Me había dado otra ducha, tratando de lavarme no solo el sudor y la tensión del día, sino también la incertidumbre que me carcomía por dentro. El vapor se disipaba lentamente en el cuarto de baño, pero no lograba borrar el caos que reinaba en mi mente.
Tuve que utilizar nuevamente todas las pertenencias de Sebastiano. Un cepillo de dientes nuevo que él había dejado a un lado, su shampoo de aroma amaderado, su jabón que dejaba un rastro de él en mi piel, su crema... y ahora, otra vez, su ropa. La tela suave de su camiseta me resultaba ajena y a la vez envolvente, como si me recordara constantemente a quién pertenecía. La fragancia de Sebastiano estaba impregnada en todo, envolviéndome en su esencia y haciéndome sentir incómodamente cerca de él, incluso cuando no estaba presente.
¿Dónde estaba mi maleta?
No entendía qué había sucedido con la pequeña maleta que había traído conmigo. Desaparecida, como si nunca hubiera existido. Todo lo que me pertenecía parecía haberse desvanecido, y lo único que me quedaba era mi teléfono... muerto. Necesitaba un cargador para poder comunicarme con mamá.
Cuando la noche cayó, la mansión quedó sumida en un silencio espeso, casi sofocante. Era arriesgado, lo sabía, pero no podía quedarme encerrada en esa habitación más tiempo. Necesitaba aire, aunque fuera el de una casa que no era la mía.
Abrí la puerta de la habitación con cuidado, conteniendo la respiración. Bajé las escaleras lentamente, intentando no hacer el más mínimo ruido. Cada paso resonaba en mi cabeza, y por un momento temí que alguien pudiera aparecer de la nada, que Sebastiano surgiera de las sombras. Pero todo estaba en calma.
Llegué a la cocina y decidí hacer mi cena.
Mientras me ocupaba, tratando de concentrarme en lo que tenía frente a mí para no pensar en la encrucijada en la que me encontraba, comencé a lavar unas papas. Decidí hacer algo simple, una especie de puré de papa con queso que pudiera acompañar con las costillas a la barbacoa que había encontrado en el refrigerador.
Me puse manos a la obra, cortando y preparando todo en silencio. El tiempo parecía pasar con lentitud, y después de casi una hora, ya lo tenía todo listo. El puré había salido del horno con una costra dorada y crujiente, enfriándose un poco mientras las costillas, jugosas y humeantes, esperaban a un lado. Incluso había encontrado una botella de vino y decidí que hoy me merecía probar un poco. Necesitaba algo que me calmara los nervios.
Acababa de sacar la refractaria del horno, con el aroma cálido llenando la cocina, cuando una voz me hizo saltar del susto.
—Si sabe tan bien como huele, entonces repetiré —la voz profunda y grave de Sebastiano resonó desde la puerta.
Me giré bruscamente, sintiendo un nudo en el estómago. Estaba apoyado en el marco de la puerta, observándome con una media sonrisa peligrosa en el rostro. Se acercó al comedor, su presencia llenando el espacio de una forma casi abrumadora, y se sentó en una de las sillas como si estuviera completamente en control de todo, como siempre.
—¿Deseas un poco? —pregunté, tratando de sonar casual, aunque por dentro mis nervios estaban a flor de piel.
Alzó una ceja, frunciendo el ceño de manera casi divertida.
—¿Un poco? —repitió, casi burlándose—. Lo deseo todo.
—¿Qué? —pregunté, sin entender del todo.
—Debes saber, Mia, que no soy de comer poquito.
Sus ojos me recorrieron de arriba a abajo, de una forma que me hizo sentir vulnerable. Era como si él supiera exactamente cómo ponerme incómoda con tan solo una mirada. Estaba jugando conmigo, disfrutando de mi nerviosismo mientras se servía una porción generosa del puré y las costillas. Yo, en cambio, me quedé congelada por un momento, mirando cómo Sebastiano tomaba el control de la situación sin esfuerzo alguno, como si incluso esto —una simple comida— fuera algo que él dominara.
Me senté frente a él, mi mente trabajando a mil por hora. Cada movimiento que hacía me recordaba que estaba bajo su techo, bajo sus reglas, y que, por más que intentara mantener la calma, él siempre tendría la ventaja.
Empezó a comer con calma, pero no quitaba sus ojos de mí. Cada vez que cortaba un trozo de carne o llevaba el tenedor a su boca, sentía su mirada fija, como si estuviera estudiándome, tratando de descifrar cada pensamiento que me atravesaba. Era intimidante, pero tenía que mantenerme fuerte, no podía permitir que viera cuánto me afectaba su presencia.
Tomé un sorbo de vino, intentando que el líquido me relajara, pero mi garganta seguía seca. Traté de concentrarme en mi comida, pero me resultaba imposible. El silencio entre nosotros crecía, tenso, hasta que finalmente fue él quien lo rompió.
—¿Acaso piensas seguir usando mi ropa todo el tiempo? —preguntó, con un tono cargado de sarcasmo, sus ojos paseando brevemente sobre mi cuerpo antes de volver a clavarse en los míos.
Me mordí el labio, incómoda. Su ropa me quedaba demasiado grande, y la camiseta que llevaba ahora, junto con los pantalones que me arrastraban un poco por el suelo, no ayudaban a hacerme sentir más segura.
—No tengo otra cosa que ponerme —respondí finalmente, apartando la mirada—. Mi maleta... mi maleta se perdió. Llegué aquí con lo puesto y ni siquiera sé dónde están mis cosas.
Dejó el tenedor sobre el plato, haciendo un pequeño sonido metálico que resonó en la cocina. Se inclinó ligeramente hacia mí, cruzando los brazos sobre la mesa.
—Así que estás atrapada aquí, sin ropa... dependiendo de mí para todo —dijo, su voz profunda llenando el espacio entre nosotros—. No deja de parecerme interesante.
El comentario me sacó de mi incomodidad por un momento, encendiendo algo de rabia en mi interior. Siempre utilizaba ese tono burlón para hacerme sentir inferior.
—No es que tuviera muchas opciones —respondí, tratando de mantener mi tono firme—. No tenía idea de que duraría más de un día aquí...
Él esbozó una sonrisa ladeada, una que no llegaba a sus ojos. Sus dedos jugueteaban distraídamente con el borde de su vaso de vino, mientras sus ojos me seguían observando, oscuros y peligrosos.
—Bueno, ahora estás aquí —susurró suavemente—. Así que, si necesitas algo, Mia... lo único que tienes que hacer es pedirlo.
La forma en que lo dijo, con esa mezcla de autoridad y una insinuación que no me pasó desapercibida, hizo que mi piel se erizara. No podía confiar en él, pero al mismo tiempo, no tenía elección. Estaba completamente a su merced.
—Solo quiero mi maleta —dije, tratando de sonar más segura de lo que me sentía—. Eso es todo.
Sebastiano se recostó en la silla, observándome con ojos afilados, como si estuviera sopesando sus opciones, evaluando cada una de mis palabras.
—Veré qué puedo hacer —respondió finalmente, con una calma peligrosa que me dejó helada.
Asentí lentamente mientras continuaba con mi cena. Cada bocado se sentía como una tarea ardua bajo la mirada persistente de Sebastiano. Al terminar, me levanté rápidamente, dispuesta a empezar a llevar los platos al lavavajillas, intentando encontrar alguna excusa para alejarme de él. Pero, antes de dar un paso más, su mano sostuvo la mía, deteniéndome en seco. El contacto inesperado me hizo estremecer.
—No es necesario —habló en ese tono bajo que resonaba como una orden más que una sugerencia—. Se encargarán de esto por la mañana.
Lo miré confundida, mis pensamientos aún demasiado revueltos para procesar lo que quería decir.
—¿Quién?
—Mis empleadas —respondió como si fuera obvio, como si eso explicara todo.
Asentí lentamente, sin fuerzas para discutir, y me aparté de él, alejándome lo más rápido que mis pies podían llevarme sin parecer desesperada.
—Por cierto —añadió antes de que pudiera cruzar la puerta—. Me gustó la cena.
Su tono suave, casi casual, me desarmó por un segundo, pero no me atreví a responder. Lo miré una última vez y rápidamente salí hacia mí... su habitación.
El miedo me atenazaba el pecho, pero traté de mantenerme firme. No podía dormir en esa cama con él. La situación era insostenible. Tenía que encontrar una solución, aunque sabía que cualquier intento por poner distancia sería inútil.
Entré en la habitación y caminé hacia la ventana, apoyándome en el marco mientras intentaba calmar mis nervios. La vista desde allí era increíble, pero no había nada que pudiera aliviar el pánico en mi interior. ¿Cómo iba a enfrentar esto? ¿Cómo se suponía que debía seguir fingiendo mientras su presencia me aplastaba?
No pasó mucho tiempo antes de que la puerta se abriera de nuevo. Entró en la habitación, caminando con una seguridad que solo él podía tener, cerrando la puerta detrás de él con un suave clic. Mi corazón comenzó a latir con fuerza.
Me giré hacia él, mis manos temblando mientras buscaba las palabras. Lo que estaba por decir era riesgoso, pero no tenía otra opción.
—En tu velorio... —comencé, mi voz apenas un susurro mientras mis ojos evitaban los suyos—. Me di cuenta de algo, que me eras infiel con Alessandra. —Mi voz se quebró al mencionar su nombre, pero continué—. Y no te he perdonado por ello.
El silencio que siguió fue demoledor. No me atrevía a levantar la vista, pero sentía su mirada fija en mí, intensa, como si pudiera desarmar cada palabra que acababa de pronunciar.
—Así que, me gustaría dormir en habitaciones separadas —agregué rápidamente, antes de que me faltara el valor—. No tiene sentido que sigamos compartiendo la misma cama.
Me atreví a levantar la vista hacia él, solo para encontrar sus ojos oscuros, cargados de una mezcla de incredulidad y diversión.
—¿Habitaciones separadas? —repitió, su tono sarcástico y frío—. Porque según tú, te fui infiel... —Se acercó—. ¿Y qué pasa si te digo que esa... "infidelidad", no existe en mi mente? No recuerdo nada de lo que estás diciendo, Mia. Y si no lo recuerdo... —Se detuvo justo frente a mí, inclinándose un poco, su respiración cálida rozando mi piel—. ¿Realmente pasó?
Su cercanía era abrumadora, cada palabra que decía, cada gesto, me hacía sentir más pequeña, más atrapada en su red. Intenté mantenerme firme, pero él estaba demasiado cerca, y mi cuerpo me traicionaba.
—Es irrelevante que lo recuerdes o no. —Me obligué a sostenerle la mirada—. Lo sé, y eso es suficiente para mí.
Él se echó a reír, una risa oscura y gutural que reverberó en la habitación. Su mano subió hasta mi mentón, levantando mi rostro para que lo mirara directamente a los ojos.
—Eres adorable cuando intentas hacerte la fuerte. —Su pulgar acarició mi piel suavemente, pero había algo amenazante en el gesto—. Pero... habitaciones separadas no es una opción. Tú eres mi esposa, al menos eso es lo que dices. Así que, si me perteneces, compartirás mi cama... —Su sonrisa se hizo más amplia, más peligrosa—. Y cualquier otra cosa que decida.