Me levanté alrededor de las ocho o nueve de la mañana, no lo sabía con certeza, pero jamás me había despertado tan tarde. Lo atribuí al agotamiento mental del día anterior, a la presión constante de medir cada palabra que decía y cada gesto que hacía. Ser cautelosa todo el tiempo, era agotador en un nivel que jamás había experimentado. La tensión con Alessandra, las miradas asesinas de los hombres y el desprecio palpable de las mujeres, todo me había drenado.
Después del encuentro con Alessandra, el hambre se me había ido por completo. Mi estómago estaba en un nudo y la última cosa que quería era comida. Pero ahora, mientras me estiraba en la cama, sentía que podría devorar un mercado entero.
Ayer, cuando Dario me había dejado en esta habitación, no tuve tiempo de observarla. Lo único que quería era tumbarme en cualquier superficie y dormir. Pero ahora, con la luz del sol filtrándose suavemente por las enormes ventanas, podía ver todo con claridad. Sentí un escalofrío recorriéndome la espalda. Mi cuerpo, por instinto, se puso alerta. Había algo en esa habitación que no encajaba, una sensación que me gritaba que saliera corriendo, aunque no podía identificar exactamente por qué.
Me levanté lentamente de la cama, aún desorientada por el cansancio, pero a medida que mis ojos recorrían la habitación, una sensación extraña comenzó a crecer dentro de mí. Algo no encajaba. El espacio era amplio, demasiado amplio para lo que había imaginado y lujoso. Las paredes de un gris oscuro, los muebles de líneas elegantes y sobrias, todo estaba perfectamente ordenado, casi sin signos de vida. Era demasiado masculino, demasiado personal. Caminé hacia una cómoda cercana, mis dedos rozando la fría superficie de mármol. Sobre ella, un reloj de pulsera de cuero y metal descansaba con un brillo sutil bajo la luz que se colaba por las cortinas. Al lado, una billetera y unos gemelos de plata. Mi respiración se detuvo un segundo.
Este no era solo un dormitorio cualquiera…
Caminé hasta una puerta que estaba medio entreabierta y, sin pensar demasiado, la empujé lentamente, como si de alguna manera temiera lo que encontraría dentro. Al hacerlo, una bocanada de aire impregnado de una esencia me golpeó de inmediato.
Mis ojos recorrieron el espacio, un espacio enorme, más parecido a una habitación en sí misma, lleno de trajes perfectamente alineados, camisas de todo tipo colgadas con precisión casi obsesiva, zapatos de cuero pulidos hasta brillar. Todo estaba ordenado meticulosamente y de repente, todo hizo clic.
Esta era la habitación de Sebastiano.
El descubrimiento me golpeó como una ola helada. Estaba invadiendo el santuario de un hombre que no conocía, un hombre que, según el relato que sostenía, era mi esposo. Mis dedos temblaban cuando pasé la mano sobre una de sus camisas. Era suave, de una tela lujosa, y aún conservaba su olor. Lentamente, llevé la tela hacia mi rostro, permitiéndome inhalar su aroma. Olía a masculinidad, a algo fuerte y dominante, mezclado con notas de sándalo y cuero. El olor era embriagador, envolvente, como si pudiera contarme más sobre Sebastiano de lo que cualquier palabra pudiera hacerlo.
Por un breve instante, me permití imaginarlo, a él, moviéndose en este espacio, vistiéndose frente a este espejo, ajustando el nudo de su corbata antes de salir a enfrentar el mundo. Pero entonces, el terror volvió a recorrerme. Estaba en el centro de su vida, rodeada por sus pertenencias, y no sabía absolutamente nada de él, ni siquiera había visto una foto suya.
Un temblor me recorrió el cuerpo mientras me encontraba rodeada por su esencia. Sentía que estaba invadiendo su intimidad de una manera que no estaba preparada para comprender. Ese hombre era un enigma para mí, pero cada prenda en ese armario me recordaba cuán real había sido su presencia.
Solté la camisa con cuidado, como si al dejarlo caer en su lugar pudiera deshacer la conexión invisible que había sentido al tocarlo.
Salí del armario con el corazón latiendo a mil por hora. La sensación de haber cruzado una línea me acompañaba, como si al tocar su ropa hubiera accedido a una parte de él que no debía conocer.
Fui hasta el baño y al entrar, por un momento pensé en no utilizarlo.
—Dios, ¿Quién carajos es Sebastiano? —susurré.
Me quedé parada frente al espejo del baño, mirando mi reflejo mientras las palabras que acababa de susurrar aún flotaban en el aire. ¿Quién era Sebastiano realmente? La pregunta seguía dándome vueltas en la cabeza, haciéndose cada vez más grande, más inquietante.
El baño era una obra maestra. Mármol oscuro cubría las paredes, y cada detalle, desde los grifos dorados hasta las toallas perfectamente dobladas, parecía pertenecer a otro mundo, uno que no era el mío. Caminé despacio, con miedo de hacer algún ruido o dejar una marca, pero sabía que no podía seguir así. Necesitaba despejar mi mente y sentirme mínimamente humana.
Abrí la regadera, y el vapor comenzó a llenar el espacio en cuestión de segundos, envolviendo el baño en una neblina cálida y reconfortante. El agua caliente corrió por mi piel, relajando cada uno de mis músculos tensos. Mi cuerpo se aflojaba, pero mi mente seguía corriendo, atrapada en un torbellino de pensamientos que no podía detener.
Mientras el agua caía sobre mí, me dejé llevar por la sensación de alivio físico, aunque mentalmente me sentía más perdida que nunca. Todo lo que había sucedido en las últimas 24 horas me resultaba surrealista.
Agarré uno de los botes de shampoo que estaba perfectamente alineado en la repisa. Cuando lo destapé y el aroma intenso y masculino llenó el aire, algo en mí se quebró.
Casi lloraba.
La realidad me golpeó como un mazazo en el pecho. Estaba utilizando el shampoo de un hombre muerto, un hombre al que nunca había conocido realmente y, sin embargo, aquí estaba, usando su cama, su baño, su shampoo... su vida.
La ironía me asfixiaba.
Dejé caer el shampoo en mi cabello, mis manos temblando mientras lo masajeaba. La fragancia impregnaba el ambiente, llenándolo de su esencia, y en lugar de calmarme, me hacía sentir más pequeña, más ajena a este mundo.
Después de lo que parecieron eternos minutos bajo el agua, finalmente salí, envuelta en una toalla. Fue entonces cuando me di cuenta de que no tenía ropa. Todo lo que había traído conmigo se había quedado atrás, y no tenía absolutamente nada que ponerme. Sentí un nudo en el estómago al pensar en la única opción posible.
Su armario.
Volví a caminar hacia él, sabiendo que no tenía alternativa. Abrí de nuevo la puerta, esta vez con menos titubeo, y saqué una de sus camisas. Era blanca, de algodón suave, pero cuando me la puse, me quedaba enorme, como si me hubiera envuelto en una sábana. Las mangas me cubrían hasta los codos, y la tela caía hasta la mitad de mis muslos. Tragué saliva mientras me miraba en el espejo. Era ridículo, pero no tenía otra opción.
Busqué entre las demás prendas y encontré un par de bóxers. La idea de usarlos me hizo estremecer, pero debía hacerlo. Me los puse, y al instante me sentí incómoda.
Con el cabello todavía húmedo y la camisa de Sebastiano colgando de mí como una señal de todo lo que estaba mal, salí de la habitación y bajé hacia la cocina. El silencio en la casa era abrumador, y mientras caminaba por los pasillos, me di cuenta de lo pequeña que me sentía en ese lugar tan imponente. Era como si las paredes mismas me miraran, juzgándome.
Cuando llegué a la cocina, el espacio era igual de impresionante que todo lo demás en la casa. Electrodomésticos modernos, encimeras de granito, todo impecable. Pero a pesar de la magnificencia, mi estómago gruñía. Tenía que comer algo, aunque fuera por el simple hecho de distraerme un poco. Busqué en la nevera y los armarios, encontrando ingredientes suficientes para hacerme un desayuno básico.
Sentía que en cualquier momento alguien podría entrar y descubrirme, juzgándome por estar ahí, usando su ropa, preparando comida en su cocina. Pero necesitaba sentir que tenía algo de control en medio de todo este caos, aunque solo fuera freír un par de huevos.
Tenía tanta hambre que un simple par de huevos no fue suficiente para calmarla. Mis nervios se habían evaporado por completo al centrarme en la tarea de cocinar. El olor del tocino, las tostadas recién hechas, los panqueques esponjosos y la gran taza de café llenaban la cocina, creando una atmósfera que casi me hacía olvidar dónde estaba, aunque solo por unos instantes.
Cuando finalmente terminé de comer, saboreando el último bocado y permitiéndome un respiro de felicidad momentánea, una voz profunda, áspera y fría como el acero llenó la estancia. El sonido cortó el aire con la precisión de un cuchillo, y sentí como si mi corazón se detuviera en seco.
—¿Quién demonios eres? —retumbó la voz, resonando contra las paredes de la cocina, helándome hasta los huesos.
El tenedor cayó de mis manos, produciendo un agudo y metálico sonido al golpear el plato, pero no me atreví a girarme de inmediato. Mi cuerpo se paralizó, anclado al asiento por el miedo. Era como si todo el calor que había acumulado en mi interior desapareciera en un instante, dejándome vulnerable, envuelta en una brisa gélida que amenazaba con aplastarme.
Respiré hondo, intentando reunir valor. Con cada segundo que pasaba, el pánico crecía dentro de mí. Finalmente, giré lentamente la cabeza, mi corazón palpitando con violencia en mi pecho, y entonces lo vi. Una figura imponente se recortaba en la entrada de la cocina, bloqueando la salida como una sombra oscura e inescapable.
Era alto, sus hombros anchos parecían abarcar el umbral de la puerta, y su cuerpo, firme y musculoso, estaba cubierto por una camiseta negra que marcaba cada uno de sus músculos como si hubiera sido diseñada para él y dejaba a la vista sus tatuajes.
Su rostro… un rostro esculpido con una belleza peligrosa y masculina, tenía varias raspaduras recientes en la mandíbula y el pómulo. Pero incluso esas heridas no lograban suavizar la fiereza que emanaba de él. Llevaba un cabestrillo en el brazo, pero ni siquiera esa señal de debilidad lograba restarle poderío. Su presencia lo llenaba todo, haciéndome sentir diminuta en comparación. La fuerza que irradiaba era casi tangible, como una onda de choque en la habitación.