CAPÍTULO 16

1204 Words
—¿Ya estás lista? —escuché la voz de Sebastiano del otro lado de la cortina, y un escalofrío recorrió mi espalda. —Sí, ya… ya terminé —dije, dudando un instante, antes de abrir la cortina lentamente. Sus ojos me recorrieron de arriba a abajo con una mirada intensa, calculadora, como si estuviera evaluando no solo el vestido, sino cada parte de mí. Sin decir nada, simplemente asintió con aprobación. A mi alrededor, las dependientas seguían su ejemplo, asintiendo también, casi como si recibieran una orden silenciosa. —Perfecto. Ahora, el siguiente —indicó, haciendo un gesto hacia las otras prendas. Mientras me giraba para regresar al probador, sentí su mano rozar mi brazo, deteniéndome por un instante. —Quiero que te sientas… exactamente como te ves ahora, Mia —susurró, su voz baja y peligrosa—. Porque de ahora en adelante, cada mirada, cada paso que des, debe recordarte que llevas mi nombre. Sus palabras resonaron en mi mente mientras me adentraba de nuevo al probador, dejando que la cortina cayera entre nosotros. Su posesividad me incomodaba, pero también despertaba algo que no podía negar, una mezcla de curiosidad y adrenalina que no lograba entender del todo. No sabía cómo iba a enfrentar cada paso de esta situación, ni si tendría la fuerza para hacerlo. Pero el peso de su nombre, de su presencia, era imposible de ignorar. Me deslicé el siguiente vestido por el cuerpo, un rojo profundo que caía hasta mis tobillos, con un corte alto en la pierna que mostraba mucho más de lo que estaba acostumbrada. Me miré en el espejo, tratando de recordar quién era antes de llegar aquí, antes de esta farsa que ahora parecía tan real. Las telas finas y los detalles cuidadosos parecían estar hechos para la esposa de un hombre como Sebastiano Lombardi, no para la mujer que había sido antes. —¿Mia? —llamó desde afuera, impaciente, y pude ver la sombra de sus pies justo detrás de la cortina. Tomé aire y, resignada, abrí la cortina. Al ver el vestido, sus ojos se endurecieron por un momento, y después, suavemente, asintió. —Apropiado —murmuró, y sus labios se curvaron en una sonrisa arrogante—. Este es el tipo de imagen que debes proyectar. No respondí. Ya no tenía fuerzas para cuestionarlo, solo quería terminar con esta experiencia y regresar a… su casa, que extrañamente, empezaba a sentir como mi único refugio en medio de la tempestad en la que me encontraba. Pasé por varias prendas más, mientras él supervisaba con una frialdad calculadora. Parecía estar eligiendo con precisión cada pieza que pensaba que podría usar a su lado. La situación ya era suficientemente incómoda, pero cuando la asistente me guió hacia el área de lencería, sentí un calor subir hasta mi rostro al ver las delicadas piezas en exhibición. Sujetadores de encaje, corsés, y conjuntos finamente elaborados llenaban los estantes, y cada uno parecía más revelador que el anterior. Me debatí entre dos opciones, buscando elegir algo básico y sencillo, algo que no llamara la atención de Sebastiano. Sin embargo, no tuve ni un momento para reaccionar antes de notar su sombra acercándose, y entonces escuché su voz baja a mi espalda. —Ese no es tu estilo —comentó, señalando el sujetador n***o de encaje sencillo que yo había seleccionado—. Te prefiero en algo… diferente. Más llamativo. Se adelantó, pasando a mi lado con toda la confianza del mundo, y tomó un conjunto que era lo opuesto a discreto: un conjunto rojo oscuro, casi burdeos, con detalles de encaje y tirantes finos que dejaban poco a la imaginación. Lo sostuvo ante mí con una sonrisa apenas perceptible en sus labios. —Este será adecuado —murmuró, observándome intensamente mientras yo miraba el conjunto, sintiéndome absolutamente expuesta bajo su escrutinio. Intenté tomarlo de sus manos rápidamente, deseando terminar con la escena lo antes posible, pero él se inclinó hacia mí antes de que pudiera alejarme, sus ojos brillando con esa mezcla de autoridad y diversión que tanto me exasperaba. —¿No piensas probártelo? —preguntó, con un tono deliberadamente provocador. —No creo que sea necesario —respondí, evitando su mirada, tratando de controlar el calor que ascendía a mis mejillas—. Además, no se puede. —Quiero ver cómo te queda —expresó, sin una pizca de duda o vergüenza—. Así que sí, sí se puede. Tragué en seco, mirando a la asistente, quien, al percibir la tensión, desvió la vista, ocupándose en otra parte de la tienda para darnos "espacio". —Sebastiano, esto es demasiado… no es como si… —intenté decir, aunque mi voz me traicionó, temblando ligeramente. —Mia, eres mi esposa —dijo con una tranquilidad abrumadora, como si su argumento fuera irrefutable—. Quiero asegurarme de que cada detalle esté en orden. Vamos, pruébatelo. Sintiéndome atrapada entre la humillación y la impotencia, tomé la lencería y regresé al probador, donde intenté calmar mi respiración. Mi corazón latía rápidamente mientras me cambiaba, sintiendo que no solo estaba exponiéndome físicamente, sino también cediendo al control absoluto que él parecía ejercer sobre mí. La tela se ceñía a mi piel, y la imagen en el espejo reflejaba una versión de mí que no reconocía del todo. —¿Mia? —escuché su voz al otro lado de la cortina, insistente, autoritaria. Abrí la cortina apenas unos centímetros, incapaz de enfrentar su mirada por completo. Pero eso no le bastó; deslizó la cortina hacia un lado con una calma inflexible, su mirada recorriendo cada detalle de la lencería que él mismo había elegido, como si estuviera disfrutando cada segundo de mi incomodidad. —Perfecto —murmuró finalmente, su voz baja, y sus ojos sostuvieron los míos en un silencio pesado antes de girarse y retirarse. Suspiré, tratando de recomponerme. Había aceptado esta mentira para salvar a mi madre, para ganar un poco de paz, pero con cada día que pasaba, sentía que Sebastiano encontraba una nueva forma de hacerme cuestionar todo lo que alguna vez había sido. Finalmente, después de un par de horas, parecía haber hecho una elección definitiva. —Esto será suficiente… por ahora —dijo, gesticulando hacia las prendas seleccionadas que se amontonaban en un lado del probador—. Las demás serán enviadas a casa. Suspiré con alivio, agotada por la intensidad de sus miradas y sus órdenes. Cuando terminó de hablar con la dependienta, se giró hacia mí, estudiándome como si aún quedara algo por resolver. —Gracias… por todo esto —murmuré, aunque la palabra “gracias” no parecía del todo correcta para describir la situación. Se limitó a asentir, pero cuando me giré para alejarme, su mano atrapó mi muñeca, obligándome a voltear hacia él. —No quiero que agradezcas lo que es tu derecho —dijo, su voz firme y baja, sus ojos fijos en los míos—. Mientras lleves mi nombre, obtendrás lo que mereces. ¿Entiendes? Sentí un nudo en la garganta y me limité a asentir, sin saber qué otra respuesta darle. Sin decir más, me soltó, y seguimos caminando hacia la salida, dejando a nuestras espaldas el vacío y silencio de la tienda.
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