Había estado sentada todo el día, sin apenas moverme, con la excepción de cuando me levantaba brevemente del mueble para recibir las condolencias de aquellos que llegaban a lamentar la muerte de mi "esposo". Manteniendo el rostro decaído, las lágrimas caían de vez en cuando por mis mejillas, como si mi dolor fuera inconsolable. Todos creían que lloraba por él, por Sebastiano, pero la realidad era mucho más oscura. Estaba aterrada, cada segundo que pasaba sentía que todo lo que había construido con mentiras estaba a punto de desmoronarse.
Me había dado cuenta que su accidente fue tan brutal, que ni siquiera pudieron recuperar su cuerpo, así que no había nada…ni siquiera cenizas.
Me daba lastima el destino que había tenido.
Las miradas furtivas y los murmullos discretos entre los presentes no pasaban desapercibidos para mí. Sabían algo, todos ellos. Cada persona que me miraba lo hacía con una mezcla de incredulidad y sospecha. Ahora lo entendía. Todos sabían del compromiso de Sebastiano con esa mujer que mencionó su madre, esa prometida de la que yo jamás había oído hablar. Para ellos, yo era una extraña, una intrusa en su mundo, un accidente en medio de algo que nunca debió haber ocurrido.
Cada vez que susurraban entre ellos, sus palabras no alcanzaban mis oídos, pero podía sentir el juicio en sus miradas. Yo era un error, una aparición inesperada y no bienvenida en este círculo. La pregunta martilleaba en mi cabeza una y otra vez, incesante, como si quisiera destrozar el poco control que me quedaba.
¿Dónde estaba su prometida?
Ese pensamiento no me dejaba en paz. Si Sebastiano estaba comprometido, ¿por qué no había rastro de ella aquí, en su velorio? ¿Cómo era posible que, en medio de esta mentira, no hubiera ni una señal de la mujer con la que él debía haberse casado en solo una semana?
Cuando vi a Salvador cruzar la sala, no lo pensé dos veces. Me levanté rápidamente y lo seguí, manteniendo mi distancia para no llamar la atención. Sabía que se dirigía a la cocina, el único lugar donde podríamos hablar sin ser escuchados. Mi corazón latía con fuerza, la ansiedad burbujeando en mi pecho mientras me deslizaba detrás de él.
—¿Dónde has estado? —murmuré con un tono bajo pero urgente cuando finalmente estuvimos a solas—. ¿Por qué me has dejado sola en medio de todo esto?
Salvador echó un vistazo a ambos lados, asegurándose de que nadie más pudiera oírnos, antes de acercarse peligrosamente a mí. Su presencia me intimidaba, y no sabía si era por la situación o porque ya no confiaba en él.
—No puedo estar a tu lado —dijo en voz baja, sus ojos serios—. Así que no vuelvas a seguirme. Yo seré quien te contacte, ¿me entendiste?
Lo miré, confusa, sin entender del todo lo que estaba sucediendo. Aun así, asentí. No tenía otra opción. La incertidumbre me estaba comiendo viva.
—Bien —respondió cortante.
Mi mente estaba en caos, y las palabras salieron antes de que pudiera controlarlas.
—Tú... Tú sabías de la prometida de Sebastiano —quise saber, mi voz temblaba entre el miedo y la furia.
El rostro de Salvador se endureció de inmediato, su ceño fruncido indicaba que la conversación había tomado un giro que no esperaba.
—¿Prometida? —repitió, su tono incrédulo—. ¿Sebastiano continuó con el compromiso?
Mi sangre se heló. No sabía si estaba mintiendo o si realmente no tenía idea, pero no podía controlar el estallido de emociones que vino después.
—¡Lo sabías! —chillé, mi voz al borde del pánico—. ¿Cómo pudiste meterme en algo así sabiendo que ese hombre estaba enamorado y encima se iba a casar? ¡Oh por Dios! ¡Estoy jodida!
Me observó en silencio por un momento, como si tratara de procesar lo que acababa de decir. Su rostro, normalmente impenetrable, mostró una serie de emociones que nunca antes había visto en él: sorpresa, frustración y algo que no podía descifrar.
—No lo sabía —admitió con un bufido, apartando la mirada por un segundo antes de inhalar hondo—. Pensé que no seguiría con ello, pensé que el trato había terminado… ¡Nadie me lo dijo!
—Todo sigue igual, ¿está bien? —agregó rápidamente, intentando controlarse.
—No, nada está bien —respondí, con el pánico apoderándose de cada fibra de mi ser—. La madre de Sebastiano no cree en mí... ¡Es obvio! Ella conoce a su hijo. Esto no va a funcionar. Tengo que irme y...
Antes de que pudiera terminar la frase, Salvador acortó la distancia entre los dos con un movimiento rápido. Me agarró con fuerza entre sus brazos, su rostro a solo unos centímetros del mío. Sentí su aliento en mi piel, helándome hasta los huesos.
—No te vas a ir —gruñó—. Cumplirás con tu parte del trato, o te prometo que mataré a tu madre.
Mi estómago se retorció. Tragué con dificultad, el terror nublando mi visión.
—Te van a llevar a tu casa —continuó, esta vez su tono era más suave, como si quisiera calmarme con mentiras—. Tranquila. Mañana vendrá el abogado y te explicará todo lo que ahora es tuyo. Se hará el traspaso, y al día siguiente vendré por ti… para que hagas tu parte, y me entregues todo.
Sus dedos rozaron mi mejilla en un gesto que pretendía ser reconfortante, pero me provocó un escalofrío.
—A cambio, te daré una buena cantidad de dinero para que tu madre y tú nunca más pasen trabajo. —Prometió, con una sonrisa que no llegó a sus ojos—. Te prometo que todo estará bien.
Pero no le creí.
Alrededor de las once de la noche, finalmente me llevaron a la casa de Sebastiano. El cansancio pesaba en mis hombros, y el hambre rugía en mi estómago, aunque cuando me ofrecieron comida más temprano, los nervios me impidieron aceptarla. Ahora me arrepentía. El ambiente sofocante del día me había dejado agotada
Miré por la ventana mientras el auto avanzaba por las calles oscuras, el paisaje de Chicago difuminándose en sombras y luces titilantes. Mi mente daba vueltas, preguntándome qué clase de vida había llevado Sebastiano, qué secretos ocultaba. La idea de llegar a una casa que, en teoría, ahora me pertenecía, no me reconfortaba en absoluto.
Era una impostora en la vida de un hombre que, en realidad, no conocía más que su nombre y las mentiras que se habían tejido alrededor de él.
El jadeo que brotó de mis labios cuando el auto se detuvo fue involuntario. Si la mansión de su madre me había dejado sin palabras, la casa de Sebastiano era otra cosa. Imponente, majestuosa, incluso en la penumbra de la noche, se alzaba frente a mí como un gigante silencioso, vigilante. Desearía haberla visto de día, cuando la luz del sol pudiera revelar todos sus detalles.
Cuando bajé del auto, el viento frío de la noche me golpeó, pero no fue suficiente para sacarme de mis pensamientos. Dario caminaba a mi lado, tenso, con una postura rígida que reflejaba su propio malestar.
Al entrar, mi incomodidad solo creció. Los pasillos, las paredes, todo estaba impecable, como si cada rincón hubiese sido diseñado para ser perfecto. No podía evitar sentirme fuera de lugar. Mi estómago se retorcía, no solo por el hambre que ignoraba desde hace horas, sino por el vacío que esta casa representaba.
De repente, una figura emergió de las sombras, su presencia llenando el espacio antes de que pudiera procesarlo. Era una mujer, alta y elegante, con una mirada cargada de resentimiento. Lo supe incluso antes de que abriera la boca: era la prometida de Sebastiano.
—Así que tú eres la viuda —su voz era un veneno afilado, sus palabras bañadas en desprecio. Me observó de arriba abajo, como si fuera un insecto que podía aplastar con un solo movimiento—. No puedo creer que Sebastiano haya caído tan bajo.
Me quedé paralizada, incapaz de responder. Su aura irradiaba hostilidad, y aunque intenté mantener la compostura, su presencia me hacía sentir aún más insignificante. Ella era parte de este mundo, una pieza que encajaba perfectamente en el rompecabezas que yo no lograba comprender.
—¿Sabes lo que es ridículo? —prosiguió, avanzando hacia mí como un depredador acechando a su presa—. Sebastiano no se casaría contigo, me amaba a mí. Íbamos a casarnos, teníamos planes. Así que, ¿cómo es posible que tú te hayas aparecido de la nada? —Se detuvo frente a mí, y sus palabras se volvieron más afiladas—. Eres una intrusa, una mentirosa.
—Escucha —continuó, dando un paso hacia mí, su perfume caro llenando el aire—. No sé cómo lograste meterte en esto, pero te aseguro que no durarás mucho aquí. Sebastiano estaba comprometido conmigo, su verdadera prometida, y no permitiré que una extraña robe lo que es mío.
El peso de su desprecio me aplastaba, haciéndome sentir diminuta e insignificante. Antes de que pudiera procesar lo que estaba ocurriendo, me empujó con fuerza. Tropecé hacia atrás, el impacto me hizo tambalear, pero antes de caer, la mano firme de alguien me sostuvo.
Dario apareció como una sombra protectora entre nosotras, sujetándome antes de que pudiera desplomarme por completo. Se puso delante de mí, interponiéndose entre la mujer y yo con una expresión sombría que no admitía discusiones.
—Basta Alessandra —su voz fue grave, autoritaria, mientras miraba a la mujer con un brillo peligroso en los ojos—. Mia es la esposa de Sebastiano. Te sugiero que la trates con respeto o habrá consecuencias.
Ella lo miró con rabia, pero no dijo nada. Su rostro, contorsionado por la furia, se endureció aún más. Apretó los labios, como si se resistiera a decir algo.
Dio un paso atrás, pero no sin antes lanzar una última mirada cargada de veneno en mi dirección.
—Esto no ha terminado —murmuró entre dientes antes de girarse y marcharse, sus tacones resonando en el mármol del piso mientras se alejaba por el pasillo.
Dario se volvió hacia mí.
—No te preocupes por ella —me dijo, su tono un poco más bajo, como si tratara de calmarme—. Ya no tiene poder aquí. En unos minutos se irá.
Asentí lentamente.