien perdió el control. Tuve una puta erección. La necesidad que me consumió en ese probador fue primitiva, oscura; solo quería encerrarme con ella, hacerla mía contra cualquier lógica o razón. Y, sin embargo, me contuve, a pesar de que su imagen me había seguido incluso después de que abandonáramos la tienda.
Un toque en mi hombro me hizo regresar a la realidad, y vi a Dario con una expresión de leve fastidio, como si hubiera repetido sus palabras más de una vez.
—Sebastiano, ¿me estás escuchando? —preguntó, sus cejas alzadas en señal de paciencia agotada.
Sacudí los pensamientos de mi mente y me centré en él.
—Lo siento. ¿Qué decías? —respondí, tratando de reubicarme en la conversación.
—Hubo un retraso en algunas entregas y envíos a causa de tu “fallecimiento”. Así que necesitamos retomar el ritmo. Hay demasiado trabajo acumulado.
Asentí, aunque mis pensamientos volvían a derivarse al accidente. La emboscada que casi me mata seguía siendo una herida abierta en mi mente, una deuda de sangre que exigía respuesta.
—Encárgate tú de los envíos, Dario. Yo quiero enfocarme en encontrar al bastardo que embistió mi automóvil. Fue un ataque directo… nadie choca de esa manera sin saber exactamente a quién quiere destruir —murmuré, con una creciente ira en mi voz al recordar cómo aquel automóvil se había lanzado hacia mí con precisión.
Ni siquiera el contacto con la carretera ofreció evidencias claras; esa zona estaba tan aislada que era improbable que alguien pudiera darme alguna pista.
Dario me observó, reflexivo, su mirada endurecida.
—Fue un milagro que salieras de ahí con vida. Pudo ser tu final.
Suspiré, con los puños apretados.
—Sí, un milagro. De no ser por esa pareja que apareció en el momento preciso, hubiera quedado atrapado cuando el auto explotó —suspiré—. Dame una semana; después me encargaré de mis deberes y de volver a poner todo en orden —agregué, cruzando los brazos con determinación—. Ahora, ¿has averiguado algo de Mia?
Me observó atentamente antes de responder.
—Es de California. Su única familia es su madre, y estaba estudiando economía hasta que tuvo que dejarlo. La razón fue la enfermedad de su madre —explicó, su voz bajando un poco al final.
Fruncí el ceño, captando cada palabra como si fuera una pieza de un rompecabezas que me ayudara a entender quién era la mujer que dormía en mi casa, una mujer que, según la historia oficial, era mi esposa.
—¿Ella estaba sola en California? —pregunté, mi voz tan baja que apenas rompió el silencio. —¿Y qué enfermedad tiene su madre?
Saber que había tenido que abandonar sus estudios por la enfermedad de su madre me hizo preguntarme cuántos sacrificios había tenido que hacer en su vida.
Dario asintió, sus ojos buscando los míos antes de responder.
—Sí, no tiene a nadie más. Solo a su madre, que sigue en una situación muy delicada. Tiene Suficiencia renal. La situación es crítica; necesita un trasplante para sobrevivir. A partir de ahí, los datos son vagos. Perdieron su casa y, según el último registro, vivían en un barrio bajo y peligroso en California. La verdad, Sebastiano, parece que no la ha tenido nada fácil.
Mi mandíbula se tensó al escuchar eso. Pensar en Mia lidiando con esa soledad, en un barrio donde la supervivencia no estaba garantizada, me provocaba una furia inesperada. Ella no había mostrado ese peso, pero ahora, al recordar, las pequeñas señales se volvieron claras: la forma en que intentaba no pedir nada, la resistencia a recibir ayuda, su constante estado de alerta.
Asentí lentamente, procesando la información. La imagen de ella empezaba a formarse en mi mente, aunque cada nuevo detalle solo me generaba más preguntas.
—¿Y su trabajo? ¿Cómo hizo para costear todo? Una enfermedad como esa no es barata… y mantener cualquier vivienda, por modesta que sea, cuesta.
Negó con la cabeza.
—No tengo ningún registro de eso, ni rastro de ingresos específicos. Me temo que tendrás que preguntarle directamente.
Mis pensamientos estaban en otra parte, rebuscando entre las memorias en busca de algún rastro de esa vida compartida que ella decía que teníamos. La idea me frustraba y confundía en igual medida.
—No entiendo —susurré, dejando escapar un suspiro de exasperación.
—¿Qué cosa? —preguntó, sus ojos intentando leer mi expresión.
Suspiré, echando la cabeza hacia atrás, mirando al techo por unos segundos, como si la respuesta estuviera escondida ahí.
—¿Cómo nos conocimos? ¿Cómo es que me involucré con ella mientras estaba comprometido con Alessandra? Nada de esto tiene sentido. Mi vida estaba planeada; todo estaba bajo control. Y luego aparece Mia, con su historia... complicada. Me cuesta asimilar cómo permití que todo esto sucediera. —le dije, más a mí mismo que a él, con la tensión acumulándose en mi voz.
Todo parecía demasiado improbable, como un sueño mal estructurado del que no podía despertar.
Mi amigo se cruzó de brazos y, con una media sonrisa, dejó caer sus palabras como si intentara abrir una puerta en mi mente.
—Ella mencionó que fue algo… imprevisto —me recordó, inclinándose un poco hacia mí, como si sus palabras pudieran desenterrar un recuerdo enterrado.
"Imprevisto." Esa palabra resonaba en mi mente. Era tan fácil decirla, pero cargaba una historia que aún me era desconocida. Sentía como si Mia y yo estuviéramos unidos por una fina línea que no lograba comprender. Había algo en ella, algo sutil pero insistente, que hacía que la idea de un pasado compartido se colara entre las grietas de mis pensamientos. Sin embargo, el enigma seguía allí, intacto y frustrante.
—Mira, ella siempre está en alerta conmigo, como si cualquier movimiento mío pudiera romperla. Es tímida, se avergüenza por cosas tan simples… no tiene una sola pizca de la seguridad o dureza que cualquiera esperaría en mi mundo. En mi presencia es tan… vulnerable. —Las palabras se me atascaban, pero continué, soltando un suspiro irritado—. Y si es mi esposa, ¿por qué se comporta así? ¿Por qué demonios me casaría con alguien que, en lo práctico, no me ofrece absolutamente nada?
—Tal vez… te enamoraste —aventuró, pero se calló de inmediato al cruzar su mirada con la mía.
Me reí con amargura ante la mera idea de estar enamorado de alguien como Mia.
—¿Enamorarme? —repetí, casi como si fuera la broma más absurda que alguien me hubiera dicho—. No me enamoré de Alessandra, que lleva más de un año en mi vida y comprende este mundo mejor que nadie. ¿Y ahora vienes a decirme que me podría haber enamorado de Mia? —Solté una carcajada seca, negando con la cabeza—. La idea es ridícula.
Dario no contestó, pero algo en su expresión decía que estaba calculando algo más profundo. No le di oportunidad de responder. Miré mi reloj: si quería llegar a tiempo, debía salir de inmediato.
Me levanté del escritorio, recogiendo las llaves.
—Tengo que irme —dije, pasando junto a él—. Nos vemos mañana.
—¿Te dirigirás a tu casa, o planeas ver a alguien más? —preguntó con una sonrisa que apenas ocultaba cierta malicia.
—Me veré con Alessandra. —Le devolví la sonrisa, saboreando la reacción que tendría cuando le contara que pronto todo volvería a ser como antes—. Veré qué tanto ha empeorado la situación en mi ausencia.
Él me observó con un destello de reproche en los ojos, como si se atreviera a recordarme una lección que yo no necesitaba escuchar.
—Ahora eres un hombre casado, Sebastiano —dijo, recalcando cada palabra.
Rodé los ojos, ya cansado de su insistencia.
—Eso no cambiará nada —respondí con firmeza—. En cuanto el abogado organice las cláusulas del matrimonio y Mia firme, será un divorcio rápido, y podré casarme con Alessandra, tal como tenía planeado.
Avancé hacia la salida, seguro de cada paso. Pero justo antes de cerrar la puerta de mi oficina, lo escuché murmurar detrás de mí, tan suave como un susurro destinado solo a mis oídos:
—Nada sale tan perfecto.