Cuando sus ojos oscuros se clavaron en mí, por un instante, el mundo pareció detenerse. No había calor en esa mirada, solo una frialdad que me atravesó como una daga.
No podía apartar la vista de él, aunque mi instinto me gritaba que lo hiciera. Había algo en él que me aterraba, pero al mismo tiempo me atraía de una forma primitiva, como si el peligro que representaba fuera imposible de ignorar. Su expresión, dura como el mármol, dejaba claro que yo no era bienvenida allí.
—Te pregunté quién eres —repitió, su tono helado y más firme, arrancándome del estado de shock en el que me encontraba.
Abrí la boca para responder, pero las palabras se negaban a salir. Mi garganta se cerró, seca de golpe. ¿Qué podía decirle? ¿Quién era yo realmente en este lugar? ¿Una esposa impostora? ¿Una mentirosa atrapada en una farsa? ¿Una intrusa en la vida de un hombre que estaba muerto? ¿Y quién era él?
Mi mente se aceleró.
¿Podría ser él… Sebastiano? No. No podía ser. Sebastiano estaba muerto. Entonces, ¿quién demonios era este hombre?
—¿Quién... quién eres tú? —tuve que reunir todo de mi para poder hacer esa pregunta.
Un destello de enojo cruzó sus ojos oscuros, sus labios se curvaron en una mueca de desprecio. Me recorrió de arriba abajo, sus ojos deteniéndose por un segundo en la camisa de algodón que llevaba puesta. Un reconocimiento pareció alimentar su ira, haciendo que sus músculos se tensaran bajo la fina tela de su camiseta.
—¿Qué mierda? ¡Estás en mi puta casa, comiendo mi puta comida y con mi maldita ropa puesta! —rugió, y el estruendo de su voz me golpeó como una bofetada.
Sentí cómo el frío me recorría la espalda, congelándome por completo, mientras las palabras rebotaban en mi cabeza. Agradecí estar sentada. Mi cuerpo temblaba tan violentamente que, si hubiera estado de pie, habría caído al suelo.
¿Qué acababa de decir? ¿Su casa? ¿Sebastiano… estaba vivo? Mi mente se negó a procesarlo por completo, pero todo en él me confirmaba la aterradora verdad.
—Su casa… —gemí, apenas logrando sacar las palabras.
Todo me daba vueltas. Era como si mi cerebro estuviera tratando de aceptar lo imposible. El hombre que se suponía que estaba muerto estaba justo aquí, de pie frente a mí, rugiendo en mi cara.
Salvador…necesitaba a Salvador para que me salvara de esta pesadilla.
—Sebastiano, ¿por qué no esperaste afuera? Ella podría desmayarse —La voz de Dario rompió el ambiente, entrando en la cocina con paso decidido. Por un breve momento, sentí alivio, aunque también era consciente de que nada de lo que estaba ocurriendo tenía sentido.
Dario me miró, su expresión era una mezcla de sorpresa y alivio.
—Mia. Tu esposo está vivo. —Esas palabras cayeron como una losa sobre mí, aplastándome con su peso.
El ceño de Sebastiano se frunció, sus ojos oscureciéndose aún más, si eso era posible. Vi cómo todo su cuerpo se tensaba, y el peligro que emanaba de él parecía llenar la habitación.
—¿Esposo? —Su voz salió como un gruñido, llena de incredulidad y rabia contenida.
Sentí cómo el nudo en mi garganta se apretaba, impidiéndome hablar. Tragando con dificultad, bajé la mirada. No tenía ni idea de cómo explicarle lo que estaba ocurriendo.
¿Tenía que decirle la verdad?
Oh no, Salvador mataría a mi madre y era por ella que estaba aquí. Tenía que salvarla, no hacer que la mataran, pero…¿Qué haría?
Fingir. Fingir hasta que apareciera salvador y me sacara de aquí.
Sebastiano giró lentamente hacia su amigo, su mandíbula apretada y su mirada como una daga afilada.
—¿Qué mierda estás diciendo? —Cada palabra que salía de su boca tenía el peso de un trueno a punto de desatarse.
Dario levantó las manos en un gesto de calma, pero su expresión revelaba que también estaba tratando de digerir toda la situación.
—También me sorprendió cuando supe que te habías casado a escondidas de todos. —Mantuvo la voz tranquila—. Pero lo hiciste. Y no sé por qué hacerlo cuando tenías un compromiso con Alessandra.
El silencio que siguió fue tan denso que podía escuchar mi propio corazón latir descontrolado. Él no apartaba los ojos de mí, como si intentara recordar, como si buscara respuestas en mi rostro que no tenía y jamás las encontraría. No nos conocíamos.
Dario continuó, esta vez con un tono más serio.
—Según el doctor, las lagunas mentales que tienes se irán con el tiempo. Recuperarás tus recuerdos. —Miró de nuevo hacia mí antes de soltar la bomba final—. Y la recordarás a ella.
¿Lagunas mentales? Oh dios esta era mi salida. No recordaba.
Sebastiano me lanzó una mirada que mezclaba desconcierto y furia, como si mi sola presencia fuera una ofensa para él.
El suelo bajo mis pies parecía estar colapsando, como si el mundo que conocía estuviera siendo arrancado de mí a la fuerza. Estaba atrapada en un juego del que no entendía las reglas, y la peor parte era que Sebastiano, el hombre que ahora me miraba con desconfianza, era el protagonista de esta pesadilla.
—¿Casado? —murmuró finalmente, su tono goteando incredulidad. Sus ojos me atravesaron, buscando alguna verdad en mí que ni yo misma comprendía.
Él estaba comprometido con Alessandra, él seguiría su compromiso…tenía que buscar…
Sentí un alivió ante la idea que se me presentaba. Según esta mentira él me había engañado, eso estaría a mi favor.
—S…Sí, pero no por mucho —solté tratando de ocultar el pánico que crecía en mi pecho—. Estoy muy feliz de saber que no estás muerto, sufrí mucho, pero cuando llegué aquí, supe que me engañaste. —Noté cómo él alzaba una ceja, un gesto de puro escepticismo que me hizo sentir pequeña bajo su escrutinio—. Alessandra era tu prometida… tenías otra persona, así que quiero el divorcio.
Las palabras salieron precipitadamente, como si al decirlas más rápido pudiera liberarme de su presencia. Quería dejar todo atrás, irme de ahí, alejarme de este caos que no entendía. Su mirada oscura seguía fija en mí, pero aún no decía nada. No podía soportar su silencio, así que decidí huir de la situación.
Me bajé de la silla rápidamente, mis piernas temblaban al tocar el suelo, pero traté de mantener el control. Di un paso hacia la salida, intentando escapar, pero cuando llegué al umbral de la puerta, lo encontré bloqueando mi camino. Era como una pared impenetrable.
Pasé junto a él intentando no mirarlo directamente, pero en cuanto rocé su lado, su mano libre se movió rápidamente y me sostuvo por el brazo. La fuerza con la que me agarró no era violenta, pero sí suficiente para detenerme en seco.
El ambiente en la habitación se volvió sofocante.
—¿A dónde crees que vas? —Su voz sonaba peligrosa—. No vas a ninguna parte. No hasta que me expliques por qué demonios dices que estamos casados.
Su agarre firme en mi brazo me hizo temblar, pero no de miedo… era algo más. Su proximidad, su calor, el poder que emanaba de él me descolocaba. Traté de soltarme, pero era imposible.
—Tú… —balbuceé, intentando mantener la calma—. Dario lo dijo. Tú y yo… nos casamos. Yo me enamoré y me engañaste. Y ahora, quiero terminar con esto.
Sus ojos se entrecerraron, evaluando cada palabra que dije, como si tratara de entender la situación.
—Esto es ridículo —espetó finalmente, soltando mi brazo, pero no retrocedió ni un centímetro—. No recuerdo haberte visto en mi vida, y mucho menos haberme casado contigo. Pero si algo está claro, es que no me voy a divorciar de ti.
El frío recorrió mi columna vertebral. ¿Por qué decía eso? No tenía sentido, era evidente que había una mujer en su vida, que Alessandra lo era todo para él. Y ahora aquí estaba, afirmando que no iba a dejarme ir. Todo lo que había planeado, lo que creí que sería mi salida fácil, se derrumbaba frente a mí.
—Pero yo… no soy lo que quieres. —Mi voz salió en un susurro tembloroso, tratando de apelar a su lógica—. Tienes a Alessandra, tenías planes con ella. No necesitas esto, no me necesitas.
Él rió, pero no fue una risa alegre. Era fría, casi cruel.
—Los planes cambian. —Su tono fue casi burlón—. No me acuerdo de ti, pero si nos casamos, ahora eres mía. Y no pienso dejar que te vayas tan fácilmente.
Mis piernas temblaban, el aire parecía haberse escapado de mis pulmones. ¿Qué significaba eso? ¿Qué clase de hombre era Sebastiano, capaz de decir algo así sin recordar ni una sola cosa sobre mí?
Dario permanecía en silencio, observando la escena, pero no hizo ningún movimiento para detener a su amigo.
—No puedes hacer esto, —intenté recuperar mi voz, pero sonaba débil, como un susurro—. No soy tu prisionera. Esto… casarme contigo, fue un error.
Dejó escapar una risa seca, carente de humor y se inclinó ligeramente hacia mí, su presencia dominando el espacio entre nosotros.
—Quizá, pero ahora, Mia, eres mi esposa. Y mientras siga respirando, eso no cambiará.
El pánico me envolvió completamente, como una marea oscura que no podía detener. Mis manos comenzaron a temblar, y sentí que mi respiración se hacía más rápida y superficial. No podía procesar todo lo que estaba sucediendo: él estaba vivo, frente a mí, mirándome con esa intensidad aplastante, y yo no podía más. Mi mente estaba en caos, mi cuerpo no respondía, y sentía que el suelo bajo mis pies estaba desapareciendo.
No pude más. No pude con la realidad de que todo había cambiado en un solo instante.
Mis pensamientos se volvieron confusos. Todo se volvió borroso. Sentí cómo la sangre se drenaba de mi rostro, mi cuerpo se volvió pesado y un zumbido sordo llenó mis oídos.
—Mia… —escuché a alguien decir mi nombre, pero ya era demasiado tarde. El mundo a mi alrededor se desvaneció en un n***o profundo. Dejé de escuchar, dejé de ver, dejé de sentir.
Todo se volvió n***o.
Mi cuerpo colapsó, y en el último segundo, justo antes de perder la consciencia por completo, sentí el brazo fuerte de Sebastiano sujetarme antes de que cayera al suelo.